sábado, 29 de febrero de 2020

Fuego rastrero



Salima, sal en la piel y fuego en la sangre. De encender tanto la lumbre donde cocinaba todo el día, de encender las bujías con las que recorría los cañaverales a la hora del crepúsculo. Para conversar con los espíritus, decían las malas lenguas, aunque el motivo real se alejaba del romanticismo con el que lo adornaba el pueblo. Hay que culpar a su padre, al que le costaba mirar con sus ojos especialmente de noche, el velo de unas terribles cataratas velaba sus retinas todo el día y empeoraban al anochecer con la negrura de los campos en los que trabajaba. A don Manuel se le empañaba la visión todo el día, y así, medio ciego, aquejado a sus años de una grave artritis, seguía pelando cañas en los campos por un sueldo de esclavo en la certeza de que nunca vería llegar la mecanización a aquel lugar. Salima era todo lo que tenía, su más bello amor, ella era su corazón, sus ojos y sus manos, su hija preciosa, la luz de su vida, la adoraba, y tanto era su celo que le tenía prohibido trabajar fuera de la casa. Don Manuel era muy consciente del corrupto mundo en el que vivía, de los hombres y su lujuria, de las mujeres y su envidia, de la fascinación que podía despertar alguien como Salima, una belleza con piel de seda negra y ojos hechiceros. No quería que nadie la lastimara, le importaba poco si tenía que deslomarse en los cañaverales por unos pocos reales, no quería que su niñita mancillase sus manos y su juventud en un mal trabajo, marchitando su vida para que otros la explotaran por un poco de dinero. Pero no tenían dinero. Nunca tendría lo suficiente  para viajar a la capital en dónde podrían operarle de la vista. Y no le importaba, lo hacía por ella, la protegía.
Salima sólo salía de noche, bujía en mano, cantando iba por los campos para que su padre la oyera llegar. Con la luna aparecía ella puntual a recogerle, y de la mano regresaban a su cabañita, a pasar la noche inventando canciones, un juego que aliviaba la simpleza y la rutina de aquella sencilla vida. Y al día siguiente lo mismo, y así todos los días, hasta que un día algo cambió inesperadamente. El fuego, el fuego lo cambió todo…
El fuego, allá, ante el fuego rastrero de los rastrojos, algo llamó la atención de la chica, alguien más bien, y una especie de energía, cómo un imán, la empujó a acercarse más de lo debido para espiar al que producía aquella música. Un grupo de personas se reunían en torno a las improvisadas hogueras, embargados por el alegre sonido y las risas. Oyendo puntear la púa del güiro tuvo el deseo de cantar, a Salima le gustaba cantar, llevaba dentro ese latir suave de la tierra, ese canto que tuvo que dejar salir, que llenó el aire y el corazón de quien la oyó.  Él la oyó, ese trovador caribeño la oyó, y la encontró. Se prendió del gesto desconfiado, de aquellas piernas salvajes que pretendían huir a la carrera, de esos ojos asustados con los que ella le miraba. Nunca había visto una criatura semejante, le parecía sacada de una fantasía, algo irreal, poderosamente bello, realmente inocente. Salima y el desconocido se observaron, hasta que se sintió acorralada por la sonrisa de aquel hombre y por la luna llena. No intercambiaron más que dos palabras antes de recordar la bujía y a su padre, pero ya no pudo sacarse al músico de su cabeza. Y al día siguiente, a la hora del crepúsculo, lo volvió a encontrar en el camino. “¿Quieres cantar conmigo?”, le dijo, “nunca he oído una voz más preciosa que la tuya”.
Cantó para él, se enamoró de él. Su cuerpo fue guitarra entre aquellas manos, flauta de caña dulce entre aquellos labios, juntos recorrieron todas las notas del pentagrama. Y siempre el fuego, el fuego de los rastrojos como escenario. Ellos ya eran llamas en los brazos del otro, llamas creciendo cada vez que se abrazaban.
Salima nunca le habló a su padre de aquel hombre, nunca le dijo lo que le hacía retrasarse a la cita con él, y ella aprendió a improvisar excusas tontas para no levantar las sospechas de su padre. ¡Cómo se le paralizaba el corazón cuando él le hablaba de aquellos vagos del cañaveral!: “No me gustan esos caribeños. Sólo quieren dinero para seguir adelante, están de paso, vienen y cogen ese trabajo o cualquier otro, el que les ofrezcan, pero no hacen nada bien, porque no es un trabajo que quieran retener, a mí me dan más tarea de la que alivian, sólo cantan y beben, creo que es mejor que no te acerques por allí, ya buscaré yo la manera de llegar a casa por mi cuenta”. Salima protestaba. “No, papá, soy tus ojos, siempre te he ayudado y no voy a dejar de hacerlo”. Pero su padre era inflexible.
Ella no podía escapar como antes. El caribeño la buscó por un tiempo, pero luego, al perderle la pista se fue olvidando de ella, no hubo mucha pena por su parte, sólo estaba de paso…
En secreto se conformaba ella con verlo en sus sueños, feliz como siempre, con su sonrisa blanca de luna llena. La pena que sufría era tan inmensa que dejó de cantar. Un pajarito sin voz, la llamaba su padre, ajeno al mal de amores que callaba a su preciosa hija.
Unas semanas más tarde, lavando la ropa en un riachuelo en dónde se reunían otras mujeres del pueblo, Salima oyó que hablaban de aquel músico. Su excitación inicial por tener por fin alguna noticia se convirtió en profunda pena. “Se fue”, decían, “huyó nada más enterarse del percal, no quiso hacerse cargo de la chica ni de lo que va a venir en unos meses”.
Las mujeres siguieron hablando de aquel caribeño bien plantado, de los estragos que sus pasiones habían ocasionado, de las muchas conquistas que había dejado desconsoladas, cuando sin más equipaje que el güiro se le vio coger el transbordador río arriba hacía lo desconocido. Había cierto encono en las palabras de algunas de ellas, posiblemente hablara el despecho de otra presa abandonada. “Ese no es más que un desgraciado, un mentiroso con labia, ¡maldita sea su estampa!” Salima también lo maldijo secretamente, y las llamas de su corazón se volvieron volcán rugiente aunque el llanto terminó por apagar su fuego pero no pudo frenar  lo que crecía en su vientre.



