Vivía
en un mundo sin amor, pero era su mundo, un mundo en donde la moneda de cambio
era la crueldad y la indiferencia. En ese triste lugar había diferencias, clases
y castas. Los de abajo miraban siempre hacía arriba en el gesto de los
soñadores. Los de arriba jamás miraban hacía abajo, así que no les importaba lo
que pisaran.
La
luz cenicienta de la mañana siempre era gris, doliente y apagada. Trabajaba
duro y fuerte, de sol a sol, día a día, sin descanso. Era lo único que podía
hacer.
Sus
manos siempre estaban manchadas y negras de un penetrante carbón que nunca
desaparecía de debajo de sus uñas. Era empleado de la fábrica siderúrgica
Beneth desde 1886. Llevaba allí desde que cumplió los doce años, cinco años
después se mantenía en el mismo puesto aunque no con las mismas ganas. En la factoría
lo trataban como a un cubo de basura, como a un desperdicio, como a algo
infecto y despiadado que sólo podía engendrar los más bajos sentimientos, que
sólo podía poseer los peores de los defectos. Llegó a creerlo. Llegó a pensar
que tenían razón, que no era digno, que no era bueno, que no podía aspirar a
mejorar ni a salir de una situación que lo menospreciaba y lo aplastaba, y lo
hacía ir bajando escalón a escalón en la oscuridad de su pozo. Pensó que no
merecía nada salvo el asco de esos que cruzaban la fábrica tapándose la nariz
con un pañuelo empapado en perfume para no aspirar el aroma a humanidad de sus
desguarnecidos peones. Pensó que su destino era el trabajo duro y el
sufrimiento. Y el ruido de las maquinas. Y aquel pequeño gesto a medio camino
entre la burla y la censura con la que siempre le obsequiaban los
emperifollados funcionarios de la siderúrgica. ¿Qué pensaban? ¿Creían que era
un ser inferior, sin corazón, sin sentimientos? No había un desierto en su
mente, había una selva, una explosión de color e ideas. Sí, la había, una selva
poblada de proyectos que nunca desarrollaba, que morían, que se consumían antes
de ser realizados. Sabía, era consciente de que su luz se apagaba, la luz de la
vida, de sus ideas, de su energía. Era un niño, era un joven, un muchacho, un
hombre. Y se sentía viejo. Había pasado por tantas pruebas… ¿Por qué no
aprendía?
Era
un hombre, un hombre decidido a cambiar las cosas. ¡Si su jefe no fuera un
chacal indiferente a la agitación de sus proletarios!
Él
ni tan siquiera era un sindicalista pero se daba cuenta de la situación y de
las injusticias. Para el señor Beneth no existía nada en el mundo. Lo único que
le importaba a su avanzada edad era que su jovencísima hija sonriera. Albert
había admirado a aquella niña, a aquella chica, a aquella mujer. La había visto
convertirse en una flor, en un cisne elegante, en un ser deseado… y él también
la deseaba. ¿Sabía lo que era el amor? Un sentimiento inalcanzable… al menos
para él. La miraba y soñaba, y a veces le parecía que ella también le
observaba. ¡Si el señor Beneth les escuchara! Albert sabía que había que
actuar, presionar a ese hombre donde más le doliera.
¿Y
si…? La idea le rondó por la cabeza e inconscientemente esperó el mejor momento
para llevarla a cabo. Quiso echarse atrás, pensó en tirarlo todo por la borda,
y lo hubiera hecho, si Beneth no hubiera enviado a aquellos matones a disolver
la revuelta en su fábrica a él ni siquiera se le habría ocurrido actuar con
venganza, a él ni siquiera se le habría ocurrido secuestrarla…
Sin
embargo ya era tarde. Amordazada en la oscuridad de aquel sombrío cuarto fue
cuando se dio cuenta de que había llegado demasiado lejos. Beneth no cedería al
chantaje y él perdería su trabajo. Lo mas probable es que lo asesinaran en
cualquier callejón, y lo peor, ella nunca volvería a mirarle con interés… ¿Qué
había hecho? ¿Por qué se había rebajado al nivel que aquellos abusadores le
imponían? Él mismo se daba cuenta de que no tenía perdón, y ahora… ¿ahora que
iba a hacer con ella?
(…)
Extracto
de un relato inacabado.
4 comentarios:
Un relato muy intrigante y muy bien escrito, Ana, porque te transporta a esos años de la revolución industrial y marca esa diferencia de clases entre trabajador y patrón que, todo hay que decirlo, parece que estamos volviendo.
Me ha gustado mucho.
Ya tengo ganas de saber como sigue!!
Besitos.
Ana. Quede con un gustito a quiero más. Un relato que trasporta la imaginación a aquellos tiempos donde mo era fácil ser obrero, y los sueños dificilmente llegaran.
Muy bueno Ana, espero seguir leyendo en una próxima entrada.
Un gran abrazo amiga.
Un relato muy interesante con toques dickensianos. Espero que algún dia lo termines y nos lo ofrezcas completo. Carbón, chimeneas, uñas sucias... muy sugerente.
Saludos. Borgo.
Muchas gracias Montse por leerme. Prometo resolver la intriga en cuanto pueda.
Besitos
:D
Un gran abrazo Roberto y gracias a ti por leerme. Espero continuarla y darle un desenlace apropiado.
Un placer
:D
Gracias Miquel, todavía no tiene final pero lo estoy desarrollando... lo de toques dickesianos me ha dado una idea,
Saludos
;D
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