Con el amanecer llegó el trueno, el gran sonido y tras el, el enorme ave que bajó del cielo, resbalando luego en la tierra. Los niños de la tribu Yebu nunca habían visto nada semejante, así que una mezcla de expectación y miedo les embargó.
El revuelo armado fue tan grande ante la llegada del aparato, que, aunque los habitantes de la tribu eran gente pacifica, dedicada sólo al ganado y a sus cultivos y sin ningún instinto guerrero, enarbolaron con bravura sus palos, preparados por si tuvieran que pasar a la acción. Fue Tangale, sacerdote del clan, el primero en examinar el portento que había bajado del cielo, y el primero en toparse con los extraños desconocidos de pálida tez que salieron del interior, concediendo entonces que aquel milagro tenía que ser obra del dios supremo Yambah.
Los desconocidos eran gente extraña que venía de tierras lejanas. Gente rara que no vestía como ellos ni se movía como ellos y que rápidamente asentaron un campamento justo al lado del suyo, como así estableció Tangale, en lo que ellos llamaban la peligrosa meseta del león.
Fue entonces, sin ninguna pausa, cuando los tres extraños sacaron de las entrañas del ave sus bultos e instrumentos. Hecho aquello, el trueno regresó y el ave volvió a resbalar por la tierra, tomando gran velocidad para de un salto regresar al cielo, en donde se perdió entre las altas nubes. Aquella fue la primera vez, aunque no la última, en que los niños de la tribu veían un avión.
Los habitantes de las sólidas casas de barro y paja vieron como sus nuevos vecinos levantaron unas débiles estructuras de tela, casas ancladas al suelo con la ayuda de enclenques bastones brillantes. Los desconocidos parecían sorprendidos de todo lo que les rodeaba, como si nunca hubieran visto a una caravana de elefantes cruzar la llanura o a una manada de cebras correr al galope, como si jamás hubieran contemplado la meseta ni su vegetación. Por lo tanto hacían cosas extrañas; conjuraban al relámpago al que tenían atrapado en una piedra negra y perseguían los paisajes con ella, como si de esa manera pudieran atrapar su esencia. Eran magos, o al menos eso decidió que eran aquellos hombres, Hausa y Bilchi, los niños más valientes de todos los Yebu, los únicos que se habían atrevido a espiar a los hombres pálidos, sus desconocidos vecinos. ¿Si habían venido con el trueno porque no iban a tener atrapado en una piedra al relámpago? Pensaron inocentes, pero es que ni Hausa ni Bilchi sabían lo que era una cámara fotográfica ni para que servía.
Era fascinante mirarlos, sobre todo a la mujer que los acompañaba. A diferencia de las mujeres Yebu aquella era pequeña de estatura, delgada, sus uñas eran llamativas, muy rojas y largas, y su pelo era lacio, sedoso y tan claro como el trigo cuando se seca al sol. Los hombres eran igualmente grotescos; uno tenía los ojos del color de la lluvia, el otro los ocultaba tras cristales ahumados, además abundante pelo le salía de la cara, arremolinándose en las mejillas pero sobre todo debajo de la nariz.
Lo mas sorprendente era su maquina de fuego, en ella calentaban su comida. Comida que no habían tenido que cazar ni ordeñar. Otra cosa asombrosa era su caja de música, de donde salían voces y ruidos. Ruidos que aquellos monos calvos, como así los llamó Bilchi, seguían con los pies y con las manos en una extraña danza. Por la noche se iluminaban con pequeñas lámparas que albergaban minúsculos fuegos blancos, tan blancos que herían la vista. Tampoco parecían necesitar el agua, pues no paraban de beber de un líquido amarillo que guardaban en algo que ellos llamaban nevera.
Para sorpresa de Hausa y Bilchi, aquellos desconocidos hablaban la lengua familiar. Dijeron que eran médicos, sanadores. Dijeron que venían para ayudar a los niños, para salvarlos. Dijeron que había una enfermedad muy infecciosa que podía matarles y que ellos tenían la cura: lo llamaron vacuna. Convocaron a Tangale y a otros sabios, y los convencieron para que les permitieran proporcionar a sus hijos tal medicina, alegando que en el continente vecino ya nadie moría por dicha enfermedad. Hablaron todo el día, ofreciéndose a curar otros males para los que los hechiceros del clan apenas tenían remedios y llegaron a un acuerdo: los ancianos permitirían a los niños Yebu vacunarse si ellos sanaban a Vange, el hombre mas anciano de la tribu.