Música: Jehro-Salima

jueves, 20 de febrero de 2020

Fifi


Fifi Bigotes Blancos era un gato gordinflón de color gris. Fue adquirido en la tienda “Pelitos” cuando la señora Rosita se enamoró de ese angora turco que parecía una perla de río, tan esférico, tan gris, con esos ojos de verde lima encendido, y lo compró. En la tienda adquirió un collar que nunca le pudo poner, una cama-cuna, comida, algunos juguetes con cascabeles y un cepillo de púas que Fifi aprendió a odiar con todo su ser.
La señora Rosita lo bañaba en la pila de fregar los platos, algo a lo que Fifi se resistía con enérgica violencia, odiaba el olor de las tuberías, a repollo pocho y desecho, y consideraba una ofensa a su porte y distinción ser lavado en un lugar tan denigrante como un fregadero, por eso siempre intentaba escapar por la ventana, pero cómo estaba tan gordo nunca podía irse muy lejos, pues no pasaba por la ventana.

martes, 11 de febrero de 2020

Salada


Maruca  Churruca tenía un trabajo muy curioso, era catadora de pipas. Su misión era testar el nivel de sal, lo que le dejaba la lengua seca como la mojama. Tanto así que a veces ni segregaba saliva y se quedaba sin poder hablar horas enteras. 
Maruca vivía sola en un piso alquilado. Todas las mañanas bajaba en ascensor hasta el portal del edificio y atravesaba el parque otoñal para llegar a la parada del bus. Reservaba saliva porque sus días eran duros y largos, así que saludaba a los hijos de sus vecinos con la mano, batiendo sus dedos como mariposas. A los niños les divertía, y a los padres les intrigaba el que nunca tuviera palabras. Maruca se las ahorraba porque siempre le salían saladas, cuando lo que hubiera querido era todo lo contrario, y no le gustaba sentirse ácida, ni mordaz, ni picante. 
Palabras, voces… tenía todo un catalogo guardado, un emocionario preparado, a punto, pero no resultaba, todo salía gustativamente salado, iónicamente su lengua trasmutaba el mensaje, y Maruca se sentía traicionada por su lengua que hubiera querido que fuera alada como sus dedos diciendo “hasta luego niños” a los hijos de sus vecinos, pero que era salada y sódica como el agua del mar.



Música: Los buenos-Vetusta Morla
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