domingo, 26 de abril de 2020

Esenciales (3)


Las primeras luces clarean la ciudad, se arrastran por debajo de la persiana, acaban filtrándose en su dormitorio, el amanecer siempre llega, no es un eslogan del señor fantástico, es que así funciona el mundo. Que siga habiendo cierto orden natural, aunque sea en la hora en que amanece, le proporciona tranquilidad.
Malena ha aprendido a moverse por la casa compartida como un gato, sin hacer ruido, sigilosa. También ha aprendido a dejar su desgana y su miedo debajo de la almohada, a que no se le note que está agotada y asustada. Como cajera de supermercado está en primera línea del coronavirus, sus guantes, sus mamparas, sus medidas profilácticas se quedan en pañales para toda la carga vírica a la que puede estar expuesta, ni ella misma lo sabe. Han reducido el horario de apertura pero está trabajando más que nunca, sin embargo nadie premia su esfuerzo, su sueldo siempre ha sido bajísimo, pero la precariedad va mucho más allá de lo monetario. Está en los turnos extenuantes, en la demanda de proactividad de sus pagadores para enmascarar las multitareas de sus trabajadores, “repón mercancía, limpia, despacha fruta, no respires un segundo, que pueden pensar que te están regalando el sueldo”.
Malena se mueve a pie por la ciudad, su uniforme es como un salvoconducto, poco menos que la capa de Superman. A ella nunca le ha gustado; el polo lleno de bolitas por los lavados, los pantalones cargo con mil bolsillos donde aparecen chicles, notas, gomas de pelo, bolígrafos sin tinta, las botas reforzadas que tanto le aprietan… Es una chica presumida, pinta su boca de rojo aunque nadie repare en ello, las mascarillas ha enmascarado su sonrisa. Arregla sus uñas aunque se acaben rompiendo. Sus vaqueros viejos le quedan grandes, ella que tanto presumía de sus curvas no tiene tiempo de comer, quince minutos de descanso que se quedan en diez, en cinco, y que nunca le dan a tiempo, no hay nadie para sustituirla, ni siquiera para ir al baño.
Malena suele doblar turno, ella nunca dice que no, tiene que mandarle dinero a su madre, tiene que ahorrar. Le gustaría dedicarse a otra cosa, aunque tampoco lo tiene claro. Mientras tanto trabaja en la caja. En su tiempo libre se evade haciendo tiradas de tarot, las cartas son como ancestros con mucho que decir, y a ella le gusta escuchar. Otra cosa que le gusta son las baladas, se emociona cantando, aunque le da una vergüenza horrible que la oigan.
A Malena no le desagrada el trabajo, aunque últimamente eso ha cambiado, no soporta a la gente que rompe la barrera, ni a esos que lanzan las monedas con asco, ni entrar en un debate inútil con los ancianos que vienen todos los días a comprar dos cosas cuando están dentro de la población de riesgo, no le hace ninguna gracia esa gente de humor dudoso que le tose o estornuda encima sólo para hacer el chiste, ni puede con los comentarios malintencionados de las marujas que le dicen con tonillo eso de que por lo menos tiene trabajo.
A veces disimula la humedad de sus ojos, y la frustración, porque con los guantes puestos tampoco puede enjugarse los ojos. Semanas atrás le hacía gracia atender las llamadas alarmadas de los que creían que el desabastecimiento había llegado al papel higiénico, ahora a los que llaman con el mismo cuento tiene ganas de chillarles que sí: “Sí, claro que queda papel higiénico y cuando no llegue nada mas os lo podéis comer con un poquito de sal, al gusto eso sí, que si no se sube la tensión”.  Aunque aún más estresante es estar todo el día respondiendo a la razón de que no quede tal o cual cosa. “¿No vas a reponer?”, preguntan como si dieran por hecho que ella tiene que estar a mil cosas. “No, las estanterías están así para que les dé el aire”. Lo peor es que algunos se lo creen, cómo si la gente se estuviera acostumbrando al cinismo.
A pesar del aforo limitado se agolpan en su mostrador, Malena está cansada, y le pide a la mujer que se ha acercado más de la cuenta si se puede poner detrás de la línea. Ha sido educada, sin embargo el rostro de la desconocida se desfigura hasta tal punto que pronto empieza a proferir insultos y humillaciones contra ella. “Hedionda y apestada serás tú, si esto te jode haber estudiado, gilipollas de mierda”. Por un segundo Malena cree perder la entereza, ya ha tragado demasiada mierda, lo ha oído pero siente la mirada de su supervisor clavada en ella, y haciendo de tripas corazón hace cómo si no pasara nada y dirigiéndose a la cliente le pregunta si necesita una bolsa.


