sábado, 27 de noviembre de 2021

Luna


 

Sólo ella me habla, a veces lo hace mirándome a la cara, entera y plena, llena de sí misma, y percibo que su voz denota gravedad, hay algo rasposo en ella, en esa voz cavernosa, cómo llena de ceniza, o tal vez sea escarcha porque a veces se muestra esquiva, dividida, cómo si tuviera otra cara, eso me perturba, la veo distinta cada vez, y cada vez habla diferente, no sé si es que está rota, pero se le nota herida, ha recibido muchos golpes, pero sigue, sigue girando, sigue existiendo y brillando. Me dice que haga lo mismo, que no me rinda, que no pierda mi carisma, mi esencia… No quiero, por supuesto, no quiero perder mi identidad, porque ella aún siendo cada vez otra distinta, conserva su embrujo, esa aureola atrayente y especial, ese poder influyente. Quiero parecerme a ella, ponerme roja, amarilla, blanca, quiero estar llena, aunque a veces me vea menguada o chiquita, porque sé que siempre volveré a brillar con todo mi esplendor, reinando en mi universo. Ojalá fuera como la Luna y no sólo serlo porque nos llamamos igual.

martes, 9 de noviembre de 2021

Mi sol


Me hundí en su pupila, entonces, caí en su interior como absorbida por un agujero negro. No había gravedad y aunque flotaba en ese espacio neutro, caía, sentía el vértigo y la velocidad en mi rostro, comprimiendo mi cuerpo, mis pulmones, mi corazón, mi estómago. Un viaje hacia ese negro azabache bordeado de un iris furioso que era un mar verde y azul, brillante como mil soles, cómo cien diamantes juntos. Iba a chocar contra su pupila sin casco de astronauta, sin máscara de oxígeno, pero no choqué, entré dentro, dentro de esa mirada llena de estrellitas, sucumbiendo al misterio que desprendían sus ojos, que me llevaba en un viaje galáctico a las profundidades de una grandiosa galaxia. Por un instante mi propia pupila se dilató, y por allí se escaparon las mariposas de mi estómago, mariposas que se hicieron estrellas fugaces, fuegos artificiales.

Por un segundo compartimos fuegos.

Nunca me sentí más plena, más eufórica, más alegre y triste a la vez, con una mezcla plasmada en la cara de sonrisa boba y lágrima helada, tatuando en mi rostro alguna señal de amor, deseo, esperanza, tantos sentimientos cómo universos. Exploré su cara con las manos. En plena penumbra me pareció percibir que él también lloraba. “¿Por qué?”, pregunté. Él respondió: “Porque hace mucho que no encontraba un sol como tú”.

martes, 19 de octubre de 2021

Hasta que la muerte nos separe

 


La locura nunca es buena, es una masa aterradora que pulsa y late y oprime y anega, e incendia con saña devoradora el cerebro y las ideas. La locura puede ser transitoria, un momento aislado, una taquicardia puntual que termina pasando, un sofoco que se termina aliviando con una respiración profunda. Pero hay muchos tipos de locuras. Locuras imparables cuando entran en combustión…

La locura que la dominó aquella noche había sido causada por el dolor, un dolor tan intenso y tan profundo, que ocupaba todo su ser. Al ocuparlo todo no quedaba espacio para la cordura, la precaución, ni el juicio.

Sin miedo, aquella noche clara, corrió veloz hacía el cementerio, el lugar de reposo de su querido amor, ese hombre arrancado de la vida demasiado pronto. Saltó la tapia con una agilidad que nunca había tenido, poseída por sí misma, por esa masa que apretaba su cerebro, una masa obscura que había viajado hasta su estomago, y allí había caído, en sus entrañas, como una losa negra.  No podía respirar, sólo podía sentir, sentir el dolor y las ansías, el dolor en toda su intensidad.

Corría la madrugada en sus horas centrales, todo era silencio, como si hasta los árboles que cercaban el cementerio estuviesen hechos de cantería, petrificados como las estatuas de algunas tumbas.  Una azulada neblina reptaba entre los panteones y los nichos, trazando en el aire fantasmagóricas formas. Ilusiones tal vez, o realidades, pero era incapaz de discernirlo. Su cabeza zumbaba como una colmena, un bullicio sordo que solo existía en sus sienes. La luna llena alumbraba lo suficiente. Encontró la lápida que buscaba, nueva, con una inscripción muy escueta: un nombre que había amado y dos fechas, nacimiento y muerte. Imaginarle allí debajo dentro de una caja, tan cerca, la desquició. Y empezó a arañar la tierra con sus manos, loca de pena, de nostalgia, de deseo y de ira. Gritaba su nombre, lo llamaba a voces. ¡Estás tan cerca amor mío!, repetía, ¡tan cerca de mí! Quería verlo, quería ver su rostro, tocar su cuerpo, volver a sentirlo una vez más. No muy lejos de allí encontró algunas herramientas de sepulturero, entre ellas una pala, y empezó a cavar, horas, enferma de melancolía. Nadie la detuvo, el guarda que vigilaba el camposanto de noche, dormitaba una borrachera de cerveza tendido en el mármol de un asiento de los jardines, y no escuchó nada. Tres cuartos de hora estuvo sacando tierra, víctima de una posesión frenética, hasta que el metal de la pala tocó madera.  ¡Clock!, resonó. La ansiedad que sentía se intensificó. El amor de su vida llevaba muerto un mes, y ella sabía que si abría su ataúd lo que encontrase no se iba a parecer a la persona que recordaba viva, sana, feliz, quiso mentalizarse antes de atreverse a abrirlo. Cuando finalmente levantó la tapa del ataúd se dio cuenta que la madera barata había cedido, un insoportable hedor subió hasta su nariz intoxicando sus vías respiratorias, el cuerpo de su amado estaba semicubierto de tierra y larvas de gusanos, o quizás de moscas, insectos necrófagos que no paraban de enroscarse y arquearse sobre aquella carne muerta. Retiró con ambas manos la tierra y los insectos, barriendo la suciedad del rostro de su amor, un rostro  frío, inerte, que a la luz de la luna devolvía una palidez verdosa y macabra. Las lágrimas se agolparon en sus ojos, y cayeron calientes en esa boca muerta, negra, que ella, arrebatada por el momento, besó. No lo pensó demasiado, le quitó el anillo de oro del dedo anular, le arrancó algunos cabellos, y a puñados en sus manos agarró unos cuantos de aquellos gusanos que vivían del cuerpo de la persona que mas amaba. ¡Asquerosos insectos!, bramó con asco dejándolos caer en el bolso que llevaba cruzado a la espalda, pero los necesitaba, esa fuerza viva alimentándose de ese ser muerto que aún adoraba. Eso había dicho la bruja curandera que le llevara, y eso le iba a llevar.


