sábado, 8 de noviembre de 2008

Por tu culpa

Manchester, verano de 1952.
Margaret Sullivan era enfermera, trabajaba desde hacía muy poco en el hospital universitario pero le apasionaba su trabajo. Aquel día se sentía cansada, sofocada por el insoportable calor y hambrienta, pero no quería pensar en eso, aún restaban varias horas de trabajo y demasiadas tareas por delante. Suspiró y empujó el carro con los almuerzos, deteniéndose ante la puerta cerrada de la habitación veintidós.

Se agachó y recogió la primera bandeja, tocó débilmente y sin esperar el permiso se adentró en la oscura habitación. No conocía a aquel paciente, lo habían trasladado aquella madrugada desde la sala de recuperación y todavía se hallaba sumido bajo el efecto de los sedantes. Acercó la bandeja a una mesa y lo miró. Se dio cuenta del error pues el paciente estaba conectado a un suero y evidentemente no podía comer, pero por algún motivo se quedó a mirarlo.
Repitió este comportamiento varios días. Entraba para observarlo, deseando que este abriera los ojos y la mirara también, pero eso nunca pasó.

Margaret sufría cuando lo encontraba retorciéndose en la cama entre convulsiones de dolor, no soportaba la respiración dificultosa ni aquel jadeo que le martilleaba en la sien, y sin embargo no podía hacer nada por él, las quemaduras y las fracturas tardarían un tiempo en curarse, y a veces se sorprendía al pensar angustiosamente si aquel hombre contaba con ese tiempo.

Sus compañeras la habían avisado, que no confundiera el amor con la compasión. Tal vez ya fuera tarde porque no podía remediar estar a su lado, siendo testigo callado de su evolución. De aquel paciente casi no se sabía nada, salvo tres cosas: su nombre, Henry Irving, que era piloto y había sufrido un accidente con un biplano mientras hacía una exhibición, y que nadie venía a visitarlo, así que Margaret suponía que no tenía familia, lo que alimentaba sus esperanzas.

Un día se encontró en la habitación de Henry a dos hombres uniformados. Eran pilotos, muy altos, cuadrados, sonreían con cierta petulancia y descaro cuando la vieron entrar, retirándose del paso para repasarla de arriba abajo. Cohibida intentó disimular pero supo que no lo consiguió cuando los oyó reír. Se volvió e intentó salir pero uno de los pilotos franqueó la salida y cuando le miró su sonrisita viciosa la puso nerviosa. Se preguntaba que podría hacer cuando oyó aquella voz. “A-amigos” Los pilotos reaccionaron antes que ella y corrieron hacía la cama del enfermo, saltando sobre él, hablando en gritos, alegres por verle despierto. Ella también se alegró pero no se atrevió a acercarse.
“Yo sabía que te pondrías bien amigo”, oyó que decía uno de los pilotos. “Por supuesto que iba a ponerse bien, somos pilotos de la RAF, ¡estamos hechos de otra pasta!, ¿o no?” El enfermo no podía hablar y resultaba agobiante ver como le atosigaban, pero ella no fue en su ayuda aunque hubiera sido lo propio. ¿RAF?, ¿había oído bien? Fue entonces cuando la asaltaron fantasmas del pasado que creía enterrados.

Temblorosa escuchó las alborotadas voces de los pilotos. Ausente se sumió en el eco de las palabras, inmóvil oyendo sus risas y sus batallitas de guerra.
Se morían de la risa conversando sobre aquella vez cuando el De Havilland Mosquito que pilotaban se quedó sin fuerza en dos motores durante una misión de reconocimiento por la Francia ocupada o como aquella otra vez cuando tuvieron que hacer un aterrizaje forzoso en aquella ciudad de Alemania después de que hubieran sido ametrallados cuarenta minutos seguidos por un caza alemán. Daba la impresión o así lo aceptó Margaret de que los bombardeos habían sido un juego divertido, un entretenimiento del que habían salido bien parados. Ellos sí, sufrió internamente Margaret y le flaquearon las rodillas, y cerró los ojos recordando el atroz sonido de cientos de aviones sobrevolando su cabeza. Se apretó las sienes reprimiendo un grito porque le parecía que en sus oídos resonaban las bombas, las detonaciones, el sonido de la destrucción que sufrió en su niñez. Y cayó al suelo. Los pilotos la ayudaron a levantarse, interesados por su estado pero ella les apartó de un empujón, furiosa y con los ojos enrojecidos. No podían saberlo, pero Margaret Sullivan o cabría decir, Gerda Seidel, su verdadero nombre, les echó la culpa de todo el sufrimiento y dolor de su vida.

