miércoles, 27 de mayo de 2020

Pedacitos


No, el espejo no estaba roto, pero ella miraba su reflejo distorsionando sus facciones, exagerando su nariz, estrechando su frente, separando un ojo y agrandando el otro, haciendo que sus orejas se vieran diminutas y sus pupilas intensas, insondables, brillantes cual lagrima de cristal.
No podía reconocerse… esa no era ella, ni sus ojos, ni su boca…
Quizá se había perdido a sí misma hacía demasiado tiempo, tal vez ya no sabía quién, cómo era, ¡nada!, no sabía nada, y no entendía nada, pero esos pedacitos descompuestos de su propia imagen no eran ella…
¿Quién era la mujer que la miraba desde ahí?
No era la chica de diecisiete años que se hacía esa pregunta, era una mujer plantada en medio de una salina con el viento del mar golpeando su frente, tendiendo al viento la falda de su uniforme de niña buena. Las arrugas que nacían ya bajo sus ojos eran párrafos en donde había escrito a base de llantos historias enteras de desdicha y decepción. Ese súper cúmulo de materia amontonado en su lagrimal no era un pegote de rímel, eran dos enciclopedias ilustradas de la soledad y el aislamiento mal llevado.
Hacía demasiado tiempo que sus padres la habían dejado en aquella cárcel disfrazada de colegio, y ella había desarrollado un complejo; la niña abandonada, la chica mala, la horrible estudiante, la ausente, el cero, el visto, el mensaje por compromiso, la llamada de tres minutos, un gif como felicitación, el plan que se posterga, la cita cancelada…
No estaba a gusto, no se sentía a gusto, ni siendo cómo era, ni pensando cómo lo hacía, ni sintiendo lo que sentía, pero desconfiaba de sus momentos de calma, esos interludios de la tormenta personal que anestesiaban el rencor, porque la dejaban a la deriva, naufraga en la salina, sentada sobre la sal que tanto habían derramado sus ojos. Y no le gustó el saldo, por más que aquellas escamas de sal fuesen su coraza durante algún tiempo, no le gustó el saldo, no quería seguir perdiendo, ni pagando un tributo al dolor. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Cuál era el propósito? ¿Arrugarse? ¿Curtirse en esa sal que le estaba secando la risa y la juventud? ¿Secarse al sol? Ella sólo quería exprimir la vida y ser fuerte, aceptar que no la querían, sí, pero que no era un cero, ¡contaba! Ella contaba…
Contaba hasta diez, hasta cincuenta, y entonces, en aquel momento, con una madurez que no había tenido nunca, comprendió que había llegado el momento de crecer, de darse a sí misma el respeto que nadie más le había entregado, el afecto que nunca había sentido, el cariño que se merecía, el amor, el propio,  que disolvería la sal.


Música: Mazzy Star - Fade Into You

jueves, 21 de mayo de 2020

Ventanas


Una cosa era ver mi reflejo al otro lado de la ventana e imaginar que estaba fuera. Otra cosa muy diferente era salir de verdad. "El brillo de las luciérnagas" (2013), Paul Pen.

Durante un tiempo vivimos confinados tras nuestras ventanas. Dejaron de ser un elemento insulso que sólo dejaba pasar un brillo, el del sol, el de la luna, el de la farola de la esquina, ya no eran sólo un cristal empañado que mitigaba  al otro lado la lluvia, el viento, la niebla. Los virus no atraviesan vidrios. Durante un tiempo abrir la ventana se convirtió en el único contacto con el exterior,  un escaparate de emociones, un escenario de habilidades, y tras la ventana contamos los días, deseando que todo pasara. De esa forma se pudo socializar, conservar la esencia de comunidad, el sentimiento de formar parte de algo. Mirar ventanas  se convirtió en algo hipnótico y poderoso, como pasar las páginas de una revista, como ojear un álbum de fotos, curiosidad, expectación, intriga, ventanas abiertas a la imaginación…

Entre nuestra alma y nuestro cuerpo hay muchas pequeñas ventanas, y a través de éstas, si están abiertas, pasan las emociones, si están entornadas se cuelan apenas; tan solo el amor puede abrirlas de par en par a todas y de golpe, como una ráfaga de viento. "Donde el corazón te lleve" (1994), Susanna Tamaro.