Llegó a la casa de la curandera aún de noche, un lugar de aspecto siniestro, ubicado en un páramo solitario. La curandera la dejó pasar, una mujer de edad indeterminada, con cabellera abundante de color rojo, rostro moreno, y ojos ardientes medio ciegos por las cataratas. De noche uno de los ojos, el que tenía peor, tomaba otro aspecto, velado completamente lucía casi blanco, mientras que el otro brillaba totalmente marrón, casi caoba. Solía decir que esa era la marca de las brujas que no han vendido su alma al diablo pero que no hacen sólo magia buena, y que había en ella una parte de luz y otra de oscuridad. Soy blanca y negra. La bruja al verla sin respiración y en aquel estado de nervios la sentó delante de la chimenea encendida, mientras le ofrecía un brebaje caliente. Ella temblaba de frío, de miedo, cubierta de tierra, sin rastro de cordura aún. Sacó lo que la bruja le había solicitado y lo dejó en la alfombra de caña, asintiendo con la cabeza a una pregunta no formulada. Sí, lo había hecho, había profanado la tumba, y ahora lo quería de vuelta, quería que ella le devolviera la vida.

Un montón de larvas de gusano se retorcían en el suelo viscosamente mientras las dos mujeres hablaban.

-Debo avisarte, lleva un mes difunto, quizás sea más fácil que tú inicies el viaje al mundo de los muertos que él regrese al mundo de los vivos –y con sus ojos señaló un frasco en la estantería de atrás. El frasco tenía forma de ampolla y contenía un líquido llamativamente púrpura, del color más raro, y más inusual de la naturaleza.

Los ojos de ella se prendaron del frasco, sintió horror y repulsa. Se imaginó a si misma dentro de una caja de pino, cubierta de tierra, con el rostro comido por las larvas, y negó  con miedo y angustia sintiendo como su corazón palpitaba al galope en su pecho.

-¡No quiero morir! –gritó egoísta–.  Yo sólo quiero vivir, pero con él a mi lado. Dijiste que podías ayudarme, ¡tráemelo de vuelta!

-Es muy peligroso, pero si es lo que deseas, tengo que alertarte –dijo con voz ronca–. La persona que regrese no será la que tú conoces, su carne ya está corrompida así que es inservible, así que él regresará, pero en el cuerpo de otra persona. ¿Estás dispuesta?

-Pero –murmuró temblorosa–, ¿él me recordará a mí?

-Sí, lo recordará todo, su vida en este mundo, pero también en el otro…

-¿Y cómo le reconoceré yo? –la interrumpió.

 -Una señal –dijo–, los que vuelven siempre tienen una señal debajo del ojo izquierdo, un lunar rojo…

-¡Hazlo! –le ordenó– Te daré lo que me pides, te venderé mi sangre, te prometeré mi primer hijo, mi alma, lo que quieras, pero ¡tráemelo!

-¿Es lo que quieres de verdad? –la tanteó la bruja con una pérfida sonrisa–. El mundo de los muertos siempre deja marca, haya acabado sus días en un buen lugar o en otro menos agradable, ¿quieres traerlo a este mundo aún sabiendo la carga que soportará dentro de sí?

-Mi amor le salvará de todo.

Perversamente la bruja asintió sosteniendo en sus dedos el anillo de oro, y luego, sin más, echó los gusanos a un caldero al fuego. El chirrido que emitieron  sonó a risa y a cascabeles.

El sol salió. Ella regresó a su casa, mareada, triste, cansada, quizás regresaba la cordura a su cuerpo, porque tampoco recordaba nada de esa noche con nitidez. Pero todo era muy raro, el sabor en su paladar, la tierra negra bajo sus uñas, y lo pequeña que se sentía ante otro amanecer, otro nuevo día.

Al llegar a la casa encontró la puerta abierta. Muerta de miedo descubrió que alguien estaba sentado en su cocina, esperando el desayuno. Era un hombre desconocido pero que la miraba con una fuerza conocida. Tenía una marca roja debajo de un ojo. No era feo ni guapo, no se parecía a nadie. La llamó por su nombre, una voz que nunca había escuchado, y unos brazos que nunca la habían rodeado la abrazaron, y una boca que nunca había besado la tocaron. Era el amor de su vida. Y celebraron su recuentro embargados por la emoción  de volver a tenerse el uno al otro.

El primer día todo funcionó, y el segundo, y el tercero, y el cuarto…

Al quinto día él empezó a tener pesadillas, a hablar en sueños, a mostrar sufrimiento.

Al sexto día aquel aliento se corrompió, aquella voz se agravó como si se hiciera de roca, y una sutil pestilencia pero perceptible acompañaba siempre sus palabras.

Al séptimo día había dos hombres dentro del cuerpo de su marido, uno que ella sabía que era bueno, y otro, que no conocía, pero que sentía monstruoso, cruel y desalmado.

Pasaron más días. Ella lo obvió todo, ciega a los cambios, ciega al dolor que había provocado.

-¿El amor es para siempre? –le preguntó él una mañana.

-El que tú y yo tenemos sí, mi amor, mi vida, mi cielo…

-¿Para siempre o hasta que la muerte nos separe? –susurró él observándola con dos ojos de hielo– Porque yo sólo firmé una parte del contrato y tú lo has incumplido…

Ella se sobresaltó. Él, al menos no de forma consciente que no fuera en sueños, jamás le había hablado de su muerte. Siempre había creído que su marido era la parte noble, el hombre bueno, hasta que volvió a hablar.

-Entonces si mi muerte no nos ha separado que sea la tuya la que lo haga.

Y eso fue lo último que le escuchó decir, antes de que se le abalanzara con una almohada hacía su cara.

  



jueves, 7 de octubre de 2021

¿Adicta yo?

 



(...)Ásperamente sentía la pastilla bajando por el tobogán de mi garganta. En algún momento tendría que llegar al torrente sanguíneo, y en cuanto se desmembrara por mis venas, perdiendo su arenosa acidez, todo empezaría a estallar, y el lacerante dolor se esfumaría.

Inmediatamente llegarían las oleadas, igual que fuegos artificiales llenos de color y misticismo. Colores que recorrían mis pupilas como disparados hacía el universo. Puntitos brillantes de luz que viajaban hacia mí creciendo a medida que avanzaban, trazando líneas, formas, sombras, figuritas que estallaban, que flotaban quietas consumiéndose en silencio, como la pólvora y el fuego en un beso breve y caliente. Primero la luz, luego el sonido. Primero el espectáculo después el eco.

Sólo había algo que aún no sentía anestesiado, que aún presionaba mis sienes: el peso de una vida que era un desastre, el dolor de las malas decisiones, eso que yo sabía que no iba a ninguna parte, esa tristeza vaga de la frustración cuando se instala. Me dolía y no sólo el pie. Me dolía tanto que me eché a la boca un par (mucho más de la dosis recomendada), masticándolas, triturándolas, abusando del tratamiento.

Esa vez entré por un túnel que giraba lleno de pintura brillante y sicodélica. Iba flotando, y de mis pestañas, y de mis dedos, y de las puntas de mi pelo salían rayos que se perdían entre nubes de colores. Las estrellas se arracimaban a mis pies, para luego propulsarme al espacio sideral.

Sí, así me dejaba la medicación, fuera de órbita.

Extracto de una historia por entregas que dejé de compartir en mi blog hace algunos años, y que titulé (muy extrañamente) #Atención pregunta...




miércoles, 22 de septiembre de 2021

Volcán en las entrañas



Vivo en un archipiélago volcánico, islas hechas de fuego, un fuego profundo, magmatico, primigenio. Tierra negra, quemada, forjada por las cenizas de erupciones pasadas, de erupciones vivas, nuevas, recientes. Hay fuego, aquí debajo, hoy hierve, pero ya no a escasos metros de la superficie. Nació el volcán, llegó con terremotos, explosión y humo estromboliano. Dejó tierra rota, luego piroclastos, fragmentos voladores, líquidos y sólidos incandescentes, y chorros de lava ardiente que van arañando y engullendo lo que encuentra a su paso, tiene hambre feroz.

