jueves, 28 de enero de 2021

Las victorianas joyas de Rosalind Mallowan 4

 


Carraspeando, prosiguió:

 -Pero vayamos al grano, ¡sí, lo hacía muy a menudo! Lo que no era tan normal era que estuvieran amparados en la oscuridad de los pasillos hablando como dos niños traviesos que comparten secretos. ¿Recuerda lo que dijo? ¿Recuerda haber pronunciado algo sobre un escondite? Pues lo dijo, ¿era para las joyas? También nombró algo sobre una coartada, lo mencionó varias veces, “nadie nos relacionará con esto” “tienes que hacerlo, ella tiene que…”, pero usted se interrumpía constantemente y la ama de llaves no supo a quien ni a qué se refería. Le aseguró a Smith que todo saldría bien, que todo saldría bien… ¿Qué tenía que salir bien? Ahora lo sabemos, un robo y un asesinato, un crimen que planificó al detalle, confiada, demasiado confiada, en el amor de su Smith.

»Señora Mallowan usted le dio el martillo y los guantes. El ama de llaves fue testigo del tráfico, del movimiento de sus manos, pero no supo bien lo que era, no lo podía ver. Pero lo que sí pudo ver y oír fue como usted le seguía a la habitación del mayordomo. “Guarda esto y utilízalo bien”. Sin embargo el señor Smith nunca pensó en utilizarlo, por eso no se lo llevó, por eso no lo sacó del cajón, por eso usted, estafada, ha entrado hoy en la habitación, consciente de que si seguía allí significaba que Nancy nunca aparecería muerta, que ella no cargaría con las culpas, que él nunca volvería, que no habría escondido el botín, que no se recuperarían las joyas ni se fugarían.

»Las criadas me contaron que usted le pidió al mayordomo que sacara el coche para que acompañara a la cocinera al pueblo a por unos comestibles…pero cuando yo le pregunté usted fingió y dijo que no recordaba aquel detalle. Y mintió, mintió deliberadamente, porque sabiendo que el señor Smith había ocupado el Sedan, el coche más grande de la casa, ordenó al chofer (cosa que a él le extraño muchísimo)  que se dispusiera el Dodge para los miembros del clan que esta misma mañana, a primerísima hora,  fueron recogidos en la estación de tren, (tres miembros de la familia, el albacea y el notario), un vehículo, que usted sabe, tiene un número de plazas insuficientes para que llegaran todos cómodos… Demasiadas contradicciones, madame, pero ¿por qué permitir que se llevara el coche más grande? Ya, el maletero, claro, un gran maletero para ocultar cualquier cosa…

 -¡Es imposible!, ¡él tenía que regresar! -gritó Clarissa, más descarnada que nunca, mas afilada y delgada. La pena, la rabia, la estaban consumiendo por segundos-. ¡Tendría que haber vuelto! ¿Y porqué, hombrecillo del demonio, tuvo que descubrirlo todo? ¡¿Por qué?!

Con ojos desorbitados se arrojó contra el sesudo inspector. El forcejeo fue débil, él la redujo sin problemas, más preocupado por su arrugada camisa y su pulcra chaqueta, que por aquellas uñas afiladas. Las lágrimas calientes no ensucian, pero el presumido señor Lemoine también temía que aquella enloquecida señora le despeinara y aplastara el bigote.

 -¡Cálmese! -profirió-,  usted ya no puede hacer nada…

 -Él dijo que volvería. Si le preguntaban, diría que no había visto a la cocinera desde que la dejó en el pueblo, que ella se habría valido de él para que la llevara hasta allí, que la habría estado esperando horas a que regresara de la tienda pero que no volvió, que todos éramos unos ilusos por haber creído en ella… unos…ilusos… ¡Él dijo que me quería y que volvería!

Aquellos oscuros ojos se volvieron dos pozos sin fondo, secos, fieros, dolorosos, impenetrables.

Sin nada que hacer ni añadir el inspector Lemoine se dirigió con aire marcial a la puerta. Un solo gesto alertó a un par de hombres uniformados, quienes habían estado aguardando al otro lado del pasillo, esperando instrucciones, al tanto de que sus servicios podían ser necesarios.

 -Llévensela, será interesante su declaración. 

 -¿Cómo?, ¿cómo me descubrió? -repitió ella frenética, delirante, intentando arañarle con las manos. Una conducta muy poco propia de una señora de su categoría.

