martes, 14 de septiembre de 2010

Luna Azul (2ª parte)

Los pequeños respondieron que si encantados y los mayores que no tenían nada mejor que hacer, así que todos se acomodaron donde pudieron para disponerse a escuchar al abuelo.
Y el viejo Martín dijo así…

De esto hace tantos años que he perdido la cuenta. Era tan joven, tenía tantas ganas de vivir de verlo todo que sin contar con la aprobación de mi padre me embarqué como marinero en un barco pesquero, en un palangrero para ser exactos. La vida de un marinero es muy dura como descubrí entonces, pero una vez embarcado ya no podías echarte atrás, tenías que apechugar y seguir adelante.
Durante algunas semanas sufrí de mareos además de nauseas, así que poco fui de ayuda para la tripulación, y encima el capitán estaba arrepentido de haberme dado cupo ya que apenas le había correspondido con mi trabajo. Un día, de golpe, dejé de encontrarme mal y pude empezar a trabajar. Así fue como descubrí que me habían asignado las peores labores porque como era tan inexperto casi no sabía hacer nada. “Harás dinero y verás mundo”, me habían dicho y me habían mentido porque lo único que vi durante seis largos meses fue agua y mas agua. Largas extensiones azules colmadas de olas y peces. Aprendí, eso sí, que hay que esforzarse mucho, también hice amigos e incluso vi algo del mundo…
Desembarcamos en un lugar muy grande, frío y nublado, en el que todo el mundo hablaba muy rápido y en una jerga que me sonaba a las películas. Era un puerto inglés y ya he olvidado su nombre, pero no estuvimos mucho allí. No estaba en nuestra ruta pero nos habíamos tenido que desviar por tratarse del puerto más cercano ya que debido a un fallo en el motor teníamos que buscar repuestos para una reparación de urgencia. Doce horas después y ya arreglada la avería cruzamos el canal con rumbo a aguas libres, fue entonces cuando el motor se agripó definitivamente. Nos encontrábamos demasiado lejos para volver así que tuvimos que tomar una decisión, de esa manera fue como arribamos al puerto de Vigo, un lugar que jamás olvidaré.

Llovía ligeramente y hacía un frío penetrante que casi impedía respirar. Las nubes brumosas encapotaban un cielo hasta entonces azul. Apenas eran las cuatro de la tarde y ya era de noche, algo que me deprimió enormemente. Asomado por el ojo de buey de mi camarote pensaba en lo aburrida que se veía la ciudad a aquellas horas. Puede que el aburrido fuese yo y no la ciudad…
Algunos de los muchachos bajaron a puerto y yo con ellos, animado, después de todo, a pasar una tarde de asueto. La vida en un puerto es típicamente característica allá donde vayas, en todos hay mucho comercio. Un puerto suele estar lleno de vida. En todos hay mucha actividad y transito; mercancías, personas, barcos, distintos olores, distintos idiomas… Siempre te encontraras con algún faro o con alguna dársena, y también con una pequeña playa o cala en donde los pescadores venden a voz en grito aquello que han logrado faenar a lo largo del día. Siempre he sentido fascinación por esto, ver las redes extendidas bajo el sol, sentarme en las escolleras y contemplar el vuelo de las aves marinas revoloteando sobre las ganancias. Aquella tarde no hice nada de eso. Los muchachos y yo buscamos una taberna en donde ahogar un poco las penas.

El antro era oscuro, viejo y polvoriento pero tenían buen vino y mejor música. La dueña se llamaba Agostiña, pero nunca supe si era su verdadero nombre o se trataba de un mote. Agostiña tenía gusto por los discos ingleses (aunque ella llamaba inglés a todo lo que sonara a ese idioma). Su más preciado tesoro era un tocadiscos que presidía una estantería que aguantaba de milagro sobre dos alcayatas mal puestas. Frank Sinatra, Cole Porter, Billie Holiday o Louis Armstrong eran algunos de sus artistas favoritos, y lo sé porque en los veintidós días que duró la reparación del motor no dejé de frecuentar la taberna de Agostiña.
Día y noche frecuentaba la taberna, para comer o para cenar, o sólo para pasar el rato, pero sobre todo para escuchar aquellas magnificas voces, aquellos sonidos maravillosos que me trasportaban muy lejos y alejaban la tristeza, la añoranza o la soledad.