Es un espectáculo aterrador y fascinante al mismo tiempo. Es sobrecogedor escuchar el rugido de la naturaleza, las entrañas del planeta expulsando destrucción que luego será vida, tierra nueva que se abre camino, abrasada por el calor apasionado de su concepción.

Bombas de fuego siguen brotando del nuevo cráter, nuevas bocas aparecen para liberar la presión y los gases, que ya han deformado el suelo. Los tremores sísmicos no paran. Con la oscuridad de la noche el volcán brilla rojo y naranja con un fulgor endemoniado, las cascadas de lava son heridas abiertas y sangrantes, las piedras que salen disparadas al rojo vivo parecen rubís cuyo centelleo no puede apagarse, toda esa fuente de energía irradia luz constantemente. En el subsuelo parece que hubiera una caldera trabajando a destajo para sacar más y más lava. Es un recién nacido, pero tiene mucha fuerza, aún hay mucho volcán en sus entrañas.

 



Estamos ante un momento histórico, -pues descontando la erupción submarina de El Hierro de 2011-, hacía casi 50 años, con la de Teneguía en 1971, que no sucedía una erupción de estas características.

El pasado domingo día 19 de Septiembre de 2021 a las 15.12 en el municipio de El Paso en la isla de La Palma, un nuevo volcán entró en erupción. Ya se sospechaba que pudiera ocurrir algún episodio volcánico desde que el sábado 11 de septiembre comenzara una oleada de terremotos (enjambre sísmico) que culminó con una gran e inesperada erupción. La mayoría de los sismos registrados a lo largo de esa semana (cerca de 20.000) habían sido de baja magnitud, provocados por la acumulación de 11 millones de metros cúbicos de magma que intentaba salir a la superficie. Los seísmos habían sido bastante superficiales, a profundidades de entre 1 y 5 km pero el pasado domingo se dieron a sólo un kilómetro de profundidad, es decir, prácticamente junto a la superficie, todo un indicativo, junto con la deformación del terreno, (elevación de más de 10 centímetros) de que el magma rompería la corteza por alguna parte.

Este volcán sin nombre no es un volcán al uso, es descomunal y no tiene un único cráter como el Etna o el Teide, sino que está compuesto por una sucesión de pequeños volcanes por lo que la lava puede salir por cualquiera de sus cráteres. Según informaciones del comité técnico de vulcanología de Canarias por el momento hay dos fisuras, separadas por 200 metros, por las que sale el material volcánico. Las zonas afectadas fueron  desalojadas por seguridad y que mantiene en vilo a los habitantes de cuatro municipios de esta pequeña isla de 85.000 habitantes

El nuevo volcán está ubicado dentro del Parque natural de Cumbre Vieja que ocupa unas 7.500 hectáreas y abarca seis municipios cuyo destino depende de la actividad volcánica. El parque fue creado en 1987 precisamente para preservar los conos y coladas volcánicas de las diferentes erupciones acaecidas en la zona desde la prehistoria, además de sus bosques de pinar canario y laurisilva.

Recordando la erupción del Teneguía, en los días previos a aquella última erupción de 1971, varios terremotos hicieron temblar también la isla de la Palma hasta que el 26 de octubre Cumbre Vieja volvió a rugir. El espectáculo de fuego en Teneguía fue grabado por las cámaras y aunque no fue destructivo, sí causó un fallecido por inhalación de humo. Fue una de las erupciones más intensas desde 1677 pues hubo otra en 1949 que arrasó campos de cultivo y viviendas tras el paso de la lava volcánica.

Cabe destacar que tanto La Palma como El Hierro son las islas canarias más jóvenes, y que aún están en fase de crecimiento, tienen volcanes y lógicamente tiene que haber erupciones. La única isla canaria en la que no ha habido vulcanismo reciente es La Gomera.

 









Fuentes;

https://www.visitlapalma.es/actualidad-erupcion-volcanica-la-palma/

https://www.elmundo.es/cienciaysalud/ciencia/2021/09/17/6143417b21efa0201a8b458e.html

viernes, 17 de septiembre de 2021

Las victorianas joyas de Rosalind Mallowan 6 (fin)

 


Lemoine clavó su mirada en él, sabía de sus artimañas con la póliza de seguros y la manera en que se lo había hecho firmar a su tía casi en su lecho de muerte. No era ético pero era completamente legal, y el que su infeliz esposa hubiera concebido el robo le había venido de perlas para sacar una futura tajada. De todos los miembros de la sala era el único que iba a conseguir alguna compensación. Aunque bastante tenía ya con el escarnio y los cuernos de su infiel esposa. El dinero parecía un digno consuelo después de todo.

-¿Quieren sentarse o hablamos de pie?

Ninguno se movió y Heracles prosiguió su discurso, que era lo que más le gustaba de su oficio, aparte de las conclusiones finales.

-Un veneno es cualquier sustancia que introducida en un ser vivo es capaz de producir graves alteraciones funcionales incluso la muerte. Y precisamente por esta causa es que murió Rosalind, ¡envenenada! –Buscó en los documentos una frase, una palabra clave–: ¡Y aquí está!, un clásico, causa de la muerte, arsénico…

-¡Eso no puede ser! –exclamó el coronel Scott–.  Perdón por dudar de su buen trabajo doctor Clarks o Banks, pero en la primera autopsia no pudieron encontrar ninguna causa concreta de la muerte.

-Perdone que le interrumpa –respondió el doctor–, pero ya que usted me ha mencionado es justo que le diga que la primera autopsia nunca se realizó, fue un montaje orquestado por el asesino.

-¿Por qué dice eso?

-Por que los informes forenses que se presentaron estaban firmados por mí, y yo, jamás hice ese trabajo. –El doctor señaló al inspector–. El señor Lemoine vino a hacerme una serie de preguntas, y obviamente ese informe pertenecía a una mujer de edad similar pero que no correspondía con la señora Mallowan, lo habían falsificado colocando su nombre en vez del nombre de la sujeto real. Sólo una persona podía haberlo hecho, un colega de profesión que ya está detenido, y que ha desembuchado el soborno. Operó el cuerpo, lo vació, pero no buscó ningún indicio de muerte.

El doctor Banks explicó lo que anotó en un segundo informe, autentico esta vez, en el que halló varias inflamaciones en el esófago, los pulmones, el estómago y los intestinos, junto con una decoloración en el estómago que podría determinar el consumo de un elemento irritante. Algunas muestras de tejido y de cabello  fueron analizadas químicamente, que arrojaron la verdad más cruel: un continuado envenamiento por arsénico.  

-El arsénico es un veneno elegante –susurró pensativo Heracles Lemoine–. Cómo usted –dijo mirando a Ada Templeton–;  ¿verdad mi pequeña Voisin?

La Voisin fue una bruja, adivina y envenenadora profesional de París en la época de rey Sol, uno de esos datos que al inspector le gustaba compartir dejando enredar en su lengua algunas palabras francesas, “affaire des poisons”.