Música: Rozalén-Aves enjauladas

miércoles, 22 de abril de 2020

Esenciales (2)


Su radio-despertador perteneció a su padre, Martín lleva oyéndolo sonar 30 años, programado para encenderse con su emisora favorita que ahora está centrada en pasar partes de actualidad sobre la pandemia. Es un despertar crispado, desagradable, que le oprime el pecho. No es lo mismo levantarse con Marvin Gaye que con la cifra de contagiados. Ya desde ese momento su ánimo se tiñe de gris, no se colorea ni cuando su novia, a su lado en la cama, le rodea con los brazos la cintura desnuda, ni cuando se detiene en su nuca para aspirar con cariño el olor de su pelo revuelto. Él tiembla, por muchas cosas, frío, miedo, amor, y se aprieta contra ella que se endereza para dejarle llegar a la ducha, liberándolo del secuestro fallido de todas las mañanas.
“Hoy no tardare”, son las falsas promesas que rompe todos los días. Martín es policía y con frecuencia los operativos en los que se ve envuelto pueden complicarse demasiado. Ella ya no le pide que lo jure, sería un gasto de saliva inútil, y al momento le oye bajar a la carrera los tres tramos de escalera hasta la calle. Tan rápido se va que, sin querer, le da una patada a su bici de montaña, hace demasiado que está ahí, al lado de la puerta, cómo diciendo algo, con las ruedas desinfladas. No quiere detenerse demasiado pero se da cuenta de que el barro seco de las llantas le ha dejado una mancha en el pantalón oscuro. Ese barro tiene historia. Los caminos ya han tenido tiempo de secarse al sol de la primavera, pero ese barro aún es una huella del invierno, de antes de que todo se detuviera.
Martín va en coche al trabajo, así que acelera un poco, jugueteando con el dial de la radio, que salta nervioso por voces, ecos, hasta que encuentra la música con la que viajar fuera de todo esto, de la gravedad y la incertidumbre.
Dentro del coche policial asignado no suena nada que no sea la emisora policial o los avisos de emergencias y protección civil, a veces hay interferencias, cacofonías que no quieren decir nada pero que parecen mensajes del más allá. “¿Me copias?” Pero él se ha desconectado de la rutina, hasta que reciben un aviso y las sirenas rompen el techo de sus tímpanos.
Ya ha desbaratado algunos bares ilegales abiertos en garajes, o gimnasios que operan de extranjis a puerta cerrada, ya ha tenido que disolver misas y orgías, y tenido que multar a bañistas y ciclistas que egoístamente se saltan el confinamiento porque se creen por encima del virus, de las normas, del bien común, ya ha visto demasiada picaresca, demasiada desobediencia, demasiados irresponsables insolidarios, ya ha tenido que mediar en peleas conyugales, en agresiones, robos, asaltos, pero lo peor es la gente que se resiste.
Martín está preparado para actuar, no con guantes ni mascarilla, eso no se lo enseñaron en la academia, pero está entrenado para la gente que pierde los nervios. Cómo ese loco de esa tarde, ese que dice que si se acercan les va a escupir en la cara. Martin sabe que hay muchos enfermos que se escapan de los hospitales sin que les den el alta. ¿Puede este ser uno de ellos? El tipo está amenazando al empleado de una gasolinera para llevarse todo lo que quiere.  Tiene una actitud chulesca y agresiva. Se jacta, diciendo que está infectado y que va a hacer que mueran todos. En cuanto tratan de reducirlo, colocándole una bolsa de plástico en la cabeza, éste consigue lanzar algunos proyectiles de saliva, que desafortunadamente van a estamparse en la cara de Martín. Se le encoge el estomago, asqueado de lidiar con delincuentes, con tramposos, con esa maldad gratuita que es la que hiere al mundo, la que lo enferma.