Tranquilamente los hombres blancos reconocieron al reticente anciano al que suministraron una pequeña pastilla, después, simplemente, esperaron. Media hora después la aspirina había hecho efecto y las jaquecas del viejo Vange, se esfumaron. Convencidos de que lo que traían aquellos extraños era bueno, aceptaron el trato de los hombres blancos y los niños se pusieron en fila ante la tienda de los médicos extranjeros.
“Así no te pondrás enfermo”, decían solícitos cuando algún niño lloraba de miedo sobre sus regazos. “Así te convertirás en un hombre sano y fuerte”, alegaban.
Hausa y Bilchi quisieron creer, habían visto toda la magia de los hombres blancos, así que se dejaron poner la inyección. Aquella noche, todos bailaron para los forasteros, riendo y cantando. Un día después el trueno volvió, y con el regresó el ave. Los monos calvos partieron de inmediato, llevándose con ellos la maquina del fuego, la caja de la música y su magia sanadora, también la piedra que albergaba el relámpago, aquella a la que ya no tenían miedo.
Nunca más, ni Bilchi ni Hausa volvieron a tener unos vecinos tan extraños como aquellos… aquellos que habían llegado del cielo.
El revuelo armado fue tan grande ante la llegada del aparato, que, aunque los habitantes de la tribu eran gente pacifica, dedicada sólo al ganado y a sus cultivos y sin ningún instinto guerrero, enarbolaron con bravura sus palos, preparados por si tuvieran que pasar a la acción. Fue Tangale, sacerdote del clan, el primero en examinar el portento que había bajado del cielo, y el primero en toparse con los extraños desconocidos de pálida tez que salieron del interior, concediendo entonces que aquel milagro tenía que ser obra del dios supremo Yambah.
Los desconocidos eran gente extraña que venía de tierras lejanas. Gente rara que no vestía como ellos ni se movía como ellos y que rápidamente asentaron un campamento justo al lado del suyo, como así estableció Tangale, en lo que ellos llamaban la peligrosa meseta del león.
Fue entonces, sin ninguna pausa, cuando los tres extraños sacaron de las entrañas del ave sus bultos e instrumentos. Hecho aquello, el trueno regresó y el ave volvió a resbalar por la tierra, tomando gran velocidad para de un salto regresar al cielo, en donde se perdió entre las altas nubes. Aquella fue la primera vez, aunque no la última, en que los niños de la tribu veían un avión.
Los habitantes de las sólidas casas de barro y paja vieron como sus nuevos vecinos levantaron unas débiles estructuras de tela, casas ancladas al suelo con la ayuda de enclenques bastones brillantes. Los desconocidos parecían sorprendidos de todo lo que les rodeaba, como si nunca hubieran visto a una caravana de elefantes cruzar la llanura o a una manada de cebras correr al galope, como si jamás hubieran contemplado la meseta ni su vegetación. Por lo tanto hacían cosas extrañas; conjuraban al relámpago al que tenían atrapado en una piedra negra y perseguían los paisajes con ella, como si de esa manera pudieran atrapar su esencia. Eran magos, o al menos eso decidió que eran aquellos hombres, Hausa y Bilchi, los niños más valientes de todos los Yebu, los únicos que se habían atrevido a espiar a los hombres pálidos, sus desconocidos vecinos. ¿Si habían venido con el trueno porque no iban a tener atrapado en una piedra al relámpago? Pensaron inocentes, pero es que ni Hausa ni Bilchi sabían lo que era una cámara fotográfica ni para que servía.
Era fascinante mirarlos, sobre todo a la mujer que los acompañaba. A diferencia de las mujeres Yebu aquella era pequeña de estatura, delgada, sus uñas eran llamativas, muy rojas y largas, y su pelo era lacio, sedoso y tan claro como el trigo cuando se seca al sol. Los hombres eran igualmente grotescos; uno tenía los ojos del color de la lluvia, el otro los ocultaba tras cristales ahumados, además abundante pelo le salía de la cara, arremolinándose en las mejillas pero sobre todo debajo de la nariz.
Lo mas sorprendente era su maquina de fuego, en ella calentaban su comida. Comida que no habían tenido que cazar ni ordeñar. Otra cosa asombrosa era su caja de música, de donde salían voces y ruidos. Ruidos que aquellos monos calvos, como así los llamó Bilchi, seguían con los pies y con las manos en una extraña danza. Por la noche se iluminaban con pequeñas lámparas que albergaban minúsculos fuegos blancos, tan blancos que herían la vista. Tampoco parecían necesitar el agua, pues no paraban de beber de un líquido amarillo que guardaban en algo que ellos llamaban nevera.