Ada negó con la cabeza, Brian también negó, como el señor Mallowan, incapaces de ver en la dulce muchacha a una asesina, pero llegaron las evidencias. Un recibo de una farmacia a nombre de una tal Margaret Nolmettep, un anagrama de Templeton que todos los Mallowan conocían, especialmente Rosalind, porque ese fue el nombre con el que internó a su hermana quince años atrás en un centro psiquiátrico, y si ésta llevaba muerta casi esos mismos años, ¿quién era la mujer de la farmacia?

-Una mujer elegante –repitió Lemoine–, ¡eso ya lo he dicho! Joven, con gafas oscuras, que en un descuido se quitó, para enseñar sus fantásticos ojos verdes cuando tuvo que firmar en un recibo, cosa que hizo aprisa, con letra pequeña, de garrapata, torcida por los nervios.

Ada suspiró observando con desagrado como a Brian se le inundaban los ojos de lágrimas, su primo, un pariente al que no veía como tal, sino como amante, y al único que a su parecer, le debía una disculpa que él no aceptó.

-Tú siempre lo supiste, Brian, que la odiaba, y que ella no me veneraba como todos creían, que sólo sentía culpa por lo que le había hecho a su hermana, a mi madre. Traerme aquí sólo era su forma de compensar algo, aunque la mayoría de las veces no podía evitar mirarme y tratarme como a una bastarda.

El chico salió de la sala sin atreverse a mirarla a la cara, perseguido por John. El coronel y el albacea fueron invitados a macharse de la habitación cortésmente, cosa que hicieron con discreción, afligidos y desolados, sin chistar. Ya a solas, la chica se volvió hacía la chimenea, oyendo chisporrotear las ascuas del tronco que allí ardía. No suponía un peligro potencial, por eso el inspector permitió que removiera los rescoldos con el atizador, que ella colocó de nuevo en el gancho sin pensar.

-¿Por qué?

-Usted ya lo ha oído, y ya lo sabe –dijo ella.

-¿Cómo?

-Con veneno, también lo sabe –respondió tranquila.

-¿Desde cuándo?

-¿El recibo de la farmacia no lo dice? –sugirió la muchacha con descaro.

Sí, llevaba más de un mes, casi tres, envenenando el agua del hervidor de té de Rosalind. Al principio calculando la dosis, aumentándola gradualmente pero con discreción, siempre en su presencia, para que ninguna de las sirvientas metiera la pata o hubiera errores inesperados. Confesando que cuando las molestias intestinales empezaron a manifestarse en su tía, incluso se dejó envenenar a sí misma para saber cómo y cuánto dolor padecía de verdad Rosalind.

-Fue horrible –confesó, con una mirada perdida y enloquecida–.  Corrí a la farmacia para comprar un emético, un purgante que me ayudara a vomitar el veneno. Fue la noche más espantosa de mi vida, pero imaginar que esa noche sólo era una muestra de lo que Rosalind había estado sufriendo todo ese mes, me animó a continuar, y me trajo mucha felicidad. Recuerdo que ella pensó que algo nos había caído mal a las dos, y al día siguiente compartimos la cama, dos enfermitas hablando del pasado, de joyas, de hombres…

“Ella fue un monstruo con mi madre, una hipócrita que tuvo muchos amantes, mas de los que tuvo su hermana. Si nunca quedó embarazada era porque ese oscuro vientre no podía engendrar vida, más bien aniquilarla. Mi madre sí, y ese fue su pecado. La vergüenza de la familia.

>Ella era débil, demasiado emocional e inocente. Su bondad le impedía ver la maldad en otras personas, por eso nunca superó que el amor de su vida, mi padre, no se casara con ella. Pero si no lo hizo también fue culpa de Rosalind. Rosalind era catorce años mayor que mi madre, siempre la manipuló, siempre la envidió, porque era hermosa, porque era libre, porque no le importaba el apellido, por eso ella era Margaret Templeton, hasta que todo el mundo creyó que ese era su verdadero nombre. Templeton era el falso apellido de mi padre, ese hombre sin recursos del que se enamoraron las dos hermanas, el hombre más apuesto del mundo, y el más tramposo.

>No era un buen hombre igual que Rosalind no era una buena mujer, era una bruja vieja y amargada que siempre le tuvo manía y odio a mi madre, tan  inocente y dulce y libre, quien siempre vivió intentando ser feliz, creyendo en los demás, ¡que ilusa! Cayó en las garras de mi padre, un hombre que no sentía nada por ella salvo la codicia de un cuerpo joven y bello, y de la herencia asociada a ese cuerpo joven y bello. Rosalind también se encaprichó de ese hombre guapo que prefería mirar a su hermana antes que a ella. Mi madre apenas tenía 22 y ella ya superaba los 30. Cuando mi padre eligió a mi madre, Rosalind no lo pudo soportar e hizo todo por separarlos, hasta que lo tentó con lo único que interesaba a un hombre como él, ¡el dinero! Él lo aceptó encantado. Pero un día quiso volver, se había enterado que yo venía en camino, un bebé que él no había buscado. Rosalind lo impidió otra vez, hizo todo lo posible por amargar la existencia de ese hombre, le metió en problemas, consiguió que lo encarcelaran, y luego de unos años de haber soportado palizas en una cárcel de mala muerte él enfermó. Cuando la enfermedad se instala anega una parte del cerebro, debilita el corazón, pretende que entres en comunión contigo mismo, que no dejes flecos sueltos, que te vayas en paz al más allá. Imagino que debió creer que se lo debía, a mi madre, y le envió una carta explicando todo; que se quería hacer cargo de mí pero que su hermana no lo había permitido.

>El día que mi madre leyó aquello, se volvió loca. Y Rosalind lo creyó literalmente, tanto así que logró que la internaran en un manicomio. Mi madre era un ser dolorido, depresivo y ansioso que ya había arrastrado muchas crisis pero no estaba loca, sólo estaba triste. En ese horrible lugar fue víctima de una paciente que acabó con su vida cuando aún no había cumplido los treinta años, dejándome huérfana con diez. Rosalind me trajo con ella por un sentimiento de culpa y pena, pero lo único brillante y cándido en ella eran sus joyas, y no su supuesto buen corazón. No creo que nunca me quisiese aunque lo fingía, igual que yo lo hacía, un falso afecto en el que escondía toda mi rabia y mi odio. Ella destrozó la vida de mis padres, hundió mi vida, y por eso deseaba su muerte, ella merecía morir, esa vieja celosa y amargada merecía morir”.

 

Ada no mostró arrepentimiento, ni pena, ni vergüenza, ni dolor, y cuando el agente Mathews la esposó, aún con el puro a medio fumar en la boca, se limitó a cacarear una risita extraña que erizó al inspector Lemoine y que sorprendió al hombre del puro, quién impensadamente abrió la boca dejando caer al suelo, en la alfombra de pelo, el potente habano, dejando para siempre allí la huella de una quemadura.

Heracles Lemoine la siguió con la vista cuando la sacaban de la habitación; tan joven, tan marcada por la vida, por la enfermedad de los que la rodeaban: la locura y la ambición, la envidia y la maldad. Esa niña triste, esa asesina injusta, perdida para siempre dentro de sí misma. Se acercó a la ventana cuando el horizonte era una raya dorada que se atenuaba. Por un segundo sintió lastima de la muchacha, pero ¡ah!, la vida era así, si has perdido, has perdido, y lanzó un suspiro al aire atusando sin querer su estrafalario bigote.

