Catorce horas de vuelo, 11. 378 kilómetros a una velocidad constante de muchos, muchos nudos, y todo eso viendo pasar a través de la ventanilla no sé cuántos países en menos de un suspiro. Después el mar azul, un azul profundo y misterioso en una larga secuencia que llegue a pensar que no acabaría nunca a pesar de mis ganas de ver tierra firme.
A esas alturas mi corazón latía desbocado ante la perspectiva del mejor viaje de mi vida. Y claro, me importaban muy poco cuestiones tan mundanas como que el cristal de la ventanilla vibrase aquejada de una grave tiritera o que mi asiento oliese a pana apolillada demasiado usada. ¡Daba igual!, porque aún con todo eso, casi no me moví de allí: del incomodo asiento de tercera clase de la barata y fraudulenta línea aérea Alture Airlines. ¡Tenía que ser sin duda por la expectación de cruzar el planeta hacía aguas mas cálidas!
Había reservado aquel exótico viaje por el sureste asiático a través de una página web, ¡una oferta!, toda una suerte. La foto del hotel no podía ser mas ideal: palmeras mecidas por la brisa, extensas playas de arena blanca, y placidos colores de atardecer que proyectaban su cálida luz sobre lo que parecía unas inmejorables instalaciones, cómodas y bien comunicadas; el mejor destino paradisiaco para relajarse en pareja.
Laura sonreía a mi lado, tan entusiasmada como yo por nuestro primer viaje intercontinental. Ilusionado yo le apretaba la mano. ¡Parecía la luna de miel que nunca habíamos tenido!
El primer contratiempo llegó cuando desviaron nuestro vuelo hasta otro aeropuerto a causa de una grave avería que ninguno de los tripulantes del avión se dignó a comunicar. Aquello nos retrasó, teníamos un itinerario bastante estricto, y aquellas seis horas de parón, a pesar de nuestra intención de no crisparnos por el menor contratiempo, nos alteraron los nervios. Cuatro de aquellas seis horas las pasamos como dos penitentes en el (por llamarlo de alguna manera) destartalo aeródromo de un pueblo que ni sabíamos pronunciar. Allí curiosamente extraviaron una de nuestras maletas, la de mi mujer, quien casi se volvió loca de la desesperación. Por supuesto no hubo compensación ni mucho menos explicación y nunca volvimos a recuperar aquellas cosas.
Media hora después ya habíamos convencido a un taxista (o eso parecía) para que nos llevara -después de un exhaustivo regateo para fijar el precio- hasta el puerto marítimo de aquella ciudad, desde donde, mapa en mano, podríamos coger un ferry que nos ahorraría seis horas y cientos de kilómetros por carretera.
Así, acomodamos nuestras pertenencias en un grasiento maletero, y ya a bordo enfilamos a trompicones una carretera medio asfaltada que en seguida se perdió en la atribulada ciudad.
Debido al fuerte dolor de cabeza Laura creyó ver puesta parte de su ropa a una señora que andaba empujando un carrito de bebé. La convencí de la casualidad, pero no pude decir lo mismo, cuando, en aquella misma calle mas adelante, vimos un enorme puesto callejero con ropa, zapatos y otros objetos que nos resultaron muy familiares. ¡Todo un negocio que se tenían armado con las maletas robadas del aeropuerto!
Salvado el agravio inicial sólo pudimos dejarlo pasar… ¡no íbamos a cambiar el mundo a esas alturas y tan lejos de casa! Nos concentramos en disfrutar del viaje.
Por poco perdimos el ferry pero la providencia (o algo parecido) nos ayudó a llegar con el tiempo justo de embarcar. Y eso hicimos con alegría. Allí dentro no había ni donde sentarse, así que decidimos pasar el viaje en cubierta. Las aguas al principio calmas y placidas se volvieron violentas y rugientes, como si escondieran voraces seres. Todo se movía peligrosamente, sobre todo nuestros estómagos, nada acostumbrados a aquellos sobresaltos. Fue una “suerte” tener el estomago vacío. Pasada la odisea arribamos en tierra firme. Llovía, una lluvia como nunca vi, punzante e intensa y oscura, que no alivió nuestros mareos. Rápidamente buscamos donde guarecernos: un puesto entoldado que olía a empanadillas quemadas… ¡pero allí no vendían empanadillas!, ni siquiera quemadas, era algo menos suculento y que por lo menos a Laura la hizo, por fin, vomitar. Yo había aguantado sin hacerlo pero estábamos tan sincronizados que me contagié. Puedo asegurar que vomitar en vacío no es nada agradable… Para colmo descubrimos que nos habíamos confundido de ferry. La alegría o el despiste, o ambas cosas nos habían hecho subirnos al que no era. Más lejos de nuestro destino que dos horas antes nos sentimos derrotados, lívidos, agobiados, así que a riesgo decidimos alquilar una habitación en cualquier pensión. Obviaré como pasamos aquella larga noche… es que hay cosas que es mejor no revivir.