Música: The Heavy - What Makes A Good Man?

domingo, 19 de abril de 2020

Esenciales



“Otro día en la lucha”, pensó, lanzando un bostezo al techo, el mismo techo que había estado observando horribles minutos sin reunir las fuerzas para salir de su cama. “Catatónica”, se diagnosticó a sí misma con humor. “Catatónica e hipóxica, bonita enfermera estoy hecha”.
Manuela pertenece al colectivo sanitario, uno de los que recibe aplausos cada tarde pero al mismo tiempo miradas asqueadas por parte de algunos vecinos del bloque. Su trabajo con enfermos del covid19 la ha convertido en una intocable, en el miembro de una casta paria, uno de esos que debido a la impureza y contaminación de su ocupación deben aislarse en la otra orilla, dónde nadie ose pisar su sombra. Esa hipocresía le repatea, pero no tiene tiempo de enfadarse. Su agotamiento es más que físico, sus días son largos igual que sus noches, pero no puede detenerse en tonterías, la gente sigue muriendo.
Manuela no aplaza la alarma despertador de su teléfono móvil, entre otras cosas porque siempre se adelanta a la hora. No duerme bien, come con prisas. En el lavabo se limpia los dientes con un cepillo violeta que le recuerda al de su hija que vive lejos, con su ex. Sus ojos se nublan por un segundo, pero tiene que centrarse, es mejor así, piensa, buscando en el armario ropa limpia. Ya no se mira en el espejo. Antes de salir hacía la parada recuerda el bote de vitaminas, gira, lo busca de forma autómata, luego engulle dos comprimidos que mastica pesadamente y se va al hospital. 
El trayecto en bus dura treinta y cinco minutos, nadie se sienta a su lado, no pueden, pero a dos metros de distancia tampoco hay nadie, es la única usuaria, y a veces le parece que también lo es del mundo, que no hay nadie más a bordo del planeta, que esa hilera de edificios llena de ventanas y balcones están igual de vacíos que esa calle desierta, dónde sólo corren las hojas de los árboles. Y es en ese momento cuando peor se siente, tratando de vislumbrar alguna señal de vida en alguna parte, algún resquicio de normalidad, pero no lo hay. Y de pronto ha llegado al edificio gris, soberbio e imponente, dónde las ventanas sí que parpadean llenas de lucecitas, no son lucecitas agradables, las acompañan pitidos y goteos.
Obligatoriamente tiene que garantizar la salud y seguridad de los usuarios de su planta, también el de ella misma, así que debe llevar a cabo el protocolo de ponerse el equipo EPI. Ponérselo no es tan peligroso como quitárselo, de eso es consciente; polainas, bata, guantes, mascarilla, gorro, gafas... Se siente como una oruga que nunca llegará a convertirse en mariposa. Le cuesta respirar. Ya está acostumbrada al gel hidroalcohólico, que cada día se le hace más intenso, más cargado e industrial. Ese olor se mezcla con el de su propia respiración. Su aliento aún es fresco tras la mascarilla, ese filtro de cafetera como le dicen sus colegas que parece un salvaslip sin pegamento, ella por suerte aún no siente sed ni ganas de comer. Pero las horas se amontonarán, y su boca, su aliento, su garganta, parecerán un trapo usado.
En las habitaciones todo es frío, aséptico, los enfermos la miran como a un robot, así se siente; un ser mecánico, distante, sin nombre ni voz, sin identidad. Quiere apretarles la mano, sentarse a su lado, quiere sonreírles, aunque no haya motivo, pero sabe que no lo notarían, pues sólo pueden ver ese trozo de tela, esa mascarilla que lleva demasiadas horas puesta y que ya le ha robado su personalidad.
No lo sabe aún pero van a hablar en las noticias sobre esas mascarillas por televisión. Ya es tarde cuando, abatida, lee por Twitter que su capacidad de filtración solo dura tres minutos y medio. Sanidad está ordenando su retirada. Ella ha llevado casi doce horas eso en la cara, a pesar de la ducha caliente, el vapor, del jabón resbalando en un ramillete de encaje por su rostro, aún tiene la marca del elástico en la mejilla, y no puede llorar, está demasiado cansada para hacerlo.