Recuerdo perfectamente la primera vez que la vi. Sonaba Blue Moon de Ella Fitzgerald con su sonido viejo y desgastado de la púa sobre el disco cuando entró al bar y se acercó a Agostiña. Le dio dos besos, se puso un delantal y se movió al compás de la música mientras fregaba unos vasos. Me quedé sin respiración y no pude dejar de observarla. Era el ser mas bello y perfecto que había visto en mi vida, y me enamoré como un tonto de aquella chica. Así que me convertí en un asiduo cliente de la taberna, no sólo por el vino o la música, también por verla. “Acabáramos, ¿piensas que no me he dado cuenta, ricura?” me dijo una vez Agostiña mirándome con cautela cierto día en que pasé mas de seis horas a resguardo en su bar, “pues si que me he dado cuenta de que la miras con interés o con mas que interés”. “Yo no lo pretendía…”dije, pero me interrumpió: “¡eso lo sé!, ¿o te crees que no entiendo que así es el amor?”
¿Amor?, ¿acaso era para tanto?
Lo era. Amaba a aquella muchacha, no sabía nada de ella pero la amaba.
Así que siempre que ella faltaba de la taberna gritaba por la tabernera y le rogaba que pusiera el disco. Ella sabía cual era y siempre me daba gusto con un guiño de ojo. Y así me deleitaba imaginándome su rostro, su cuerpo, el dulce balanceo de su cabello o como la luz de la bombilla matizaba su piel bajo las sombras.

“La próxima vez que venga, ¡atrévete!, invítala a bailar”, me aconsejó la celestina de Agostiña y así lo hice. Me costó vencer mi timidez y la vergüenza, pero bebí de un largo trago un fuerte reconstituyente y me decidí. “Si tardas mas en declararte el patrón arreglará el barco y nos iremos, y nunca mas la volverás a ver”, me dije, y la idea de no verla me atravesó el corazón.
Carraspeé, me puse en pie, aparté el vaso lejos de mí sobre la barra y la llamé. Ella tardó en oírme, así que grité. Asustada creyó que estaba borracho por lo que me miró con reparo, sin atreverse a preguntarme que me pasaba. Y tuvo que ser Agostiña la que me echara un cable: “Anda, hazle caso, no esta loco, sólo quiere hablar contigo…” “¡Qué?!” profirió ella confundida. “No seas tontiña hija y habla con él” Y prácticamente la buena de Agostiña la empujó hacía mí. Todo el mundo nos miraba pero eso no me achantó y le ofrecí mi mano, diciendo: “¿Quieres bailar conmigo?” Ella tenía buen juicio así que se fió de mí. En medio de la umbría taberna los dos nos acercamos y nos movimos. Aquel fue el primer baile de muchos otros. La magia que se creó fue tal que prácticamente la rapté de allí y juntos recorrimos como en una nube todo el puerto de Vigo hasta que oscureció.
Hablamos sin parar, conectamos, y sé que muy pocas veces ocurre algo así. ¡Y la luna!, nunca he vuelto a ver una luna como aquella…

Mientras el viejo Martín recordaba en voz alta ante la tropa interesada de nietos la luz regresó. Primero parpadeó rápidamente y después precedida por un sonido eléctrico se encendió. La intimidad creada se esfumó así como la magia de la voz profunda del viejo Martín. Y todo el mundo con gesto amodorrado se miraron entre sí.
La tele funcionaba, y el ordenador, y el aparato de música, y el viejo Martín creyó que ya que todo volvía a la normalidad a nadie le interesaría escuchar el final de la historia.
-¡Que no abuelo!, sigue hablando por favor…
-¿Y vuestros juegos?
-Podemos reiniciar la partida después…
-¿Y eso tan importante del ordenador?
-Puede esperar unos minutos…
-¿Y la música?, ¿y la novia?
-Todo eso estará ahí mañana…
Ya, pero yo no, pensó el viejo con amargura, yo volveré dentro de siete días y si Dios quiere. Pero no pudo reprochárselo a nadie aunque era la verdad.
Su hija Juana que estaba muy cerca posada sobre el apoyabrazos del sofá le apretó la mano con cariño, como si quisiera infundarle ánimos. Quizás había leído en la expresión del viejo Martín lo que este estaba pensando. Tal vez quería hacerle sentir que estaba cerca… o puede que el recordar a su madre la hubiera puesto sentimental.
Martín observó con el corazón en un puño a toda su familia, y lo adivinó, tuvo una certeza: había amor, amor y cariño en todas aquellas tiernas miradas. Así que el viejo Martín contó el final de su historia embargado por algo que, sabía muy bien, era felicidad…