Música: Come together - The Beatles.

viernes, 8 de mayo de 2020

Esenciales (5)

Unos ronquidos rompen la monotonía sorda de la madrugada. Es un resoplido largo seguido de un espasmo al que le sigue un silencio abrupto, es un interminable segundo sin respiración en el que cabe una vida entera y que va a culminar con un petardeo de nariz. Marta ha oído esos ronquidos durante veinticuatro años, el tiempo que lleva casada con Pedro. Es curioso pero esos ronquidos le ayudan con su insomnio, salvo cuando está muy preocupada, entonces nada le relaja y se pasa media noche mirando al techo, recordando y pensando.
Conoció a Pedro cuando era una chavala que no pensaba en el futuro, y por eso se quedó embarazada por sorpresa y fue mamá a los diecisiete. No estaba en los planes pero siguieron adelante. Sus padres y suegros organizaron una atropellada boda, con vestido blanco incluido pero sin viaje de recién casados. Ellos estaban de acuerdo y firmaron el contrato vinculante con alegría, creyendo que sería divertido eso de vivir juntos, cuidarse, formar una familia.
Tuvo a Aralia cuando sus compañeras preparaban sus exámenes de fin de curso, pero ella no siguió estudiando. Fue duro convertirse en madre, y cómo quería ser algo más que eso al año de nacer su hija se puso a trabajar limpiando, ni siquiera se planteó que pudiera hacer algo más.
Marta es feliz, le gusta estudiar los ronquidos de ese cuerpo cálido y amado que se tiende a su lado cada noche, le gusta ese hombre despeinado de cejas pobladas, acento gallego, y ojos azules como el mar profundo. Es su héroe en zapatillas. Debido al estado de alerta tiene que teletrabajar en casa, es profesor de primaria y se pasa el día resolviendo dudas de matemáticas e inglés por teléfono. Marta le admira profundamente, nunca tiró la toalla ni en los peores momentos, cuando ambos tuvieron que seguir adelante a base de trabajos esporádicos y mal pagados, pero él terminó la carrera, y ella se siente dichosa de haberle ayudado en aquellos momentos porque fue cuando mas tuvo que dar el callo. Aún recuerda los extenuantes maratones limpiando escaleras en una comunidad de vecinos dónde nadie pagaba las cuotas, el sueldo regalado porque no le terminaron pagando. Aún recuerda sus trabajos como interna en una casa pudiente, esas miradas de superioridad de algunos inquilinos porque le obligaban a ponerse delantal y suecos blancos, la lucha contra algunos estereotipos y prejuicios sobre sus orígenes presuntamente étnicos, porque aun habiendo nacido en el mismo país siempre ha tenido que lidiar con el racismo. Nunca olvidará el menosprecio a su trabajo cuando estuvo unos meses trabajando como limpiadora en una universidad y esos niños tontos vaciaban las papeleras por los pasillos  para divertirse, como si la cosa fuese muy graciosa. Tampoco olvidará el tiempo trabajado en el hospital, la vez que tuvo una grave salpicadura en el ojo con detergente e hipocloruro sódico, la dificultad para respirar, el escozor, ni esa vez que por poco pisó una jeringuilla usada que en un descuido había caído al suelo de la habitación de un paciente. Y ahora, al verla con su uniforme blanco, también la aplauden a ella, que extraño se le hace que empiecen a valorar su servicio solo por la pandemia. Limpiar en el centro médico se convirtió en su primer trabajo estable y aunque eso la expone a toda clase de cosas, se siente realizada porque es una labor tan importante como fundamental. Mantener los espacios limpios, libres de virus, libres de bacterias, libres de amenazas.
Últimamente está tan nerviosa que ha vuelto a fumar, un vicio que ha dejado y retomado con intermitencia. Por la mañana antes de incorporarse al turno ella fuma un cigarrillo tras otro, a oscuras, en la calle, aferrada al bolso, esperando que den las siete para fichar. Ya no habla con las compañeras, se miran con cariño a un metro de distancia, algunas llevan mascarillas de alegres telas, y otras van con las que dispensa la farmacia que rondan el euro y que pierden color con la respiración. Esa mañana le van a hacer la prueba del covid-19 a todas, normas internas y de control. Marta no tiene síntomas, no debería tener miedo, pero ha escuchado que van a sacarles sangre, que van a meterles un hisopo hasta el fondo de la nariz, que hay gente que llora, que duele mucho, que hay gente que se marea. Marta tiene aprensión, siempre lo pasa fatal cuando se trata de la salud, se vuelve negativa y neurótica.
Esa mañana ya ha fumado cuatro cigarros, y su mechero de colores se queda sin gas. Lo ha estado encendiendo y apagando a cada rato, hipnotizada por la llama, en un tic extraño al que nadie hace caso. “¿Y si doy positivo y tengo que aislarme de mi familia?” piensa encendiendo la llama, “¿y si les he contagiado a ellos?”, y vuelve a encender la llama, “¿qué pasará si estoy enferma?, ¿cómo podré dormir por las noches sin sentir a Pedro a mi lado?”,  y para alejar la triste imagen enciende otro cigarrillo. La ceniza cae al suelo, el humo sale por su nariz, y así, entre calada y calada, embriagada por la nicotina que la envuelve piensa que ojalá ese humo frenara las amenazas y los miedos que se agitan a su alrededor.