SEGUIRÁ...

Música: Boikot-Resistiré

lunes, 13 de abril de 2020

Nos besamos



"Dentro de mi boca, más bien sobre mis labios, había algo, un peso, una sombra, una sensación abrasante, un recuerdo de palabras.
Mis labios, entumecidos, insensibles, tiernos, casi abiertos, sentían haber perdido una función importante: el cargo de articular palabras.
Mi boca ya no servía sólo para comer o hablar.
Mi boca era un templo, un lugar de deleite para su boca amante, esa boca suya, fresca y de dulzor refrescante que curiosamente me abrasaba el alma.
Y sólo su boca desnuda lograba desarmarme.
Juntos, apretados, en un menú de bocas que confortan, que llenan y sacian, íbamos rubricando sin palabras sobre la pulpa de esa fresa que no perdía su aroma ni su sabor. Nuestros labios se tocaban, llevaban haciéndolo horas, destilando gota a gota y poco a poco toda la grana que había en su rojo.
Nuestros labios apretaban, mordían, cantaban, sellaban, trazaban, silbaban, serpeaban, marcaban. Con la huella desgastada y ya sensible nuestras bocas se separaban, sólo para que el aire entrara a raudales entre nuestros espacios".

Extracto de "Atención pregunta", una historia que escribí hace un tiempo, y que hoy rescato para celebrar el #díainternacionaldelbeso. Forma parte del capítulo titulado "¿Por qué nos besamos?", y en ella la protagonista se cuestiona la razón de unir nuestras bocas, ¿no sería lo mismo  chocar las manos, juntar las orejas, soplarnos la cara o acoplar hombro con hombro
Obviamente no, ¿verdad?, ¿tú que opinas?