Aquella noche nos besamos y todo se hizo así más difícil. Iniciar una relación cuando yo era un marinero que estaba de paso en una ciudad desconocida no era buena idea pero no lo pudimos evitar.
“Me quedan pocos días, luego me marcharé”, recuerdo que le dije llevándola de la mano hasta la taberna y ella se puso triste. Entonces yo le acaricié la barbilla y la tranquilicé diciendo que volvería, que nos cartearíamos, que no sería por mucho tiempo. Pero ambos sabíamos que el día en que partiera sería el final. Y ninguno quería que aquello fuera el final así que ambos nos pusimos muy tristes y por algunos días dejamos de vernos, yo dejé de frecuentar la taberna y ella tampoco se acercó a mi barco. Pensábamos que obrábamos bien. Pensábamos que nos ahorraríamos el dolor de una despedida o de algo más.
Entonces una mañana me desperté, y me dolía mucho el corazón, y era porque lo tenía roto, porque la echaba de menos, porque pensaba en ella, porque no la quería dejar, porque estaba enamorado. Evaluando todos aquellos porqués me di cuenta de que no iba a renunciar a ella, a Azucena, no por esa estupidez de la distancia o mi trabajo, así que tomé una decisión: puedo cambiar mi oficio, puedo cambiar la ciudad en la que vivo, pero no puedo cambiar mis sentimientos y estos me arañaban por dentro porque no había sido justo conmigo mismo. No sé que me impulsó a hacerlo pero lo abandoné todo. Aquel día el motor ya estaba arreglado pero yo no volví a embarcar en el palangrero. No digo que el capitán se alegrase pero se lo veía venir, por suerte me pagó lo convenido y me deseó suerte. Cuando me presenté en la taberna y nos miramos ella lo entendió todo y me sonrió. Fue como si me dijera te quiero, te acepto, me voy contigo adonde sea, nunca te dejaré. Y yo la apreté contra mi pecho y no hizo falta hablar… ya habíamos hablado.
El amor es así: te alimenta, te sostiene, te abriga, te embarga, te conmueve, te da felicidad y una sensación de impunidad que nadie puede robarte, además esta hecho a prueba de dificultades. Y creedme que tuvimos bastante de eso.
Resulta que Agostiña no era sólo la dueña de la taberna, también era la madre de Azucena pero nunca me lo había dicho, imaginaros mi sorpresa cuando me lo confesó entre risas y gritos de felicidad. “Ya sabía yo que tú acabarías formando parte de mi familia” Y sí, formé parte de su familia y de su taberna porque en ella aprendí a cocinar, hasta que llegaron malos tiempos y Azucena y yo decidimos arriesgarnos en mi tierra, así que nos casamos en la parroquia de Santa María y ese mismo día tomamos un avión. Hubo llantos de felicidad y de tristeza casi en un instante. Fue muy duro para Agostiña vernos partir… pero como regalo y recuerdo nos obsequió con un disco de vinilo. Estaba ya muy viejo y gastado pero siempre lo conservamos con cariño.
En mi tierra las cosas no estaban mucho mejor, y me convertí en un experto en ganarme el pan, realizaba cualquier trabajo aunque no tuviera idea porque cuando estas desesperado todos los caminos valen. Así fue como aprendí de mecánica, y de animales, (puedo herrar a un caballo mientras cambio el aceite a un motor), y de tejados, y de cañerías, y de tierras para la siembra. A base de mucho esfuerzo me pude comprar una casa con un jardín lleno de rosas y de margaritas, un jardín desde donde Azucena y yo contemplábamos la luna llena tomándonos de las manos. En donde nuestra banda sonora, como no podía ser de otra forma era “blue moon”. Nunca fui más feliz. Y nunca volveré a ser mas feliz que en aquel tiempo. Así que cuando quiero recordarla sé que disco poner. Es entonces, cuando la música se extiende y todo parece envuelto en la delicada magia que ofrecen las notas musicales, cuando me siento más cerca de ella. Y por un momento mi corazón se alegra porque me parece que Azucena esta conmigo, sentada a mi lado, tomándome de la mano, siendo feliz conmigo, sonriendo al recordar la canción, su canción.


Cuando Martín terminó su relato se sintió nostálgico pero se le pasó enseguida al comprobar como su audiencia se levantaba para abrazarle. Rodeado por sus nietos recuperó un poco el amor por la vida y comprendió que aquellas horas merecían la pena. Aunque todo cambiase, aunque las cosas empezaran a ser diferentes, él sabía cuanto valían aquellos momentos. Y confió que cuando él faltase así le recordarían los suyos: como a un viejo sentimental al que le gustaba contar la historia de cómo conoció al amor de su vida. Sabía que algún día cuando toda aquella tropa creciese y madurase conservarían ese recuerdo, un recuerdo que les emocionaría. El recuerdo de su abuelo, un hombre que siempre amó y quiso ser amado.