Música: Heroes-David Bowie.

sábado, 2 de mayo de 2020

Esenciales (4)



El silencio es denso en toda la casa, un tic tac apagado retumba en alguna parte de su mesilla, podría caer en trance si tuviese tiempo para esas cosas, las horas se amontonarían, todo se retrasaría, pero ese es un lujo que no puede permitirse. Aún adormilado oye el ronroneo de Cotton, su minino blanco de ojos verdes, que siempre acerca su hocico a su barba para darle los buenos días. Es en ese momento cuando más piensa en ella, cuando más nostalgia siente, la melancolía delatora de los amores que nunca se superan.
Mauro acaricia al gato, la única anestesia para su necesidad de contacto y cariño, y se pone en marcha sin más gasolina en el cuerpo que un café bebido a prisa y de pie ante el fregadero de la cocina.
Mauro es transportista. Hace años que su trabajo le hace ir por la vida a contracorriente, acumulando kilómetros a las espaldas y madrugadas solitarias. Cuando tiene tiempo escribe poesía, talla animalitos en las cascaras de las nueces, aunque su mayor pasión son los puzles. Le gustan los puzles. Es una tarea minuciosa, entregada, que requiere una concentración total, tres mil piezas verdes, mil azules, puede pasarse horas tratando de diferenciar tonalidades. A bordo de su pesado camión escucha audiolibros o podcats de todo tipo, con frecuencia en inglés o francés para entrenar el oído. Debido a la actualidad de la pandemia su esfuerzo se ha triplicado. El cansancio pesa y ha tenido que sustituir los audios por rock de los 60, Steppenwolf, Lynyrd Skynyrd, ritmos que aceleran su corazón y le mantienen despierto. Las carreteras son monótonas cuando las has recorrido tantas veces cómo lo ha hecho él.
Le asusta la repetición, le hace confundir la realidad, es el peor síndrome de los que siempre van y vienen. Hay una especie de letanía, en las líneas blancas, amarillas, en las señales de tráfico borrosas, en las luces de otros mensajeros y traficantes de mercancías. Su labor es imprescindible para el abastecimiento de empresas, supermercados, grandes superficies, la presión por cumplir con las entregas es su mayor fuente de estrés. No debería pasar nada para no llegar a tiempo, la circulación ha descendido debido al confinamiento de la población, pero después de tantas horas al volante su cuerpo necesita despertarse de nuevo, estirarse, levantarse. Debería descansar, terminar su turno, pero sus empleadores necesitan que esté al pie del cañón. Él es el que se la juega, pero sabe que le necesitan.
Le duelen las muñecas, el cuello, sus piernas se acalambran, necesita ir al baño, pero no hay establecimientos abiertos. Los bares de carretera han cerrado. Nadie ha pensado en las necesidades de los conductores por obligación como él. Y Mauro se desvía un segundo del camino sólo para parar un momento, bajarse  en medio de la nada, tomar aire, ver otro amanecer. Parado allí, ve las luces de los camiones, desfilan como balas, parpadean en sus retinas, le traen recuerdos fantasmas y fantasmas de la carretera, García Márquez hablando de los falsos recuerdos que eran tan convincentes que sustituían a la realidad. Bebe la última gota de su botella de agua y vuelve a ponerse en marcha. A veces le parece que está viviendo en una película de ciencia ficción, en alguna peli de sobremesa de antena 3, atrapado en el argumento más barato, más distópico, pero no es así, todo es real, está pasando.
Por delante aún tiene tres horas más de trayecto, cuatrocientos kilómetros, sabe que dentro de su guantera ya no queda agua, ni más comida que un par de chicles mentolados, una linterna sin pilas, un bloc de notas sin usar, un ovillo de hilo, un diente de tiburón que es una especie de amuleto de aquel viaje de novios que hizo veinte años atrás, pero nada que calme su sed. Ha llegado a un área de servicios con gasolinera de autopago cuando lo ve. Es un food track de aspecto clásico, abierto, alumbrado, apetecible, lleno de víveres, agua, zumos, snaks, fruta, termos de café, de té, todo gratis. Hay un cartel que dice, “Sírvase lo que necesite. ¡Que tenga buen día!”. Mauro muerde una manzana, toma un refresco, y deja de ver al mundo como un lugar árido y distópico, se siente agradecido, cuidado, enérgico, menos solo.


Música: Lynyrd Skynyrd-Free bird

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...