Intenté pensar con rapidez pero la sorpresa de lo imprevisto me había idiotizado más de la cuenta. Y poco a poco me fui quedando sola en un vagón maloliente que apestaba a especias. Tan intensos olores me revolvieron el estomago vacío. Con la boca pastosa y todavía en ese trance soñoliento fue regresando a mi memoria pequeños fragmentos de la noche anterior…
Apenas había aterrizado en el aeropuerto internacional de Indira Gandhi, Nueva Delhi cuando empezaron mis problemas. No sabía hacía donde dirigirme y torpemente perdí el autobús gratuito que había de llevarme a la Terminal situada a cinco kilómetros. Indignada maldije un buen rato hasta que un joven que me observaba se acercó a mí. Era obviamente hindú aunque tenía los ojos tan azules como los de un sueco. Me miraba con una sonrisa sardónica que me puso los pelos de punta. Debía llevar grabado en la frente un cartel que ponía ilusa y muerta de miedo, porque estaba dispuesto a aprovecharse de mis defectos.
Habló en ingles y aunque yo estaba un poco pez con el idioma, algo entendí. Se ofrecía a llevarme a la otra Terminal donde los turistas solían arracimarse en las ventanillas de información de la zona de llegadas. Dudé y no de la buena intención. Al percibir mi duda siguió insistiendo, hablando sin parar sobre hoteles, masajes y buenos restaurantes. Mi mente se escapaba de mí, y en mi cerebro burbujeaban algunos de los consejos que mi padre me había regalado para sobrevivir en cualquier parte. El primero, NUNCA fiarse de nadie. Pero los consejos son como las buenas intenciones… siempre se pueden dejar para otro día como decía Escarlata O´hara.
Acepté por cansancio o eso quise pensar porque no había razón para fiarse del primero que por allí pasase. El individuo se alegró bastante y esperando que a mi no me importase me condujo hacía una destartalada motocicleta; su orgullo, según comprendí. Luego de un viaje abrupto y cuando mis aterradas tripas nadaron otra vez a su sitio, y mi corazón se calmó, y lo plano fue de nuevo plano y no curvo, me encontré una palma abierta y vuelta hacía mí. Su taxímetro corría, supuse. Y me zampó no se cuantas rupias por el favor.
-El autobús sí.
Arrastrando los pies, con mochila al hombro y con 50 euros menos en el bolsillo, la voz potente de mi padre retumbaba con todo su poder dentro de mí. Cuidadito que hay mucho timo. Enfurruñada busque en la meditación un sistema que me ayudase a conservar el humor y a mantener la calma, algo que no me fue posible ya que no olvidaba que estaba completamente desorientada y perdida sin haber salido del aeropuerto.
En una asociación de ideas magistral, y ya que estaba perdida, compré un mapa de la ciudad. Ojeándolo me di perfecta cuenta de que no podría llegar a la pensión en el coche de san Fernando y que tendría que rascarme una vez más el bolsillo.
Dos posibilidades viables se presentaron ante mí. La primera: ir en taxi. Eso si, pagando por adelantado y sin regatear. La segunda: ir en rickshaw. Una especie de motocarro y atracción de la ciudad que todos hemos visto alguna vez por la tele en las películas. Ir en rickshaw a parte de que parecía más molesto, más caro, y algo innecesario, era en realidad más romántico, tan romántico como la idea que me había llevado a mí a hacer este viaje espiritual.
Trasportada por la magia de Oriente me sentí como una diosa india o una reina por la que podían levantar numerosos templos abarrotados de riquezas. En mis sueños imaginaba que tenía poder sobre todo y todas las cosas, que podía mandar edificar un palacio en la misma orilla del Ganges. Y como en los cuentos, el palacio estaría forrado de maderas preciosas como la teca, el palo rosa o el sándalo. Aquel palacio olería siempre a flores, a plantas y a árboles frutales. Imaginaba entonces que me pasaría horas y horas sentada en una silla de bambú tomando té aromático y fumando, fumando libremente. Y que podría bañarme en los estanques del templo bajo la luz de la luna como una princesa caprichosa. Y como el niño de la selva tendría varios animales de compañía y muy diversos: un macaco travieso, un elefante bonachón, un tigre peligroso pero noble o un pavo real para hipnotizarme con sus bonitas plumas de diseño.
Repentinamente sin palabras por el panorama, la mente se quedo en blanco, una vaca cruzaba graciosamente la carretera volviendo su húmedo hocico hacía mí.
Así que era por eso por lo que los amables caballeros me miraban de esa manera. Inesperadamente con los dientes apretados, ojos furiosos y con alguna intención, avanzaron, pero no me quedé a preguntarles y salí por patas.
Corrí sin resuello hasta que mis pasos dieron con una estación ferroviaria. Después de todo había pensado coger un tren hacía Calcuta, la ciudad de la alegría y de los palacios, para visitar los barrios donde Maria Teresa había hecho su labor humanitaria. ¿Qué mejor momento que ese? Todo lo que siguió sigue estando borroso en mi cabeza. Gente, ruidos, olores, maletas. Este es el segundo consejo que voy a darte: no aceptes nada de nadie, puede traerte problemas. ¡Que razón tenía mi padre! Al día siguiente, en esa mañana del despertar y no espiritual, me encontré en un tren extraño, en un sitio vacío, muy distinto al que quería ir y sin equipaje.
Otro de los timos al viajero, otra de mis desventuras en el mágico, exótico y a pesar de todo maravilloso Oriente.













Así, un poco como Mafalda miro yo al futuro. Hay en mí una mezcla de expectación, incertidumbre y preocupación por este año. El deber, las obligaciones, toda esa carga responsable que se tiene encima me pone un poco esa cara, la de ¿me saldrá bien?, ¿podré salir adelante?, ¿superaré los baches del camino?, ¿esquivaré las piedras o no? No sé, tal vez tengo miedo, miedo a no hacerlo bien, a caer en viejos errores lo que sería un delito por mi parte o a no poder conservar el optimismo que quiero dar a aparentar.