 -Usted es sabia madame... –suspiró– "Las conversaciones son siempre peligrosas si se tiene algo que ocultar". Cuando hablamos y la interrogué usted misma se delató, pero olvidó un detalle, le dije que si no tenía nada que ocultar estaría libre de sospecha, pero usted ocultaba demasiado.

 

La sacaron de la casa esposada. La señora Mallowan intentó soportar el escándalo ante el sorprendido personal de la mansión, quienes en pleno le hacían el pasillo al verla pasar. Los murmullos, las miradas de reojo, los codazos, fueron demasiado para su nervioso ánimo: “era la amante de Smith” “que vergüenza” “dicen que es la cabeza pensante del robo” “la encerraran con Nancy y el otro fantoche, ¡si lo atrapan!” Oyó que decían los empleados, y perturbada, al borde de la histeria, censurada por las miradas de los que la reprobaban apenas llegó a la puerta y cayó desmayada. La sudorosa Clarissa Mallowan tuvo que ser llevada en volandas por los policías, quienes la tuvieron que meter en el coche policial con los pies por delante.

El famoso inspector contempló la escena con cierto estoicismo. Heracles -famoso por su ánimo despierto y su burbujeante intelecto, siempre en funcionamiento, pleno de células grises- tuvo que admitir cierta aflicción,  al fin y al cabo, Clarissa no dejaba de ser una mujer traicionada, una mujer seducida, engañada y cruelmente burlada que no había acabado en la mejor de las situaciones.

Suspiró sonoramente y pensativo anduvo unos resonantes pasos hasta la puerta que conducía al salón. Todos tenían motivos para el robo, habló para sí, pero ahora la cuestión era: ¿quién tenía motivos para asesinar a la anciana? Porque la señora Mallowan, como bien revelaba el informe del forense que tenía en su poder, no murió de muerte natural… A no ser que se considere muerte natural el envenenamiento por arsénico y no era el caso, no, no, no.

Había llegado la hora de realizar el segundo arresto de la noche.

En cuanto el inspector hizo acto de presencia en el cálido salón, el nutrido grupo, de apariencia más que sofisticada y que se arremolinaba junto al fuego de la chimenea, le miraron expectantes… ¡Salvo aquellos ojos! Aquellos ojos sonrieron, bellos y verdes, creídos que nunca se sabría la verdad. Bastó un guiño del inspector para desbaratar esa falsa suposición, un guiño que ella interpretó bien, quedándose lívidamente suspensa. Heracles inspiró lentamente. No era lo que más le gustaba de su trabajo… continuaban las explicaciones.

martes, 26 de enero de 2021

Las victorianas joyas de Rosalind Mallowan 3

 


Sobre las seis de la tarde la enjuta señora Mallowan entró de puntillas en una oscura habitación que no era la suya. Al encender la lámpara se llevó un buen susto, no había esperado hallar allí al atusado detective.

 -¿Busca a alguien? -preguntó éste con su marcado acento-,  ¿alguien que no ha venido...? ¡Oh, es inútil!, no ha aparecido y no va a venir, Nancy tampoco, pero no tema ya están en busca y captura. No ponga esa cara, duele, ¡lo sé!, pero es mejor que se despida de él, igual que usted le va a decir adiós a su libertad, después de todo, ha sido cómplice de un ladrón…

 -¿Cómo lo sabe?, ¡¿cómo demonios lo supo?!

 -Fue por un pequeño detalle, su llavero, ese que aferra entre sus dedos, no es suyo, ¿verdad? había una S, de Smith naturalmente, ¿y porque iba a tener usted las llaves de su mayordomo si no era para entrar en su habitación siempre que quisiera? La historia que contaron sobre el lío entre la cocinera y su querido Smith era una fábula, el lío era con usted, usted lo quería y estaba dispuesta a fugarse con él, pero no iba a irse con las manos vacías, no después de soportar a su marido por veinte años, tenía que asegurarse una coartada, no podía permitir abandonar su hogar y que el robo la salpicase. Habría sido escandaloso. Lo calculó todo, pensó que podía fingir un robo, y abonó el terreno, le pidió a su querido Smith que coqueteara con la cocinera para imputarla más tarde, sería sencillo. Usted conocía a la perfección las dotes de seducción de su querido Smith, un hombre atractivo, fornido y deseable. Un hombre capaz de engatusar a cualquier mujer, de arrebatarla de tal manera que no le importase cometer un delito, ella lo haría por él, él la convencería de huir con las joyas. Era su plan, ¿verdad?, pero, algo pasó después, ¿no es así?, algo que la alertó, algo que la ha traído hasta aquí, ¿qué buscaba?