Gerda Seidel tenía catorce años cuando en febrero de 1945 se quedó sola en el mundo. Gerda vivía en Dresde, Alemania, una ciudad preciosa sin ningún valor militar a orillas del río Elba. Sus padres no eran nazis pero si sus abuelos. Aún así aquella era una ciudad de desvalidos, hogar para refugiados, heridos y prisioneros de guerra aliados. Aquel trece de febrero Gerda corrió de la mano de sus dos hermanos pequeños en busca de un refugio. Los pequeños lloraban porque ya sabían que el toque del péndulo se usaba para anunciar un ataque aéreo. Sus padres los habían sacado de la casa porque no la consideraban segura y habían encomendado a su hija mayor que se llevara a los niños, que los escondiera en una iglesia, la madre creía que las bombas respetarían aquel lugar sagrado. Gerda quería que sus padres los acompañaran, no obstante obedeció y llevó a los niños lejos en busca de un escondite.

Llegó a una iglesia y tuvo fe. Rezó ante una imagen y se aferró a sus hermanitos intentando calmarles, pero los niños lloraban mucho, querían ir a casa, querían estar con su papá y su mamá, querían ir allí porque les dolían los pies de tanto correr, y tenían hambre, y frío, y no les gustaba aquella iglesia tétrica, oscura, llena de sombras fantasmales.

Gerda intentó evitarlo pero los niños se escaparon, se soltaron de sus manos y corrieron hacía afuera, inconcientes del peligro que les esperaba. Ella les gritó pero los niños no la hicieron caso, así que les persiguió, corriendo torpemente entre la multitud que allí se refugiaba.

La primera bomba hizo retumbar el suelo y Gerda perdió el equilibrio, ensordecida por los gritos y el sonido de cristales rompiéndose. Y ya no pudo verles, una nube de polvo y humo lo cubría todo, y hacía difícil la visibilidad. Lloró con angustia y tambaleante se acercó a la puerta desgajada de la pared, quitando con sus manos los escombros encontró un zapato, sólo un zapato. Tosió y miró hacía afuera, la calle estaba destrozada e inundada por la rotura de las tuberías de suministro de agua, los postes de teléfonos y de alumbrado público estaban tumbados, los edificios sin fachadas, sin puertas, sin ventanas. La ciudad entera había sucumbido y sólo había gritos, llanto, sollozos, gritos de auxilio ahogados en miles de gargantas. Gerda gritó, llamando por sus hermanos pero nadie respondió. Los incendios iluminaban el cielo cuando la niña buscó su casa y no la encontró porque no había nada, sólo un cascaron que encerraba fuego.

Sobrevivió, resistió por milagro los embates pero se quedó sola en medio de un mundo que ya no era el suyo cargando con la culpa de no haber salvado a sus hermanos, un mal sueño que a partir de entonces siempre la acompañó.

En 1946 una familia inglesa la adoptó y ya no se llamó nunca mas Gerda Seidel, como si borrando ese nombre se pudiera borrar también todo lo demás.
No había vuelto a pensar en la guerra, ni en Alemania, y no lo hubiera hecho si no hubiera sido por Henry Irving, sus amigos, y su parte de culpa, pues sabía muy bien que la RAF eran, entre otros, los responsables de los bombardeos. Sintió odio, un odio inmenso cuando pensó en sus risas contando con alborozo como habían abatido y destruido aquellas ciudades, y se odió a si misma del mismo modo por haberle cuidado cuando ahora deseaba su muerte. “Le mataré, le voy a matar, voy a acabar con su risa, voy a matar a un asesino”, pensó, imaginando como lo haría. “Podría cortarle el suero o el cuello”, disfrutó al imaginarlo, pero luego no se atrevió a hacerlo. “¿De verdad Henry Irving tenía alguna culpa?, mataba sólo porque le ordenaban hacerlo, porque nosotros éramos sus enemigos”. Margaret le miró fijamente. “¿Y mis hermanos, eran ellos tus enemigos?, ¿Qué culpa tenían de esa maldita guerra?, ¿Qué culpa tenían si eran sólo unos niños?”

Henry Irving descubrió la mirada de la enfermera, y le sonrió cálidamente, agradecido por los cuidados prestados, pensando que aquella chica tan guapa que parecía tan tímida se iba a convertir en una buena amiga.
Henry no tenía la capacidad de leer las mentes, claro, de lo contrario no hubiera pensado lo mismo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Un relato super bonito, de pelicula. Más importante que la culpa, es saber perdonar ;) es lo que nos permite avanzar y se felices.
Felicidades Ana!
MUAKS!.

Ana Bohemia dijo...

Gracias anónimo, me alegro que te guste. Creo que lo mas importante de la culpa es reconocerla.
Muacks.

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