jueves, 28 de enero de 2021

Las victorianas joyas de Rosalind Mallowan 4

 


Carraspeando, prosiguió:

 -Pero vayamos al grano, ¡sí, lo hacía muy a menudo! Lo que no era tan normal era que estuvieran amparados en la oscuridad de los pasillos hablando como dos niños traviesos que comparten secretos. ¿Recuerda lo que dijo? ¿Recuerda haber pronunciado algo sobre un escondite? Pues lo dijo, ¿era para las joyas? También nombró algo sobre una coartada, lo mencionó varias veces, “nadie nos relacionará con esto” “tienes que hacerlo, ella tiene que…”, pero usted se interrumpía constantemente y la ama de llaves no supo a quien ni a qué se refería. Le aseguró a Smith que todo saldría bien, que todo saldría bien… ¿Qué tenía que salir bien? Ahora lo sabemos, un robo y un asesinato, un crimen que planificó al detalle, confiada, demasiado confiada, en el amor de su Smith.

»Señora Mallowan usted le dio el martillo y los guantes. El ama de llaves fue testigo del tráfico, del movimiento de sus manos, pero no supo bien lo que era, no lo podía ver. Pero lo que sí pudo ver y oír fue como usted le seguía a la habitación del mayordomo. “Guarda esto y utilízalo bien”. Sin embargo el señor Smith nunca pensó en utilizarlo, por eso no se lo llevó, por eso no lo sacó del cajón, por eso usted, estafada, ha entrado hoy en la habitación, consciente de que si seguía allí significaba que Nancy nunca aparecería muerta, que ella no cargaría con las culpas, que él nunca volvería, que no habría escondido el botín, que no se recuperarían las joyas ni se fugarían.

»Las criadas me contaron que usted le pidió al mayordomo que sacara el coche para que acompañara a la cocinera al pueblo a por unos comestibles…pero cuando yo le pregunté usted fingió y dijo que no recordaba aquel detalle. Y mintió, mintió deliberadamente, porque sabiendo que el señor Smith había ocupado el Sedan, el coche más grande de la casa, ordenó al chofer (cosa que a él le extraño muchísimo)  que se dispusiera el Dodge para los miembros del clan que esta misma mañana, a primerísima hora,  fueron recogidos en la estación de tren, (tres miembros de la familia, el albacea y el notario), un vehículo, que usted sabe, tiene un número de plazas insuficientes para que llegaran todos cómodos… Demasiadas contradicciones, madame, pero ¿por qué permitir que se llevara el coche más grande? Ya, el maletero, claro, un gran maletero para ocultar cualquier cosa…

 -¡Es imposible!, ¡él tenía que regresar! -gritó Clarissa, más descarnada que nunca, mas afilada y delgada. La pena, la rabia, la estaban consumiendo por segundos-. ¡Tendría que haber vuelto! ¿Y porqué, hombrecillo del demonio, tuvo que descubrirlo todo? ¡¿Por qué?!

Con ojos desorbitados se arrojó contra el sesudo inspector. El forcejeo fue débil, él la redujo sin problemas, más preocupado por su arrugada camisa y su pulcra chaqueta, que por aquellas uñas afiladas. Las lágrimas calientes no ensucian, pero el presumido señor Lemoine también temía que aquella enloquecida señora le despeinara y aplastara el bigote.

 -¡Cálmese! -profirió-,  usted ya no puede hacer nada…

 -Él dijo que volvería. Si le preguntaban, diría que no había visto a la cocinera desde que la dejó en el pueblo, que ella se habría valido de él para que la llevara hasta allí, que la habría estado esperando horas a que regresara de la tienda pero que no volvió, que todos éramos unos ilusos por haber creído en ella… unos…ilusos… ¡Él dijo que me quería y que volvería!

Aquellos oscuros ojos se volvieron dos pozos sin fondo, secos, fieros, dolorosos, impenetrables.