Clarissa cerró los ojos con fuerza, inspirando lentamente por la nariz, trastabillando con sus pies al retroceder, se sabía atrapada, así que, ¿para qué fingir más? Sería inútil.

 -Oh querida madame, sería lógico pensar que haríamos un registro de las habitaciones de los sospechosos, principalmente del fugado señor Smith. Usted lo sabía y tenía que precipitarse. ¿A que tenía miedo? ¿A qué encontrásemos aquí algo que la relacionase con él? Entre otras cosas sí, pero no fue precisamente eso la que la ha traído hasta aquí…

El detective esperaba ante ella, cómo un sabueso que parecía olfatearla sin descanso, esperando, aguardando a que hiciese o dijese algo que la delatara más, que la hundiera definitivamente en el  fango.

Clarissa no lo supo, pero sus ojos se posaron inconscientemente sobre la mesilla, desviándose rápidamente a otro lugar cuando sorprendida se percató de las hostigadores miradas del inspector Lemoine. Fue tarde, aquel baile de miradas despertó su interés. Atusándose uno de sus bigotes el hombrecillo sonrió y observó intrigado aquel mueble. Dirigiéndose a él sus manos tiraron del pomo, abriendo, sin parsimonia, el único cajón de la mesilla.

 -Tengo curiosidad -dijo y…

Sacó un par de guantes y un martillo. La señora Mallowan no pudo ocultar su gesto, tampoco su súbita palidez. Había algo en su mirada, ¿decepción tal vez? Sí.

 -¿Para qué quería esto? O… ¿o no lo quería?

Ella sofocó un gruñido, y mordiéndose el dorso de la mano, cayó derrengada sobre la cama. El cabello desordenado le caía sobre la cara, su respiración violenta sacudía los revueltos mechones de su cabello. Su gesto contraído delataba toda su rabia, toda su impotencia. 

Olvidándose de fingir, importándole muy poco la compostura, los rabiosos llantos no impresionaron al detective, curtido por años de profesión.

Él no la consoló, no era su deber.

 -No esperaba que él hubiese olvidado aquí esto, ¿verdad? No era lo que habían planeado. No, no, no… Ustedes habían quedado en que él le daría un golpe en la cabeza a la cocinera con el martillo, luego cuando estuviera muerta la dejaría tirada a un lado del camino. Por supuesto antes colocaría alguna joya menor en alguno de sus bolsillos, ¡un par de anillos, o tal vez algunos pendientes! Nada demasiado cuantioso. Pero, ¿qué pretendían con esto? ¡Qué respuesta tan sencilla! Hacer ver que todo había sido un plan desgraciado, una ladrona que es asaltada en el camino cuando huía con el botín, ¡tan sencillo como eso! Las demás joyas jamás aparecerían, ¡claro! Estarían ocultas, hasta que todo pasase, hasta que pudiera salir con ellas del país sin peligro. Un año, seis meses, podría esperar lo que hiciera falta sin miedo a las investigaciones porque nada la apuntaría a usted, después de todo, alguien había asesinado a la única sospechosa y ese alguien se había llevado todas las joyas. Un plan redondo… salvo por un detalle; su querido Smith jamás pretendió asesinar a nadie. ¡Sí!, ya sé que se lo hizo creer, pero esa no era su intención, él quería de verdad a esa mujer y junto a ella construyó un plan mejor. Usted al ver que el tiempo pasaba y no llegaban noticias sobre mujeres asesinadas en caminos no tan solitarios empezó a sospechar, a ponerse nerviosa, y decidió entrar en la habitación del mayordomo. Le apremiaba, ¡qué digo apremiaba!, necesitaba saber si el martillo que robó a su propio jardinero y que entregó a su amante seguía aquí, ¿qué más podía hacer si no comerse las uñas al ver que nada pasaba? ¡Y sí!, el martillo y los guantes siguen aquí, donde usted los dejó….

            -No lo entiendo….