Aquella noche de regreso al asilo en el coche de Tony pensó en el día que había pasado, y se le hizo raro. Y sabiendo que ya terminaba se sintió mas extraño que nunca. Entonces abrió la ventanilla a la noche y contempló el paisaje. Cerró los ojos, respirando fuertemente por la nariz y recordó los besos de sus nietos. Recordó sus sonrisas infantiles, su amor y sus preguntas, y todo aquello le conmovió. ¿De verdad algún día le recordarían como a un viejo sentimental lleno de historias o como a una sombra que ocupaba una silla una vez a la semana? Deseó que fuera lo primero, por supuesto, pero tampoco depositó muchas esperanzas al respeto.
-Espérate abuelo te ayudaré a bajar- le dijo Tony desabrochándole el cinturón de seguridad con un movimiento rápido.
Martín estiró las piernas y antes de entrar al asilo observó el cielo estrellado. Aquella noche, después de la lluvia, la luna estaba esplendida.
-Abuelo, ¿por qué te gusta tanto mirar a la luna?
-Me recuerda algo…
-¿Qué?
-Que amé, y que alguna vez no estuve solo.
-Tú no estas solo- le dio la mano, -siempre nos tendrás a nosotros.
-Eso espero…


Aquel día rendido por el largo día Martín se sentó en su cama y abrió una gaveta de su mesilla. Con manos temblorosas sacó un viejo disco de vinilo que colocó sobre el tocadiscos. La música lleno su habitación, envolviéndole.
Martín estuvo un rato observando como giraba el disco, como la aguja de la púa acariciaba suavemente las estrías gastadas del vinilo. Suspirando se quitó los zapatos con desahogo y pensativo se recostó sobre la almohada. Se concedió un segundo, entonces…

-¡¿Pero se ha vuelto loco don Martín?!-profirió un enfermero irrumpiendo en su cuarto sin avisar, -¿es que no ha visto la hora que es?, ¡todo el mundo esta durmiendo!, estas no son horas para poner esa música.
Y sin más puso sus huesudas manos sobre el aparato de música para apagarlo. Antes siquiera de que pudiera tocar el viejo disco, el viejo Martín se lo impidió, levantándose ágilmente de su cama para evitar que aquel idiota estropeara su joya mas valiosa con aquellas manos afiladas. En seguida hubo un cruce de miradas que no amilanó al enfermero quien dándole un ultimátum le advirtió que se lo quitaría si no se atenía a las normas. Fue entonces cuando Martín comprendió que aquella no era su casa, era sólo una cárcel, un lugar en el que tenía que estar recluido hasta que le llegase su hora, un momento que cada vez deseaba con mas fuerza. Apenado el enfermero se dio cuenta de su brusquedad y se apiadó un poco de él.
-Puede terminar de oír la canción, Martín, pero póngalo mas bajo- suspiró dirigiéndose a la puerta para salir y dejarle solo, -y luego acuéstese, no me sea tan rebelde…
La puerta se cerró de un portazo. Al verse solo, aferrado a su disco, Martín se sintió ridículo. Entonces se asomó a la ventana para observar la luna, pensó que era lo único que le quedaba de ella, de aquel pasado, de aquella vida feliz.
La música sonó entonces toda la noche sin que nadie lo percibiera, porque él, él sólo quería recordar.

FIN

5 comentarios:

Chica de ayer dijo...

Ha sido increíble. Es verdad que la historia es creíble, que nos puede sonar de otras de este tipo, pero la forma en que lo has contado...me ha emocionado, de verdad.

He podido recrearme con tus palabras, representando el relato en mi cabeza y evadirme por un poco de dónde estaba. Te felicito.

Un beso grande!!

Ana Bohemia dijo...

Me alegro mucho de que te gustara el relato, no esperaba que fueras a emocionarte (aunque yo cuando lo escribí me emocioné, me entró una tontería que no veas) pero supongo que es porque uno piensa en sus abuelos, especialmente en los que no estan y no puedes remediarlo, te tienes que poner sentimental. Este relato se lo dediqué a mis dos abuelas, dentro de unos días hará el aniversario de su muerte, así que ha sido un pequeño homenaje a ella.
Gracias por la felicitación.
Muchos besos!!
;)

Raquel dijo...

Te ha quedado largo pero es una historia tan bonita que no importa. Me ha encantado ese viejecito y su historia de amor.
Un beso grande Ana :)

Ángel dijo...

Como te dije en la otra mitad de la entrada, WAW!!. Me ha encantado toda esta historia, tienes futuro, de veras, si como dijiste a lo mejor no escribiendo libracos, sí como relatos, que si son como éste ya tienes un admirador seguro.
Un beso!!

Ana Bohemia dijo...

Raquel: Gracias, a mi también me gusta ese viejecillo. Muchos Besos :)

Ángel: Gracias me animas mucho, libracos o relatos si que me gustaría ganarme el pan con esto, me haría muy feliz. Besos ;)

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