Las victorianas joyas de Rosalind Mallowan 5

 


A pesar de la tibieza con la que la chimenea matizaba la estancia, la atmosfera se enfrió cuando el inspector Lemoine, escoltado por tres hombres de apariencia y edades diferentes, se colaron en la sala. El súbito silencio hizo que el estrepito del fuego se convirtiera en una letanía extraña, como el tic tac de un reloj, o como una cuenta atrás.

El coronel Scott y el albacea Belling, quienes habían estado consolando a un demudado John Mallowan, abandonaron sus butacas movidos como por un resorte. No obstante el afligido señor Mallowan apenas alzó la cabeza para mirar, como si no sintiera el más mínimo interés por los acontecimientos. Puede que el shock de saber que su esposa no sólo lo engañaba con el mayordomo, sino que había pergeñando todo un montaje para robar las joyas de su apreciada y fallecida tía, lo tuvieran más ido de lo normal, además el eco de las suplicas y lloros de su desleal esposa aun resonaban en la mansión.

Brian, Ada y Jonathan permanecían de pie. El primero mirando a través del ventanal como el coche patrulla se llevaba a la infeliz Clarissa, con una expresión que denotaba sonrojo y pena. La parejita de prometidos, se arropaban de manera impostada frente al fuego, aunque sin ningún cariño real por parte de ella, distante, ausente en sus pensamientos. Jonathan, evidentemente nervioso por la presencia policial, soltó a la chica, llevándose sin querer la mano al cuello de su corbata, más concretamente a su alfiler. Ada observó al inspector con soberbia, consciente de que aquel personajillo había llegado al fondo de todo, y en esos ojos verdes despuntó un brillo de maldad, pero una maldad envuelta en un dolor insoportable.

-Se preguntaran porque sigo aquí –bramó Lemoine–.  Me temo que tengo que seguir contando historias tristes.

Hubo un murmullo, que el inspector logró zanjar haciendo un elocuente aspaviento con los brazos. A su espalda un señor espectral, debido a lo cadavérico de sus facciones, proporcionó al inspector una carpeta con documentos.

-Les presentó al doctor Banks, un excelente profesional forense.

El doctor realizó un saludo con la cabeza, dejando ver una coronilla calva y plateada por las canas. Lemoine aspiró por la nariz, abriendo la carpeta con agilidad, mojando de saliva la yema de su pulgar derecho para pasar páginas y páginas.

-Extenso, ¿verdad? –se dirigió al nutrido grupo–. Verán, tenía mis dudas, una mujer tan fuerte como Rosalind, a pesar de la edad aunque tal vez no tanta pues sólo contaba con 62 años cuando murió, sin ninguna enfermedad previa, que en el transcurrir de un mes acaba feneciendo luego de un misterioso historial de dolor abdominal, diarrea y vómitos, que ella creía el comienzo de un cáncer de estomago no diagnosticado, en la idea de que su padre, hace muchos años, había pasado por la misma enfermedad a la misma edad, algo totalmente fulminante, ¿verdad? Pero a la luz de los nuevos informes del forense me temo que los arrestos de hoy no han acabado. La señora Rosalind fue asesinada y tenemos indicios de que su asesino se encuentra en esta sala…

El murmullo fue esta vez más agudo y nervioso, voces broncas todas ellas, porque la única mujer del grupo permanecía en completo silencio, a la espera, paciente, sin dejar escapar ninguna señal de sorpresa.

-Es terrible, ¿verdad?  –El coronel era el más impresionado, él había amado y odiado a aquella mujer, sentía dentro, en lo más profundo de su corazón, un poderoso sentimiento de venganza, de restablecimiento tal vez, pero no le deseaba la muerte, y en verdad, sentía muchísimo que hubiera fallecido con dolor.

A pesar de dirigirse al notario éste no atendía razones, en una indignación que no resultaba coherente, demasiado agitado y sensible.

Arthur Belling soltó entonces un exabrupto: 

-Ajá, ¿así que esto es lo que creen?, ¡nos está insultando a todos! –las venas de su cuello se engrosaban, enrojecían todo su ser, su rostro y sus ojos–;  no puedo tolerar que diga…

Un abochornado John Mallowan abandonó su mutismo, poniéndose en pie para pedir silencio.

-Cállese por favor…

Belling no lo hizo, recordándole que no era un sirviente más al que pudiera humillar. Brian y Jonathan mediaron, uno con apatía, el otro sofocado por las miradas acosadoras de los dos hombres con trajes oscuros que aguardaban al lado del doctor Banks. Era evidente lo que uno de aquellos señores guardaba en el bolsillo izquierdo de su chaqueta, un impreso doblado de búsqueda y captura cuyo membrete rezaba en letra de imprenta y muy legible: “Michael Miles”.

Lemoine los mandó callar, añadiendo:

-Estoy en la obligación de decirles que todo cuanto digan podrá ser utilizado en su contra ante un tribunal. Hasta que yo lo autorice ninguno de ustedes puede salir de esta sala. Debo comunicarles que entre ustedes hay más de un criminal.

Una enfática pausa precedió a esta sentencia, y mientras los hombres proferían protestas y refutaciones, teatralmente Lemoine se atusó el bigote sin apartar sus ojos de Ada.  

Ella le sostuvo la mirada, tan sublime y tan triste, que Lemoine estuvo a punto de sucumbir ante tanta belleza. Carraspeando para recomponerse, realizó otra presentación más:

-Aquí el agente Mathews, un buen taquígrafo.

Éste decidió encenderse un puro, con los ojos entrecerrados, aspirando la primera calada miró a la concurrencia, aunque especialmente a la señorita que sintió cómo el penetrante humo del habano le bajaba hasta el estomago, causándole arcadas.

-Y por allá tienen al detective Larraby que a su vez trabaja para el juez Marshal, miembro efectivo de la seguridad del Estado, él está aquí con una orden requisitoria, ya que a uno de ustedes le espera un simpático juez que ha deseado dar con su paradero durante cuatro largos años…

No terminó Lemoine su frase cuando en un movimiento inesperado Jonathan Evans conocido en su ficha como Michael Miles corrió como pollo sin cabeza hacía la ventana con la idea de saltar por ella y escapar por el jardín. Apenas había una distancia de metro y medio hasta un arbusto por lo que la altura no era un problema. Con la agilidad propia de la juventud Michael escapó, dejando que el detective Larraby le tomara la revancha al perseguirlo ventanal abajo. Fue una idea estúpida para Miles aunque también para el detective Larraby. Para el primero porque Larraby no era el único policía de la casa y pronto lo detuvieron, y para el detective porque sus hinchados tobillos no resistieron la caída.

En la sala el revuelo fue tan mayúsculo como el atronador ruido de la sirena policial. Brian miró a Ada que no parecía afectada por la huída de su prometido, ni siquiera se mostró dolida cuando Lemoine explicó quién era realmente Jonathan Evans. Intuyó Lemoine que el chico se moría por consolarla pero estaba petrificado, como si ya un velo hubiera caído, y pronto, en un efecto dominó, terminaran de caer todos.

-Hace un tiempo que se le busca, es un reconocido estafador de gente adinerada, tiene predilección por seducir a jovencitas, la mayoría herederas faltas de afecto y fáciles de manipular.

Ada no pronunció palabra, firme como nunca.