Al día siguiente, irritados por la plaga de mosquitos que habían campado sobre nuestros cuerpos, nos aseguramos de elegir bien nuestro medio de trasporte. Fue así, salvando las dudas como conocimos a Jets, (así se hacía llamar pero nunca subimos por qué), quien se convirtió en nuestro guía particular. Jets chapurreaba el español y tenía mucho morro, mucho, pero eso lo descubrimos después… y tarde. La culpa fue nuestra, nos confiamos, felices de por fin entender algo a derechas, y sin reservas nos subimos a su camioneta y nos dejamos llevar. Pero…¡ya no quería pensar en nada!, sólo deseaba respirar tranquilamente y que otros se ocuparan de todo, mi propósito era pasar siete... ¡qué digo!, seis días de relax total, ¿es que eso era pedir mucho?
El paisaje era estupendo, daba igual que sólo fuese una mancha frondosa y verde que pasaba a toda velocidad por la parte derecha de mi ventanilla. Lo importante era descubrir ese mundo nuevo y desconocido que florecía para mí en ese lado del planeta, así que saqué la cabeza por la ventanilla dispuesto a palpar por mi mismo la exótica belleza que flotaba a mí alrededor. Suaves lluvias de microscópicos insectos cayeron sobre mi rostro, y pronto, a medida que Jets aceleraba cuesta arriba, me golpearon en la cara con violencia. ¡Estábamos en Insectolandia! ¡Qué bien! Aquello… aquello era el paraíso, disculpad mi tono irónico…
(…)
(Extracto de una historia que ya tiene un tiempo… y que aún no tiene titulo)
Música: M.I.A.-Paper Plane.
9 comentarios:
Hola Ana, pavada de viaje. No te lo envidio para nada, hace muchos años tuve uno parecido allí padecí las siete plagas de Egipto.
Un abrazo.
¡ANA! No nos dejarás sin final,....¿no??????
Estoy enganchadísima a tus relatos y cuentos.
Me encanta. Quiero saber cómo acaba la historia....=)
Abrazos, amiga.
Pues merece titulo y continuacion, lo menos, un abarzo.
Pues hay que ponerle título, no vaya a ser que el tiempo se olvide de ella (nunca mientras sigamos leyendola) :D
Se me ha hecho muy ligera de leer. vaya viajito... Anímate y acábala que tiene buena pinta. Aquí estamos esperaaando :)
Besitos
Hola Roberto. Es que viajar no es siempre divertido ni relajante, ¿eh? Como a los protas de mi relato.
Un abrazo
:)
Hola Carol. Pues si vieras la de relatos que he dejado por la mitad, estoy de un vago que no puedo conmigo, pero sí, debo acabarlo y ponerle un final, ¡me animaré!
Un abrazo grande, grande
;)
Un abrazo Prometeo, tienes razón, a ver que se me ocurre y como lo titulo. Gracias por seguir por aquí.
;)
Hola Alury, al final me voy a convencer de por lo menos bautizarlo, jeje, que este relato no puede quedarse sin nombre. Muchas graciuas por pasarte por este mundi y por leerme.
Un beso
:)
Hola lopillas, ¡vaya viajito!, y lo que les espera, jaja, que lo que mal empieza... Gracias por leerme.
Besitos
:D
Viajar no siempre es un placer ¿no? :)) Esos viajes tan largos a la otra punta del mundo... no sé si podría, además de que ODIO los insectos y el calor, y no sé si mi estómago podría soportar las exóticas comidas de ese lado del mundo.
El relato me ha dejado con ganas de más :)
Pues sí Raque, largas horas en un avión, facturar maletas, soportar cambios climaticos, no entender ni jota, comer cosas exóticas, dormir de cualquier manera en una pensión de mala muerte, que te timen... Viajar es todo un placer, jaja.
Un beso grande
:)
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