 -¡Oh, es fácil señora Mallowan!, ha dejado demasiados cabos sueltos. Para empezar debió comprar un martillo en otra ciudad o utilizar cualquier otra cosa para su maquiavélico plan; una piedra por ejemplo. Pero no lo hizo y metió la pata. He estado hablando con el personal de la mansión, lo sabe, ¿verdad? Sí, claro que lo sabe. He estado haciendo preguntas, es mi tarea, digamos que así es mi profesión, uno va picando aquí y allá, intentando que algún pequeño detalle por muy pequeño que sea ayude a la resolución de un caso. Me llamó la atención un par de testimonios; el del jardinero para empezar, nada extraño había sucedido y no había visto nada, lo único raro que recordaba era que le habían desaparecido un par de guantes y un martillo, el mismo que usaba para el huerto, unos utensilios que, como es comprensible, echaba bastante de menos. Bueno, eso por sí sólo no tendría nada de raro, podría haberlos extraviado... Entonces hablé con la ama de llaves, es muy discreta como ya sabe, lo que no quiere decir que sea ciega o sorda, ¡y no está nada sorda, se lo aseguro! Sabía muy bien la relación que le unía a usted con el mayordomo. Me costó mucho hacerla hablar, pero yo insistí en que era importante, en que si sabía algo tenía que decirlo o se convertiría en cómplice, y ella, temerosa, no quería por nada del mundo acabar siendo cómplice de dos personas como… En fin, la otra noche hacía la ronda para apagar las luces cuando les vio…y les oyó. Cuchicheaban en la escalera uno muy cerca del otro. Era muy tarde, según dijo. Usted ya estaba en bata. Habría salido de la cama expresamente para reunirse con él, pero eso no era extraño, lo hacía a menudo, ¿eh?

Los ojos de Heracles destellaron como los de un zorro astuto.
CONTINUARÁ... 

domingo, 24 de enero de 2021

Las victorianas joyas de Rosalind Mallowan 2

 


              A solas el avispado detective garabateó algunas notas.

Tomaba el té en el cenador, a sorbitos, concentrado, leyendo con atención cada dato subrayado a lápiz, una y otra vez, recordando cada información, cada revelación, cada velada acusación… Llegó a la conclusión de que el clan Mallowan eran una pandilla interesante, un grupo sin pelos en la lengua, en especial para incriminar, delatar o atribuir faltas al que tuviera alrededor. Una familia muy al tanto de la obra y gracia de todos los demás….sobre todo de la obra.

Heracles se limpió concienzudamente el bigote con la servilleta (mas tarde se lo cepillaría y lustraría a conciencia) y echó una última ojeada al papel:

*Mr. John Mallowan: Arruinado. Miembro ilustre de una familia inglesa. Retirado de los negocios. Débil de apariencia. Casado con Clarissa. ¿Motivos? El señor Mallowan hizo firmar a su tía con disimulos una póliza de seguros a su nombre (el notario estaba al tanto de esto ¡!). Así, en caso de pérdida o robo de las cuantiosas joyas, sería el único beneficiado.

*Brian Mallowan Knitgton: Sobrino de Rosalind Mallowan. Joven ocioso. Distinguido. Aventurero. ¿Motivos? Venganza. Su madre (Violet Knigton) fue abandonada y vilipendiada por la familia Mallowan. Era adultera, pecado que la vieja solterona consideraba una aberración y una ofensa al clan. Ésta consiguió, no sin mucho esfuerzo,  que su hermano Charles, padre de Brian, se divorciara de Violet y la dejara sin nada, echándola a la calle humillantemente. El robo sería un acto para devolver a su madre lo que le correspondía.

*Ada Templeton: Prima de Knitgton (clandestinamente enamorada de éste desde la infancia) Artista. Bonita. ¿Motivos? Era la favorita de la anciana, pero la odiaba secretamente por haberla separado de su madre a quien recluyó en un manicomio (Margaret Mallowan sufría depresión y ansiedad pero no estaba trastornada) y quien fue asesinada allí por una interna desquiciada. Ada pretendía fugarse con Brian M. Knigton (conjeturas reales), y los jóvenes amantes necesitaban dinero para empezar una nueva vida, pues el joven (el prometido de Ada parecía saberlo de buena mano) es abiertamente insolvente.