Para sorpresa de Hausa y Bilchi, aquellos desconocidos hablaban la lengua familiar. Dijeron que eran médicos, sanadores. Dijeron que venían para ayudar a los niños, para salvarlos. Dijeron que había una enfermedad muy infecciosa que podía matarles y que ellos tenían la cura: lo llamaron vacuna. Convocaron a Tangale y a otros sabios, y los convencieron para que les permitieran proporcionar a sus hijos tal medicina, alegando que en el continente vecino ya nadie moría por dicha enfermedad. Hablaron todo el día, ofreciéndose a curar otros males para los que los hechiceros del clan apenas tenían remedios y llegaron a un acuerdo: los ancianos permitirían a los niños Yebu vacunarse si ellos sanaban a Vange, el hombre mas anciano de la tribu.
Tranquilamente los hombres blancos reconocieron al reticente anciano al que suministraron una pequeña pastilla, después, simplemente, esperaron. Media hora después la aspirina había hecho efecto y las jaquecas del viejo Vange, se esfumaron. Convencidos de que lo que traían aquellos extraños era bueno, aceptaron el trato de los hombres blancos y los niños se pusieron en fila ante la tienda de los médicos extranjeros.
“Así no te pondrás enfermo”, decían solícitos cuando algún niño lloraba de miedo sobre sus regazos. “Así te convertirás en un hombre sano y fuerte”, alegaban.
Hausa y Bilchi quisieron creer, habían visto toda la magia de los hombres blancos, así que se dejaron poner la inyección. Aquella noche, todos bailaron para los forasteros, riendo y cantando. Un día después el trueno volvió, y con el regresó el ave. Los monos calvos partieron de inmediato, llevándose con ellos la maquina del fuego, la caja de la música y su magia sanadora, también la piedra que albergaba el relámpago, aquella a la que ya no tenían miedo.
Nunca más, ni Bilchi ni Hausa volvieron a tener unos vecinos tan extraños como aquellos… aquellos que habían llegado del cielo.
7 comentarios:
Parece que a los visitantes pálidos no les costó demasiado integrarse con esta tribu de Nigeria no? :) Es que, aunque uno vaya en son de paz...dependiendo con cual se tope, como hemos visto en las películas, o como estas tribus del Amazonas, que si te acercas igual te matan.
Me ha gustado mucho el relato, Ana :). Especialmente el final: "Nunca más, ni Bilchi ni Hausa volvieron a tener unos vecinos tan extraños como aquellos… aquellos que habían llegado del cielo". Esta tribu es la de los awak no? Que creen en los castigos "divinos" pero también en los premios que vienen del cielo. Así, que perfecto el final, muy bueno! :)
Muchos besos!!
Qué manera de describir y de relatar (ahora los piropos me toca a mí decirlos XD). Me ha gustado mucho como describes lo que veían Bilchi y Hausa, y a la mujer Yebu de pequeña estatura. Eso sí es talento a la hora de escribir, vamos un relato corto, sencillo y que te sumerge en la historia. El hacer algo así no lo puede decir todo el mundo.
Ah y que sepas que me ruboricé ayer al leer el piropo que me echaste en el blog :)
Gracias y saludos!!!
Ahora que dices lo del Amazonas mi hermana me estuvo comentando cosas acerca de tribus de esas perdidas que si que no son nada amables con los extranjeros, pero para mi historia quería algo mas amable.
Gracias por tu valoración, como siempre muy amable.
Si, es la tribu de los awak, también llamados Yebu. El final tenía que ser de esa manera, ¿no? se tenían que ir igual que vinieron.
Muchos besos a ti Virginia...
;)
Gracias por los piropos Angel, como dices si que ruboriza recibir halagos así. La verdad es que escribir un relato no es fácil, a mi siempre me gustaría continuar la historia y profundizar, pero escribirlos me parece un buen ejercicio para mejorar... ¡la verdad es que me encanta escribir!
Besos
;)
Un relato precioso, lleno de ternura. Me gustan especialmente las descripciones; creo que es así como veríamos nosotros todo esos aparatos si no supieramos lo que son, como piedras que contienen el trueno, o maquinas de fuego.
Es un relato corto pero tiene las palabras justas, ni más ni menos, y la anécdota del texto es muy bonita.
Enhorabuena :)
Besos!
Besos Raque, da gusto leer comentarios así, a una se le sube el ego hasta las nubes, pero tranqui tampoco se me va a subir a la cabeza, jaja.
La verdad es que pretendía que fuera un relato tierno e inocente, espero haberlo logrado.
Gracias por tus visitas y tus comentarios.
;)
MENSAJE DE PRUEBA
Gracias Raque por las palabras y tu visita, uno no sabe que decir ante cosas así. Un beso...
Ana
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