-Si ese tipo que acaba de saltar por ahí es sólo un vulgar ladrón, ¿quién es el asesino de mi tía? –preguntó John Mallowan recomponiendo su figura de cabeza del clan.

CONTINUARÁ...

jueves, 9 de septiembre de 2021

Año 13

 


Le atribuyen al trece una aureola negativa, de mala suerte y mal fario, y puede que tengan razón. En el año trece de creación del planeta, mientras realizaba una incursión por el litoral norte de Bohemio Mundi, fui sorprendida por un grupo de piratas que habían arribado horas antes a la playa de arena blanca.

Imagino que buscando nuevas rutas galácticas hacía Orión se toparon con mi pequeña roca de colores. Con su fama de merodeadores y teniendo en cuenta sus muy lucrativos saqueos no les bastó con sondear el planeta de lejos, entraron en mi atmosfera, enturbiando las aguas cuando fondearon sus naves en la más septentrional de las playas de mi Mundi, con el propósito de arrasarlo todo, arramplar con las riquezas que pudieran hallar y de paso hacer suyo lo que por derecho de creadora era mío.

Los pájaros me lo anunciaron pero no supe interpretar sus cantos, y desventurada, me adentré en una expedición a través de los manglares en el lugar que yo había bautizado como Acuarela, era el nombre que me había inspirado aquel sitio, quizás por la mezcla de colores que simulaban haber sido rebajados con agua; verdes, rosas, turquesas y amarillos pincelaban el paisaje. Pequeños racimos de piedras se apilaban verticalmente a un lado, como haciendo de centinelas de la preciosa playa, entre los que afloraba una cascada ruidosa que olía a refresco de cereza. Tal vez por eso, por el incesante y estrepitoso goteo, no les oí. Cuando de pronto, me vi rodeada por tres o cuatro figuras enmascaradas. Nunca vi sus verdaderas identidades pero apostaría dos galeones de oro a que tenían cara de papagayo. Yo no llevaba armas, ni siquiera mi tan útil pluma de tinta verde, y no pude defenderme, no bastó siquiera mi tan cansina retorica para tumbarles, una lucha en definitiva pasiva que no sirvió para detenerles, y por tanto caí en sus pérfidas redes.

Los piratas son malos por naturaleza, así que puedo confirmar que las historias sobre la crueldad de los piratas son bien ciertas. “Me van a esclavizar, pedirán una recompensa”, presumí, pero nada de lo que imaginé sucedió. Los piratas me quisieron primero como guía, obligándome a llevarles a los mejores rincones del planeta: a las praderas donde las nubes rosas descargaban una lluvia de frambuesas con sabor a caramelo, producto con gran demanda en Brillante Canopo, así que, sirviéndose a placer, cargarían centenas de cajas de contrabando; a las colinas donde crecían las espigas de un silicato -flexible en mi tierra ,de ahí su extrañeza-, llamado Serendibita, que servía en Cor Caroli como componente esencial con el que se fabricaban unas pantallas demandadísimas por su excelente reflejo verdoso; les llevaría también a las salinas de escamas de perla rosa, no comestible, impregnadas de un pigmento rosa natural llamado antocianinas, y a los pozos subterráneos donde brotaba agua purpura que se trasformaba en la lejana Vega en ron “Quemacorchos”. A los piratas, no obstante, no les interesó las localizaciones dónde el recurso era un producto de librería y papelería, puedo garantizar que en lo que estuve con ellos jamás se interesaron por un libro, una historia narrada o un cuento inventado, y que no podían escribir sus nombres sin cometer flagrantes faltas de ortografía, aunque curiosamente sí que eran bastante peliculeros. Así que pude salvaguardar el pinar de portaminas, el monte de libretas sin estrenar y la vereda de clips en la gruta de los De bolsillo.

Los piratas rompieron muchos de mis folios-ladrillo, que eran castillos levantados en el aire, sólo para tener algo con lo que abanicarse en la playa. Los piratas atentaron contra la fuente de luz que daba brillo a la capital de Bohemio Mundi, la gran bombilla creadora, y sus calles, plazas y barrios se fundieron a negro. Los piratas robaron mis marcadores, mis bolígrafos, mis notas, gastaron las baterías de mis ordenadores y portátiles, cambiaron sin consentimiento las contraseñas de toda la electrónica bohemia, descalabrándolo todo, reduciéndolo a nada, atentando contra la inspiración que era el motor que generaba la energía para que el planeta siguiera expandiéndose, y en consecuencia ganando en riquezas. Todo quedó detenido. En ese secuestro de meses lograron que los valles, los vergeles, los jardines, todo lo que florecía, se fuera apagando y resecando. Y la atmosfera se hizo violenta, tormentas sacudían el planeta hasta entonces templado. Lo sentí encoger, al corazón del planeta, y anhelar sus días de luz. Perdía colores a diario, los piratas los juntaron todos, sin saber que extendían el negro. Para darse luz y calor, quemaron palmeras, selvas, el manglar, el fuego se filtró, llegando a una falla que explotó, agrietando la playa. Esa parte se inundó, y se alejó, como un corcho a la deriva conmigo a bordo. Los piratas lo consideraron divertido, una jaula para bohemios, y allí me recluyeron algunos meses grises, sin darme ayuda, indiferentes y fríos, ausentes. No sabía nadar para regresar a la orilla, y me devané la cabeza para planificar mi huida. “¿Y si me hago amiga de esos delfines?”, pensé un día, podrían remolcarme hasta la playa, pero los pájaros, que venían todos los días a visitarme y darme cháchara, me hicieron ver los contras del plan.  No me quedaba más remedio que aprender a nadar.

El día que llegué otra vez a la playa las olas me escupieron medio ahogada pero aún respirando. Los piratas no estaban ni tampoco sus naves. Lo habían gastado todo y ya no les interesaba lo que había quedado, un planeta con una cicatriz, seco, árido, ventoso, así que, por suerte, se largaron. Dejaron algunas huellas, unas se borraban, otras eran más profundas. Al regresar a la capital, al mirar la fuente apagada, la bombilla creadora, descubrí que parpadeaba azul con estrellitas, no estaba muerta ni moribunda, era otra, pero brillaba. Me senté  a su lado y le conté mi historia, y a medida que hablaba mas crecía en brillo, y en  las calles de Bohemio Mundi ya no era invierno, sino verano, una nueva estación, habiéndose comido toda una primavera de por medio. “Te toca seguir”, oí una voz dentro de la fuente, “no podrás recuperar del todo lo que has perdido, pero sí curarte, y sí curar al planeta, defenderlo de otros ataques, prepararte para otros piratas, nada ha sido en vano, quédate con el aprendizaje”. Asentí justo cuando la luz azul empezaba a colorearse a placer otra vez en mis retinas.

 


Hoy celebramos el trece aniversario de Bohemio Mundi. He escrito este relato después de meses de ausencia del blog como una forma de homenajearlo. Ojala no hubiera habido un parón pero a veces son necesarios, para reiniciarse, para enfocarse desde la distancia, para respirar y descontaminarse. Por causas que no pude evitar tuve que dejarlo aparcado, pero es mi criatura, es mi planeta, mi espacio, y vuelvo a él con cariño para darle las gracias por resistir aun en sus días más apagados. Hoy  le toca brillar, es mi baliza, mi salvavidas.