*Jonathan Evans: Prometido de la señorita Templeton. Ambicioso. Secretario de un gran hombre de negocios, un conde con enormes contactos en las altas esferas. ¿Motivos? No es quien dice ser, su verdadero nombre es el de Michael Miles, reconocido estafador de gente adinerada. (A pesar del sutil cambio de aspecto, lleva el mismo inconfundible alfiler en la corbata que en la foto en la que se pide su busca y captura, un dato cuanto menos curioso) Realmente enamorado de Ada. Celoso por sospechar -quizá saber- los verdaderos sentimientos de la joven hacía su primo. Resentido por ello, capaz de cometer el robo, aún así el menos sospechoso, nunca llegó a entrar en la habitación de la anciana.

*Coronel Walter Scott: Ayudó en el pasado a la vieja solterona a deshacerse de una mala prensa (la hermana de Rosalind se quedó embarazada sin estar casada, de esa relación nació Ada) Rosalind y el coronel fueron amantes un tiempo pero él quería dejarla para casarse con otra mujer rica. Ella lo impidió. Desde entonces le guardaba un rencor no confesado por haber arruinado su posición, su fortuna y su nombre, (y porque acabara convenciéndole para que se casara con una mujer enfermiza que nunca le dio hijos). ¿Motivos? A su muerte prometió dejarle algunas de sus joyas en herencia, (devolverle las que él le regaló en su juventud cuando eran amantes, y que pertenecían al abolengo familiar Scott) pero descubrió que no iba a ser así gracias a su amigo y notario A. Belling.

*Arthur Belling: Notario y hombre de confianza de Rosalind Mallowan. Aficionado a las plantas y los pájaros. ¿Motivos? Una manera de desquitarse. Durante años soportó el duro carácter de la anciana. Le tenía cierta inquina, la vieja insensible nunca le dio las condolencias por la desgraciada muerte de su esposa e hija en trágico accidente. Asimismo le debía algunos honorarios que se había negado a pagar (ella no se consideraba en deuda por un préstamo del pasado, un abuso que Belling jamás olvidó). Pensaba abandonar el país. (Scott sabía que Arthur Belling tenía arreglado un viaje al extranjero para cuando terminase de leerse el testamento de la difunta Rosalind Mallowan).

Et bien, esto se pone interesante… farfulló mentalmente para si Lemoine, porque bien mirado todos tenían los motivos y las oportunidades, todos podían ser los culpables.

Entonces, ¿quién?

CONTINUARÁ...

viernes, 22 de enero de 2021

Las victorianas joyas de Rosalind Mallowan

 


Cuando el sesudo inspector de policía llegó a la mansión Mallowan, el clan al completo se encontraba en una de las salas, desolados por lo ocurrido.

En medio de la habitación, sobre la mesa victoriana de madera maciza se encontraba la caja en cuestión, la misma que hacía muy poco había sido saboteada y desvalijada, la misma que había albergado las joyas más valiosas de la fallecida señora Rosalind.

Brillantes esmeraldas, rubís y gemas de las más importantes del mundo formaban parte del surtido de la venerable anciana, una increíble y deseada colección que era la envidia de media realeza europea, además de ser el objeto de codicia de muchos falsificadores y ladrones. Las joyas, de un coste exorbitado, habían desaparecido el mismo día que la familia Mallowan, herederos de la vieja solterona, tomaban posesión de las pertenencias de su amargada tía.

Heracles Lemoine, famoso detective e inspector, atravesó la puerta del salón acompañado por algunos hombres de uniforme quienes sin demora empezaron a tomar fotografías y a sacar huellas dactilares de la destrozada caja.

Una mujer enjuta lloraba afectada sobre un diván, hipando de rabia. Un hombre de apariencia ratonil trataba en vano de consolar a la despechada mujer, quien rechazaba melodramática el sugerente vaso de bourbon que este había preparado para ella. Junto al fuego un joven delgado y atlético contemplaba las llamas con cierto aire hipnótico. A su lado una muchacha alta y desgarbada ensayaba una mueca de pena, al tiempo que deslizaba una temblorosa e indecisa mano por el hombro del abstraído muchacho. Sobre uno de los brazos del sofá otro joven intentaba parecer ajeno a la situación pero enviaba miradas amenazantes a la escuálida chica, quizás molesto por la innecesaria muestra de afecto, o eso entrevió el maduro inspector, famoso por no escapársele ni el más mínimo detalle. Detrás, dos hombres de aspecto serio intercambiaban confidencias amparados en las caprichosas sombras que la luz de la chimenea proyectaba sobre la estancia. Se trataba del notario quien estaba acompañado del coronel Scott, gran amigo de la anciana y albacea de ésta.  Ambos se quedaron de piedra al ver entrar al famoso detective.

