martes, 21 de enero de 2020

Rojitariana



Su larguísimo pelo era una cascada oscura y ondulada que casi tocaba su cintura. Sus ojos siempre se ocultaban tras gafas negras o verdes, cuatro kilos de rímel y lápiz negro remarcaban unos ojos ambarinos que cambiaban de color según el nivel de hambre. Se hacían rojos en las cotas más bajas de energía y amarillos cuando las presas abundaban, que no era muy a menudo. Ella era esbelta por naturaleza pero casi siempre estaba hambrienta. La base de su dieta eran pelirrojos, chicos flacos, pecosos, pálidos, ¡le encantaban estas cualidades en un hombre!, le resultaban realmente fascinantes. Para tratarse de un súcubo era bastante exigente, no le servía cualquiera, era un principio arraigado en lo más profundo de su ser, tenía un fetiche con el rojo, siempre el rojo, el color de la sangre y la vida, del poder, un símbolo de fuego y destrucción pero también de vida. El rojo fue uno de los primeros colores que el hombre primitivo supo confeccionar en forma de óxido de hierro, siempre relacionado con la maduración y la regeneración de todo ser u obra. A ella le estimulaba en su fuerza y despertaba su deseo de lo prohibido, de lo peligroso, era también el color preferido de su padre, y una verdadera panacea demoniaca, por eso siempre se iba tras hombres de cabellos escarlatas como toda una purista.
Micalaisa no vivía como un demonio aunque lo era. Tenía 367 años lo que en apariencia humana venía siendo algo así como 25 años, los justos y necesarios para pasar como una estudiante o como una violinista roquera, que era en realidad su profesión en el mundo, su tapadera era la música. Hacía mucho tiempo que había sido desterrada del lugar donde habitan los demonios, que si te lo estás preguntando no es en un lugar concreto, porque hay lugares malditos por el terror y marcados por el miedo, y esos sitios existen pero también se crean. Micalaisa no vivía en una cueva, ni en una sima, vivía en un apartamento alquilado que había decorado con muebles suecos. Tenía amigos humanos con los que compartía charlas góticas y gustos siniestros, porque hasta en la naturaleza hay leones que se hacen amigos de las cebras. Ninguno de ellos la había visto jamás sin sus gafas aunque fueran las once de la noche. Pertenecía a una banda, y tal era la fascinación de su presencia, que su figura despertaba pasiones e instituía legiones de seguidores. Era fácil ser un súcubo siendo una violinista de gira musical por el mundo. Irlanda y Escocia eran sus destinos favoritos, y estaba pensando muy seriamente fijar su residencia en Islandia, una islita gélida repleta de cañones y geiseres donde el diez por ciento de la población tenía el pelo como las zanahorias, que a propósito, también eran la base de su dieta “humana”. España no estaba mal para vivir si es que tienes gusto por el sol, pero ese lugar la estaba matando de hambre, lo cual era realmente ridículo para el padre de Micalaisa.
-No quiero discutir lo que eres, lo acepté el día que me confesaste tus preferencias, pero hay cosas de las que no te estás dando cuenta, cada día que pasa tus poderes merman, tu vida se acorta, tu fuerza se pierde –el rostro del padre de Micalaisa se definió del todo en las llamas azules de la lumbre de gas, la manera habitual de comunicación de los demonios modernos-.  Come hija mía, eres superior pero te estás poniendo al nivel de esos humanos diabéticos.
Su padre quería decir vegetarianos, pero se le hacía más divertido decir diabéticos porque pensaba que lo de su hija era una enfermedad, como lo era la diabetes, y no una preferencia, un gusto, un principio, un estilo de vida, como lo era ser vegetariano.
Micalaisa estaba harta de sermones, él nunca la entendería.
-Papá, corto. Mis compañeros de piso se mosquean cuando la bombona del gas se queda vacía, lo que pasa muy a menudo gracias a ti y tus llamadas intempestivas, ¡vamos a tener que comprarnos un móvil como todo el mundo!
-Me niego a darme de alta en cualquier empresa telefónica, ¡no he caído tan bajo…aún!
 -Voy a mudarme pronto –soltó ella con poca paciencia–, sí, a un lugar con chimenea, no te preocupes... podremos hablar a través de las llamas como hacen los demonios normales…
-¡Por fin! –suspiró su padre–. Estaba a punto de declararte la oveja blanca de la familia, ¡que disgusto…! Y a propósito, ¿adónde te mudas?
-Te lo comenté papá, una vez, ¿lo has olvidado?, ¡a Islandia!, me gustan sus volcanes…
-¡Sí!, y sus pelirrojos  -la interrumpió él jocoso–. Pero me parece estupendo, allá podrás recuperar tu salud, dejaré de preocuparme por lo que comes.
-¡Grrr, hay que ver cómo eres papá!, que ya no soy ningún diablito en pañales…
-¡Para mí siempre lo serás!, y ya verás cuando te salgan los cuernos –le oyó decir Micalaisa a su padre antes de quedarse sin gas.
Girando la llave para cambiar la bombona con gesto distraído, reconoció que se moría por verse ya con cuernos, a su edad estaban tardando en salir, y no podía dejar de pensar que su dieta había tenido mucho que ver. Y por un momento, en su interior, a su pesar, terminó dándole la razón a su padre, sí a regañadientes, pero él estaba en lo cierto, nunca sería un súcubo cómo debía ser, ni una demonia completa con tantas melindrerías.   