Sin nada que hacer ni añadir el inspector Lemoine se dirigió con aire marcial a la puerta. Un solo gesto alertó a un par de hombres uniformados, quienes habían estado aguardando al otro lado del pasillo, esperando instrucciones, al tanto de que sus servicios podían ser necesarios.

 -Llévensela, será interesante su declaración. 

 -¿Cómo?, ¿cómo me descubrió? -repitió ella frenética, delirante, intentando arañarle con las manos. Una conducta muy poco propia de una señora de su categoría.

 -Usted es sabia madame... –suspiró– "Las conversaciones son siempre peligrosas si se tiene algo que ocultar". Cuando hablamos y la interrogué usted misma se delató, pero olvidó un detalle, le dije que si no tenía nada que ocultar estaría libre de sospecha, pero usted ocultaba demasiado.

 

La sacaron de la casa esposada. La señora Mallowan intentó soportar el escándalo ante el sorprendido personal de la mansión, quienes en pleno le hacían el pasillo al verla pasar. Los murmullos, las miradas de reojo, los codazos, fueron demasiado para su nervioso ánimo: “era la amante de Smith” “que vergüenza” “dicen que es la cabeza pensante del robo” “la encerraran con Nancy y el otro fantoche, ¡si lo atrapan!” Oyó que decían los empleados, y perturbada, al borde de la histeria, censurada por las miradas de los que la reprobaban apenas llegó a la puerta y cayó desmayada. La sudorosa Clarissa Mallowan tuvo que ser llevada en volandas por los policías, quienes la tuvieron que meter en el coche policial con los pies por delante.

El famoso inspector contempló la escena con cierto estoicismo. Heracles -famoso por su ánimo despierto y su burbujeante intelecto, siempre en funcionamiento, pleno de células grises- tuvo que admitir cierta aflicción,  al fin y al cabo, Clarissa no dejaba de ser una mujer traicionada, una mujer seducida, engañada y cruelmente burlada que no había acabado en la mejor de las situaciones.

Suspiró sonoramente y pensativo anduvo unos resonantes pasos hasta la puerta que conducía al salón. Todos tenían motivos para el robo, habló para sí, pero ahora la cuestión era: ¿quién tenía motivos para asesinar a la anciana? Porque la señora Mallowan, como bien revelaba el informe del forense que tenía en su poder, no murió de muerte natural… A no ser que se considere muerte natural el envenenamiento por arsénico y no era el caso, no, no, no.

Había llegado la hora de realizar el segundo arresto de la noche.

En cuanto el inspector hizo acto de presencia en el cálido salón, el nutrido grupo, de apariencia más que sofisticada y que se arremolinaba junto al fuego de la chimenea, le miraron expectantes… ¡Salvo aquellos ojos! Aquellos ojos sonrieron, bellos y verdes, creídos que nunca se sabría la verdad. Bastó un guiño del inspector para desbaratar esa falsa suposición, un guiño que ella interpretó bien, quedándose lívidamente suspensa. Heracles inspiró lentamente. No era lo que más le gustaba de su trabajo… continuaban las explicaciones.

4 comentarios:

Durrell dijo...

Me ha encantado el relato. El comienzo con la escena comenzada, la descripción de los personajes en su justa medida y el final que no esperas. ¿Pensabas en algún detective belga...?

Saludos y recuerdos para Espejodevanidad ;)

Montse dijo...

Me gusta mucho como has llevado el relato, pero creo que no ha acabado todavía ¿verdad?
Muchos besos.

miquel zueras dijo...

Buen relato pero también a mí me parece que no está acabado, espero impaciente su continuación. Inspector, mansión inglesa y fuego de chimenea. Una acertada combinación.
Besos!
Borgo.

Durrell dijo...

Rosalind...Mallowan... y el pequeño Heracles. Me faltó el personaje de Agatha ;) Pasé para ver si hay continuación, Besos.

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