miércoles, 2 de noviembre de 2011

Monotombe

Tras débiles esfuerzos Monotombe vio la luz, había nacido, había llegado al mundo. El agradable sol entraba a raudales por el pequeño ventanuco de la choza. La brisa cargada de olor a madera quemada era agradable, pues llegaba mezclada con el efluvio de las especias del asado que afuera cocinaban. Las risas eran sanas a su alrededor. El pecho al que se aferró para mamar era suave y cálido. Su sabor levemente salado le dejó relajado, dormitado… Monotombe aún recuerda aquel día como el mejor de su vida.

Fue niño hasta los cinco años, edad en la que fue secuestrado y vendido como esclavo. Durante un tiempo y sin descanso trabajó en una plantación de café, era una buena mano de obra, la más barata. Cosechaba, recolectaba, cargaba con los sacos, hacía todo lo que le pedían, no podía negarse. Acurrucado y echo un ovillo dormía sobre el suelo, pero no soñaba, estaba tan cansado que no podía soñar. Caía agotado, hambriento. La dolorosa luz del día sólo traía el comienzo de otro nuevo día de sufrimiento y dolor. Había otros niños allí con él, como él, algunos hablaban su dialecto, pero la mayoría preferían callar, nadie lloraba, todos habían perdido sus lágrimas. De tanto esfuerzo su sangre impregnaba los sacos tan pesados que les laceraban los hombros. Pero a nadie le importaba, nadie los curaba. Su vida empezó a ser dura, palizas, golpes, insultos, abusos. “¡Te vas a acordar hasta del día en que naciste!” ¿Cuántas veces le habían dicho aquello? Pues se acordaba…

Y añoraba el calor de la piel de su madre, sus cantos al mecerlo, su voz amable. Recordaba la protección del abrazo de su padre, como sus manos lo sostenían con orgullo y como él aferraba sus fuertes dedos entre su pelo, ensortijando sus rizos. Veía el paisaje familiar: altas montañas lejanas desteñidas de azul, cristalinos y brillantes lagos, saltarines riachuelos, grandes llanuras moteadas de verde en donde danzaban extraños animales cornudos. Recordaba la dorada luz al atardecer, los débiles rayos heridos que morían al besar el horizonte. Evocaba entonces aquella sensación de tranquilidad y paz, de sosiego, de alegría, de libertad.

No había vuelto a sentirse así nunca más.

Con siete años vio la oportunidad y huyó. No llegó muy lejos. Lo atraparon unos guerrilleros en un camino polvoriento cuando se dirigía a ninguna parte. Lo reclutaron a la fuerza y en su mano colocaron un fusil. Así fue como Monotombe se convirtió en soldado de una guerra que no entendía, que no era la suya. Empezó a conocer otro tipo de crueldad, comprendió que él mismo podía ser cruel e injusto. Vio el horror y huyó de las minas que a veces sólo esquivó por suerte. Sorteó las afiladas manos de los amigos que decían serlo, de ellos y sus sustancias peligrosas, nunca se enganchó a aquello que alteraba y mataba la mente, pero fue testigo de la obsesión fría por la muerte de aquellas personas, de aquellos niños asesinos que le rodeaban, que no sabían lo que era el cariño o la ética.

Ya no sabía lo que era el mundo en paz. Era un niño soldado, un instrumento. Ya no había cielos azules, ni atardeceres. Vivía en la oscuridad, atado a un deber que no era el suyo, conviviendo con el miedo y el terror. No tenía casa, sus techos sólo eran amenazadoras nubes, tan compactas que no dejaban un espacio para el sol, ni para su luz. Sus paredes sólo eran caras agriadas, desfiguradas, manos que alzaban fusiles y puñales. Su suelo era un charco de sangre y de casquillos de bala.  Una casa sin puerta, estaba dentro pero no podía salir.

Quería salir y se arriesgó. Algo le mordió en el corazón. Sabía que era un disparo. Sintió un leve ardor, luego todo se quedó en calma, igual que ese silencio previo a la tormenta. Pronto se abrirían las compuertas del cielo y rompería a llover, pronto podría bailar bajo las gotas… pronto, sería por fin, libre.   





Este relato apareció en el número 2 de la revista virtual "El vagón de las Artes". ¡No te pierdas el tercer número!

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Un relato real, crudo, conmovedor y que todo el mundo debería leer.
Gracias, Ana, por compartirlo aquí, con nosotros, porque también hay que llorar por los que lo pasan mal, y es de una gran sensibilidad que nos hayas hecho sentirnos en la piel de ese niño.
Un fuerte abrazo:
Carol.

Ana Bohemia dijo...

Un fuerte abrazo Carol- Nicole Sagan. Es un honor saber que te ha gustado el relato, que te has emocionado un poco. Creo que es un relato tristemente realista, la verdad es que hay muchas historias de niños como Monotombe, y mucho peores que la suya, niños esclavos, niños instrumentos, niños sin infancia, niños sin futuro.
Gracias por comentar.
:)

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