Música: Zoé- Bésame mucho

sábado, 4 de abril de 2020

Parcelas


Ya era una observadora silenciosa mucho antes de serlo por obligación. Debido a la inesperada pandemia a la población se la obligó a ejercer un confinamiento forzoso que enclaustró a mucha gente al tamaño de su parcela, pisos estrechos, casas desoladas, dúplex con jardín, metros cuadrados para salvarse del invisible pero peligroso virus para el que nadie estaba preparado.
Mirar a través de su azotea se convirtió en un grato espectáculo para ella. Y esas personas que apenas conocía empezaron a formar parte de su vida. Esos vecinos desconocidos que nunca habían tenido nombre fueron llenando sus horas, en el pasatiempo de mirarles.
Primero hacía un barrido con los ojos, como pasando lista. Si ella estaba, le gustaba mirar primero a su vecina más cercana. “Esa flor ha crecido, el tallo está más alto”, parecía que decía la mujer de los guantes amarillos y el pañuelo rojo en el pelo que se reclinaba ante sus macetas cómo una jardinera dedicada y meticulosa. Seguro que lanzaba piropos a sus plantas pues era evidente con cuánto interés y expectación las admiraba.
Esa misma expectación se la despertaba a ella los esbeltos dedos de un pianista virtuoso a dos casas de la suya. Lo único que se veía de él en aquel gran ventanal con cortinas blancas eran sus rápidos dedos, y ella sabía que era un chico porque a veces, por encima de las notas, le llegaba su tímido canto. ¡Qué bonito tocaba!, y a veces con que pena.
En el patio de la casa de abajo corrían varias gallinas parduscas. Pitas, pitas, coc, coc, coc. Un cubo de madera lleno de pienso había quedado abandonado a merced de las revoltosas gallinas como precipitadamente, la causa, seguramente, tenía que ver con ese humo espeso que salía por una puerta vieja y desgastada, y por el olor a pan quemado que flotaba en el aire, tanto, que no tardó en ser testigo de  las carreras de la mujer de pelo gris en el interior de una nublada cocina.
En la otra parcela un perro ladraba a un mirlo posado en la rama de una higuera fértil, la ropa tendida deslumbraba, casi transportando un embriagador olor a limpio.
Cortando la línea del horizonte estaba ese edificio punteado de ventanas tan borrosas en la distancia que sólo por la noche parecían cobrar vida, cuando parpadeaban luces encendidas, naranjas, cálidas, cual guirnalda de luces para una fiesta en una noche de verano.
En un balcón colgaban preciosos helechos y un collar de cuentas bailaba y cantaba con el viento, ¡que peculiar serenata producía con la respiración del mundo!
Alguien silbaba, pero repetía canciones. Luego de un rato se le oía decir: “¡Guapa, guapa!” Que ligón era ese loro parlanchín.
En una azotea próxima unos chicos hacían deporte con unas palas de pádel. Casi al lado, una señora con rulos limpiaba el cristal de un ventanuco. En el último piso de la casa de al lado una chica delgada con pelo del color de la miel dibujaba un corazón en un papel en blanco. En la ventana de abajo otra chica de aspecto similar tecleaba en una vieja máquina de escribir historias que pretendían ser cómicas, y sonreía soñadora, poniéndoles nombre a sus protagonistas.
¡Miauuuuuu! El gato que se había escapado de la casa del patio cruzaba el tejado a la carrera, desapareciendo entre el follaje de un campo de tréboles del descampado de atrás.
De pronto olía a sofrito de cebolla. Y ella, aún subida en su atalaya, recordó sus pies recorriendo el huerto para rapiñar una ramita de hierbabuena con que alegrar la sopa de fideos.
Ya no crecía la hierba en la veredita que llevaba al columpio donde cinco niños traviesos peleaban, al tiempo que el motor de una moto encerrada en el garaje parecía un carraspeo.
Que curioso se le hacía a ella ver a todos en su parcela, cada uno en su propio espacio, en ese perfecto escaparate para el observador lejano. Le intrigaban, y empezó a pensar en sus historias, en los nombres de toda esa gente. Se los inventó. Les puso sus propios nombres, y bautizó hasta el gato. ¡Que cerca estaban esas personas, pero que lejos también! A la mujer del pañuelo rojo la llamó María. María sólo quiere ver el mar, no sabe nadar pero le apetece tocar las olas con la yema de los dedos y dibujar su nombre en la arena. La mujer de pelo gris  se llama Jimena, se despista pero no quiere olvidar lo importante, la fecha remarcada con rotulador verde que se adivina en el calendario de la cocina. El chico del piano se llama Ernesto, un día dejó un pañuelo olvidado en la casa de su profesora, no sabe que la hija adolescente de ésta lo encontró y desde entonces lo usa de diadema, pues le gusta el olor que deja en su pelo. Para él es el recuerdo del último cumpleaños con su madre, ojalá pueda recuperarlo, es lo que piensa nostálgico, deslizando los dedos por el teclado del piano. La guirnalda de luces es de la habitación de Eva, de tres meses. Su madre, Estefanía, está loca porque llegue la hora de volver a clases, quizá el próximo trimestre, si vuelve la normalidad, pero no sabe si podrá. El loro se llama Walter, también tiene un sueño, fantasea con una selva llena de palmeras, pero vive en una jaula. Los chicos que juegan, David y Raúl, solo piensan en esos momentos normales ahora tan extraordinarios que han dejado de ser ordinarios, como quedar en la plaza. La señora de rulos, Maribel, anhela la belleza poética de un atasco con lluvia. Diana, la enamorada,  se pasa el día pensando en ese corazón de papel que no puede latir como el de la persona que anhela abrazando su cuerpo con necesidad y entusiasmo. Lucía, soñadora, escribe sobre el humor porque le hace llevadero el sentirse lejos, sola, aislada, se muere por ir al teatro, a reír, y a oír más risas, sonoras, estridentes, cerca de ella. Con los cinco niños se lució, quería que todos sus nombres comenzaran por A, y cómo son niños, se imagina que lo único que desearán será volver al colegio. Tantas son sus fantasías, que incluso cree que ese motor ronroneante de la moto tiene un deseo, llegar a la luna, porque necesita kilómetros por delante.
Ella también se muere por hacer más kilómetros, por saber más de la gente que vive en esas parcelas, por dejar de espiar, por romper la barrera. Y esa tarde, sin dudar, se acerca a la tapia que separa su casa de la del vecino, encarama un pie sobre una piedra, se asoma, y dice, hola…


Música: Foreigner-Girl on the moon

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