Música: Wasted- Mazzy Star

miércoles, 8 de enero de 2020

Enamorado



A Miguel le sacudió un temblor que le erizó los pelos de la nuca. Iba en bicicleta por el carril bus del centro de su ciudad, soñando despierto, atrapado por la miel de sus recuerdos con Carmen. El temblor, ya te lo adelanto, no era precisamente de frío. Los días se habían amontonado en puestas y pospuestas de sol y de planes, pero él no podía olvidar ese aliento caliente posado en su nuca desnuda, respirando sin asma pero con dificultad el vello y el sudor de su piel. Nudo de cuerpos, almas que aplauden juntas, música celestial que murmuraba y retumbaba en su tímpano, aporreando ahí, en el centro exacto, haciéndole estremecer, creándole adicción. ¡Qué vicio era sentir el corazón crecido, inflamado por la felicidad de sus caricias! Todo su ser clamaba por un contacto, el de esa boca sobre su boca, por lo que casi no veía las líneas rectas de esa carretera que le iba a llevar hacía ella, prefería ir silbando, canturreando, improvisando versos como todo un Shakespeare de pacotilla:
“Que maravillosas las líneas que dibujaban tu sonrisa, que preciosa arquitectura la de tus tupidas pestañas, tu iris dorado es cómo un templo que flota sobre las rocas en un acantilado lleno de nubes mecidas por un viento suave. Allí quiere este peregrino vivir para siempre. La luz que desprendes enciende bombillas y me hace pedalear con ganas hacía ti. Ya voy en tu dirección después de estar pensándote toda la semana. ¿Y tú?, ¿estarás igual de ilusionada que yo sólo por la idea de verte? Me das un chute de electricidad, enciendes mi motor. Si yo fuese como tú las mariposas me seguirían en procesión, las margaritas se sonrojarían…”
Atravesó un cruce sin mirar, y sólo los pitazos de un camión le hicieron despertar, maniobrando con equilibrio para salvar la situación. La suerte le sonrió, y siguió su trayecto, confiado, sumido en empalagosos recuerdos. Hacía tan sólo una semana que ambos se habían declarado, y el amor le había hecho flotar en una nube todo ese tiempo. Menuda mofa se tenía su padre con la cara de panoli que se le había quedado; “eres un bobo y ya por fin la cara te acompaña”. Bien que se había burlado de su gesto soñador, quizá, creía Miguel haciendo de la duda sin evidencia sentencia, porque ya había olvidado lo que suponía estar enamorado.
“Él ya no hierve de pasión, ni siquiera recuerda el efecto que provoca la sangre caliente arremolinada en unas mejillas, ha metido todo eso debajo de la almohada igual que el pijama que usa todos los días”.
El camino se le estaba haciendo tan largo, y protestó cuando llegó a aquel semáforo en rojo. Intentó distraerse en el paisaje, en los rostros de los conductores, en la pena de la gota de la fuente del parque que caía lánguida por el grifo, en la alegría de los niños de los columpios levantando la arena con la punta de los zapatos, en el bullicio de las risas casi coléricas de los coleguitas de la plaza, en la olvidada rotonda de mas adelante y en su hierba rasa, en esa parejita acaramelada del banco…
Su garganta se convirtió en un arenal cuando en un destello la vio, allí, riendo con otro, besando a otro, haciendo con insolencia lo que una semana antes había hecho con él, enseñándole a besar. Y las margaritas se deshojaron cual vendaval, y las mariposas se trasformaron en murciélagos, y la bombilla se recalentó y explotó, y el templo que flotaba sobre nubes doradas en lo alto del acantilado cayó al vacío, rodando en ruinas hasta el fondo, ese fondo oscuro adonde se marchó su amor, y el corazón se le secó, y tiró al mar la llave de sus labios cerrados, y allí, esperando que el rojo se volviera verde, le creció una armadura de hielo y odio, y sintió pena del peregrino, ese que se extravió por el camino.


Música: Coti - La suerte

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