Gracias a todos los que aún visitan este lugar, invitados están a frambuesas con sabor a caramelo.

jueves, 28 de enero de 2021

Las victorianas joyas de Rosalind Mallowan 4

 


Carraspeando, prosiguió:

 -Pero vayamos al grano, ¡sí, lo hacía muy a menudo! Lo que no era tan normal era que estuvieran amparados en la oscuridad de los pasillos hablando como dos niños traviesos que comparten secretos. ¿Recuerda lo que dijo? ¿Recuerda haber pronunciado algo sobre un escondite? Pues lo dijo, ¿era para las joyas? También nombró algo sobre una coartada, lo mencionó varias veces, “nadie nos relacionará con esto” “tienes que hacerlo, ella tiene que…”, pero usted se interrumpía constantemente y la ama de llaves no supo a quien ni a qué se refería. Le aseguró a Smith que todo saldría bien, que todo saldría bien… ¿Qué tenía que salir bien? Ahora lo sabemos, un robo y un asesinato, un crimen que planificó al detalle, confiada, demasiado confiada, en el amor de su Smith.

»Señora Mallowan usted le dio el martillo y los guantes. El ama de llaves fue testigo del tráfico, del movimiento de sus manos, pero no supo bien lo que era, no lo podía ver. Pero lo que sí pudo ver y oír fue como usted le seguía a la habitación del mayordomo. “Guarda esto y utilízalo bien”. Sin embargo el señor Smith nunca pensó en utilizarlo, por eso no se lo llevó, por eso no lo sacó del cajón, por eso usted, estafada, ha entrado hoy en la habitación, consciente de que si seguía allí significaba que Nancy nunca aparecería muerta, que ella no cargaría con las culpas, que él nunca volvería, que no habría escondido el botín, que no se recuperarían las joyas ni se fugarían.

»Las criadas me contaron que usted le pidió al mayordomo que sacara el coche para que acompañara a la cocinera al pueblo a por unos comestibles…pero cuando yo le pregunté usted fingió y dijo que no recordaba aquel detalle. Y mintió, mintió deliberadamente, porque sabiendo que el señor Smith había ocupado el Sedan, el coche más grande de la casa, ordenó al chofer (cosa que a él le extraño muchísimo)  que se dispusiera el Dodge para los miembros del clan que esta misma mañana, a primerísima hora,  fueron recogidos en la estación de tren, (tres miembros de la familia, el albacea y el notario), un vehículo, que usted sabe, tiene un número de plazas insuficientes para que llegaran todos cómodos… Demasiadas contradicciones, madame, pero ¿por qué permitir que se llevara el coche más grande? Ya, el maletero, claro, un gran maletero para ocultar cualquier cosa…

 -¡Es imposible!, ¡él tenía que regresar! -gritó Clarissa, más descarnada que nunca, mas afilada y delgada. La pena, la rabia, la estaban consumiendo por segundos-. ¡Tendría que haber vuelto! ¿Y porqué, hombrecillo del demonio, tuvo que descubrirlo todo? ¡¿Por qué?!

Con ojos desorbitados se arrojó contra el sesudo inspector. El forcejeo fue débil, él la redujo sin problemas, más preocupado por su arrugada camisa y su pulcra chaqueta, que por aquellas uñas afiladas. Las lágrimas calientes no ensucian, pero el presumido señor Lemoine también temía que aquella enloquecida señora le despeinara y aplastara el bigote.

 -¡Cálmese! -profirió-,  usted ya no puede hacer nada…

 -Él dijo que volvería. Si le preguntaban, diría que no había visto a la cocinera desde que la dejó en el pueblo, que ella se habría valido de él para que la llevara hasta allí, que la habría estado esperando horas a que regresara de la tienda pero que no volvió, que todos éramos unos ilusos por haber creído en ella… unos…ilusos… ¡Él dijo que me quería y que volvería!

Aquellos oscuros ojos se volvieron dos pozos sin fondo, secos, fieros, dolorosos, impenetrables.

Sin nada que hacer ni añadir el inspector Lemoine se dirigió con aire marcial a la puerta. Un solo gesto alertó a un par de hombres uniformados, quienes habían estado aguardando al otro lado del pasillo, esperando instrucciones, al tanto de que sus servicios podían ser necesarios.

 -Llévensela, será interesante su declaración. 

 -¿Cómo?, ¿cómo me descubrió? -repitió ella frenética, delirante, intentando arañarle con las manos. Una conducta muy poco propia de una señora de su categoría.

 -Usted es sabia madame... –suspiró– "Las conversaciones son siempre peligrosas si se tiene algo que ocultar". Cuando hablamos y la interrogué usted misma se delató, pero olvidó un detalle, le dije que si no tenía nada que ocultar estaría libre de sospecha, pero usted ocultaba demasiado.

 

La sacaron de la casa esposada. La señora Mallowan intentó soportar el escándalo ante el sorprendido personal de la mansión, quienes en pleno le hacían el pasillo al verla pasar. Los murmullos, las miradas de reojo, los codazos, fueron demasiado para su nervioso ánimo: “era la amante de Smith” “que vergüenza” “dicen que es la cabeza pensante del robo” “la encerraran con Nancy y el otro fantoche, ¡si lo atrapan!” Oyó que decían los empleados, y perturbada, al borde de la histeria, censurada por las miradas de los que la reprobaban apenas llegó a la puerta y cayó desmayada. La sudorosa Clarissa Mallowan tuvo que ser llevada en volandas por los policías, quienes la tuvieron que meter en el coche policial con los pies por delante.

El famoso inspector contempló la escena con cierto estoicismo. Heracles -famoso por su ánimo despierto y su burbujeante intelecto, siempre en funcionamiento, pleno de células grises- tuvo que admitir cierta aflicción,  al fin y al cabo, Clarissa no dejaba de ser una mujer traicionada, una mujer seducida, engañada y cruelmente burlada que no había acabado en la mejor de las situaciones.

Suspiró sonoramente y pensativo anduvo unos resonantes pasos hasta la puerta que conducía al salón. Todos tenían motivos para el robo, habló para sí, pero ahora la cuestión era: ¿quién tenía motivos para asesinar a la anciana? Porque la señora Mallowan, como bien revelaba el informe del forense que tenía en su poder, no murió de muerte natural… A no ser que se considere muerte natural el envenenamiento por arsénico y no era el caso, no, no, no.

Había llegado la hora de realizar el segundo arresto de la noche.

En cuanto el inspector hizo acto de presencia en el cálido salón, el nutrido grupo, de apariencia más que sofisticada y que se arremolinaba junto al fuego de la chimenea, le miraron expectantes… ¡Salvo aquellos ojos! Aquellos ojos sonrieron, bellos y verdes, creídos que nunca se sabría la verdad. Bastó un guiño del inspector para desbaratar esa falsa suposición, un guiño que ella interpretó bien, quedándose lívidamente suspensa. Heracles inspiró lentamente. No era lo que más le gustaba de su trabajo… continuaban las explicaciones.

martes, 26 de enero de 2021

Las victorianas joyas de Rosalind Mallowan 3

 


Sobre las seis de la tarde la enjuta señora Mallowan entró de puntillas en una oscura habitación que no era la suya. Al encender la lámpara se llevó un buen susto, no había esperado hallar allí al atusado detective.