El revuelo fue mayúsculo. Todos conocían al atusado hombre de bigotes estrafalarios, así que todos sabían que de alguna manera aquel hombrecillo llegaría al final del asunto; su fama le precedía.

Como “mesié” Lemoine sólo conocía unos pocos datos de lo ocurrido, enseguida se puso manos a la obra y empezó a interrogar a todos los presentes y a examinar todas las pruebas.

En su investigación le quedó claro un punto: nadie había forzado la puerta principal, tampoco otras puertas ni ventanas, lo que significaba que el ladrón en cuestión no había necesitado forzar ningún acceso para entrar en la mansión. Además la habitación apenas había sido desordenada lo que insinuaba que el ladrón conocía el lugar en donde Rosalind Mallowan guardaba su caja fuerte.

 -¿Y eso que significa? -lanzó teatralmente el detective la pregunta a sus afligidos oyentes-. Significa -entonó con suficiencia después de un segundo de silencio-, que el ladrón tenía libre acceso a la mansión, afinamos un poco mas y digamos que la conocía bien, por lo que podía, ¿por qué no?, vivir aquí…

 -¿Acaso usted nos está acusando a todos? -reaccionó Clarissa Mallowan, la enjuta mujer, quien cambió rápidamente el llanto por aquel tono afilado.

 -Exactement querida dama, pero no tema, si no tiene nada que ocultar estará libre de sospecha.

En seguida se convocó al personal de la mansión. Y sirvientas, criados y jardineros fueron emplazados en el hall, al pie de la escalera. La sorpresa fue mayúscula cuando ni el mayordomo ni la cocinera estuvieron allí para la inspección. Las alarmas se dispararon, pues no era normal que aquellas personas tan eficientes abandonaran su puesto sin más. Los buscaron sin éxito. Y cuando los ánimos ya estaban revueltos se dio en decir que aquellos dos mantenían una relación secreta, y que iban a escaparse, y que necesitaban dinero. Así que el clan Mallowan alzó su terrible voz y acusó de robar a aquellos que se habían ido.

Heracles Lemoine sumido en sus cavilaciones sentía algunas dudas al respecto. Había observado a una de las tímidas doncellas, quien parecía estar mordiéndose la boca para no hablar. Como era natural en él, no tardó en hacerla desembuchar:

 -¿No recuerda señora Mallowan que usted encargó personalmente a Nancy que fuera a comprar la mantequilla que hacía falta para el pudding? -farfulló sin poder apenas mirarla a la cara-, ya sabe que la pobre no sabe montar en bicicleta así que el mayordomo, el señor Smith, se ofreció a llevarla en el coche, usted lo autorizó, ¿no se acuerda?

La enjuta señora Mallowan regañó con hastío la punta de su nariz, como si hubiera olvidado tal detalle. ¿De verdad lo había olvidado o había encontrado la ocasión perfecta para desviar la atención hacía aquellos que se habían marchado?

Las espabiladas células grises del inspector empezaron a burbujear. De todo el clan Mallowan la señora era la que parecía más culpable. Su fingido ataque de nervios, su actitud, esa ambigua mirada… Pero si algo le habían enseñado sus largos años de oficio era que a veces aunque parezca lo que parezca, nada es lo que parece… ¿o precisamente si era lo que parecía?

 -¿Puede decirme si la cocinera y el mayordomo se fueron antes o después de que se perpetrara el robo, señora Mallowan?

Ésta no dio una hora exacta y su testimonio fue bastante vago. El resto tampoco sabía nada; sólo que a las once, hora en la que el notario, el albacea y los señores Mallowan entraron en la habitación la caja ya estaba despedazada sobre la mesa.

Para sorpresa de todos, el detective no realizó más preguntas. Sus ojos parecían indicar, de alguna manera, que ya había obtenido lo que quería. Desconcertados, todos se retiraron a sus habitaciones a descansar. Y así, los Mallowan creyeron que por aquel día se habían deshecho del cargante “mesié” Lemoine.

CONTINUARÁ...

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