 -¿Busca a alguien? -preguntó éste con su marcado acento-,  ¿alguien que no ha venido...? ¡Oh, es inútil!, no ha aparecido y no va a venir, Nancy tampoco, pero no tema ya están en busca y captura. No ponga esa cara, duele, ¡lo sé!, pero es mejor que se despida de él, igual que usted le va a decir adiós a su libertad, después de todo, ha sido cómplice de un ladrón…

 -¿Cómo lo sabe?, ¡¿cómo demonios lo supo?!

 -Fue por un pequeño detalle, su llavero, ese que aferra entre sus dedos, no es suyo, ¿verdad? había una S, de Smith naturalmente, ¿y porque iba a tener usted las llaves de su mayordomo si no era para entrar en su habitación siempre que quisiera? La historia que contaron sobre el lío entre la cocinera y su querido Smith era una fábula, el lío era con usted, usted lo quería y estaba dispuesta a fugarse con él, pero no iba a irse con las manos vacías, no después de soportar a su marido por veinte años, tenía que asegurarse una coartada, no podía permitir abandonar su hogar y que el robo la salpicase. Habría sido escandaloso. Lo calculó todo, pensó que podía fingir un robo, y abonó el terreno, le pidió a su querido Smith que coqueteara con la cocinera para imputarla más tarde, sería sencillo. Usted conocía a la perfección las dotes de seducción de su querido Smith, un hombre atractivo, fornido y deseable. Un hombre capaz de engatusar a cualquier mujer, de arrebatarla de tal manera que no le importase cometer un delito, ella lo haría por él, él la convencería de huir con las joyas. Era su plan, ¿verdad?, pero, algo pasó después, ¿no es así?, algo que la alertó, algo que la ha traído hasta aquí, ¿qué buscaba?

Clarissa cerró los ojos con fuerza, inspirando lentamente por la nariz, trastabillando con sus pies al retroceder, se sabía atrapada, así que, ¿para qué fingir más? Sería inútil.

 -Oh querida madame, sería lógico pensar que haríamos un registro de las habitaciones de los sospechosos, principalmente del fugado señor Smith. Usted lo sabía y tenía que precipitarse. ¿A que tenía miedo? ¿A qué encontrásemos aquí algo que la relacionase con él? Entre otras cosas sí, pero no fue precisamente eso la que la ha traído hasta aquí…

El detective esperaba ante ella, cómo un sabueso que parecía olfatearla sin descanso, esperando, aguardando a que hiciese o dijese algo que la delatara más, que la hundiera definitivamente en el  fango.

Clarissa no lo supo, pero sus ojos se posaron inconscientemente sobre la mesilla, desviándose rápidamente a otro lugar cuando sorprendida se percató de las hostigadores miradas del inspector Lemoine. Fue tarde, aquel baile de miradas despertó su interés. Atusándose uno de sus bigotes el hombrecillo sonrió y observó intrigado aquel mueble. Dirigiéndose a él sus manos tiraron del pomo, abriendo, sin parsimonia, el único cajón de la mesilla.

 -Tengo curiosidad -dijo y…

Sacó un par de guantes y un martillo. La señora Mallowan no pudo ocultar su gesto, tampoco su súbita palidez. Había algo en su mirada, ¿decepción tal vez? Sí.

 -¿Para qué quería esto? O… ¿o no lo quería?

Ella sofocó un gruñido, y mordiéndose el dorso de la mano, cayó derrengada sobre la cama. El cabello desordenado le caía sobre la cara, su respiración violenta sacudía los revueltos mechones de su cabello. Su gesto contraído delataba toda su rabia, toda su impotencia. 

Olvidándose de fingir, importándole muy poco la compostura, los rabiosos llantos no impresionaron al detective, curtido por años de profesión.

Él no la consoló, no era su deber.

 -No esperaba que él hubiese olvidado aquí esto, ¿verdad? No era lo que habían planeado. No, no, no… Ustedes habían quedado en que él le daría un golpe en la cabeza a la cocinera con el martillo, luego cuando estuviera muerta la dejaría tirada a un lado del camino. Por supuesto antes colocaría alguna joya menor en alguno de sus bolsillos, ¡un par de anillos, o tal vez algunos pendientes! Nada demasiado cuantioso. Pero, ¿qué pretendían con esto? ¡Qué respuesta tan sencilla! Hacer ver que todo había sido un plan desgraciado, una ladrona que es asaltada en el camino cuando huía con el botín, ¡tan sencillo como eso! Las demás joyas jamás aparecerían, ¡claro! Estarían ocultas, hasta que todo pasase, hasta que pudiera salir con ellas del país sin peligro. Un año, seis meses, podría esperar lo que hiciera falta sin miedo a las investigaciones porque nada la apuntaría a usted, después de todo, alguien había asesinado a la única sospechosa y ese alguien se había llevado todas las joyas. Un plan redondo… salvo por un detalle; su querido Smith jamás pretendió asesinar a nadie. ¡Sí!, ya sé que se lo hizo creer, pero esa no era su intención, él quería de verdad a esa mujer y junto a ella construyó un plan mejor. Usted al ver que el tiempo pasaba y no llegaban noticias sobre mujeres asesinadas en caminos no tan solitarios empezó a sospechar, a ponerse nerviosa, y decidió entrar en la habitación del mayordomo. Le apremiaba, ¡qué digo apremiaba!, necesitaba saber si el martillo que robó a su propio jardinero y que entregó a su amante seguía aquí, ¿qué más podía hacer si no comerse las uñas al ver que nada pasaba? ¡Y sí!, el martillo y los guantes siguen aquí, donde usted los dejó….

            -No lo entiendo….

 -¡Oh, es fácil señora Mallowan!, ha dejado demasiados cabos sueltos. Para empezar debió comprar un martillo en otra ciudad o utilizar cualquier otra cosa para su maquiavélico plan; una piedra por ejemplo. Pero no lo hizo y metió la pata. He estado hablando con el personal de la mansión, lo sabe, ¿verdad? Sí, claro que lo sabe. He estado haciendo preguntas, es mi tarea, digamos que así es mi profesión, uno va picando aquí y allá, intentando que algún pequeño detalle por muy pequeño que sea ayude a la resolución de un caso. Me llamó la atención un par de testimonios; el del jardinero para empezar, nada extraño había sucedido y no había visto nada, lo único raro que recordaba era que le habían desaparecido un par de guantes y un martillo, el mismo que usaba para el huerto, unos utensilios que, como es comprensible, echaba bastante de menos. Bueno, eso por sí sólo no tendría nada de raro, podría haberlos extraviado... Entonces hablé con la ama de llaves, es muy discreta como ya sabe, lo que no quiere decir que sea ciega o sorda, ¡y no está nada sorda, se lo aseguro! Sabía muy bien la relación que le unía a usted con el mayordomo. Me costó mucho hacerla hablar, pero yo insistí en que era importante, en que si sabía algo tenía que decirlo o se convertiría en cómplice, y ella, temerosa, no quería por nada del mundo acabar siendo cómplice de dos personas como… En fin, la otra noche hacía la ronda para apagar las luces cuando les vio…y les oyó. Cuchicheaban en la escalera uno muy cerca del otro. Era muy tarde, según dijo. Usted ya estaba en bata. Habría salido de la cama expresamente para reunirse con él, pero eso no era extraño, lo hacía a menudo, ¿eh?

Los ojos de Heracles destellaron como los de un zorro astuto.
CONTINUARÁ... 
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