El príncipe Varick no sabía lo que era tener amigos,
todos los que le rodeaban eran sus siervos, simples piezas a su servicio, pero
nada más. Así había sido siempre: nada de simpatías, nada de apegos, nada de
debilidades. La debilidad era sólo para los pobres o los enfermos. Según su
poderoso abuelo esa era la máxima de los triunfadores. Su victoriosa extirpe lo
obligaba a comportarse como un villano, a serlo, ser alguien inflexible, sin
sentimientos, sin remordimientos, una maquina preparada para aniquilar, para
ganar. Le gustaba, no conocía otra forma de ser. Era sólo que a veces se sentía
solo. Los que no eran siervos eran enemigos. Enemigos suyos, de su patria y de
su tierra. Gente mezquina a la que había que destruir. Lo hacía con gusto, era
su misión y sabía como cumplirla con eficiencia. Tanta perfección le había
costado su infancia, su inocencia. Alguien sin emociones es incapaz de sentir
remordimiento, culpa o dolor, así que pronto el príncipe Varick se convirtió en
el hombre mas temido de cuantos territorios conquistados o sin conquistar
hubiera sobre la faz de la tierra. El mundo era suyo y sus gentes… pero seguía
estando solo. Todo el mundo le odiaba, le temía. No era para menos, su capacidad
para ordenar cortar cabezas era de sobra conocida.
«Huyen a mi
paso, tiemblan y lloran, gritan de horror, saben quien soy, saben de lo que
sería capaz si me ofenden o me llevan la contraria, soy poderoso, soy fuerte,
puedo vencerlos a todos. “La victoria es por naturaleza insolente y arrogante”.
Yo soy insolente, arrogante, valiente. Me respetan y me temen, pero no me
entienden, no me conocen».
–Haga algo noble –le recomendó Wadûd el hombre de
confianza de su padre e instructor suyo en el arte de la lucha, un hombre
ilustrado que había acabado siendo un pobre esclavo del imperio–: Estudie,
póngase en manos de los mejores maestros, instrúyase sobre política, artes,
elocuencia, ¡ganará en sensibilidad!, podrá recitar los mejores poemas
homéricos, lea con avidez, cuando lo haga verá el mundo como un lugar mejor, más
digno y más bonito. Su padre lo ha preparado para reinar, le ha otorgado una
experiencia militar pero se ha olvidado de instruir su mente, su intelecto,
quizás así…
Dejó la cuestión en el aire. Quizás así se
convierta en un ser humano de verdad, pensó, pero apreciaba el hecho de
tener la cabeza sobre los hombros así que calló.
Varick pensó que podría hacerlo, así que buscó
tutores en los mejores rincones del planeta. Tenía diecisiete años y la
corpulencia de un hombre de treinta, pero su cabeza… su cabeza no servía para
recitar, memorizar o aprender. Jamás sería un erudito. Frustrado el intento por
refinarse siguió siendo Varick el áspero, Varick el terrible. Y el mundo perdió
a un par de sus mejores filósofos y pensadores, quienes pagaron la ineptitud de
su amo.
Era de esperar que un hombre de su calaña tuviera numerosos
enemigos. A sus pocos años ya había sobrevivido a varios intentos de asesinato:
flechas, venenos, asaltos, sigilosas bestias rastreras entre las capas de su
lecho. Nada había podido acabar con él. Era invencible. Llevaba en su cuerpo la
eterna señal de sus exitosas campañas. Cicatrices cruzaban sus brazos, huellas
de viejas suturas adornaban sus musculosas piernas. Era un hombre afortunado,
siempre lo había sido, desde el día de su nacimiento. Una historia que su madre,
con frecuencia, relataba gustosa.
«Sobre el lecho en donde te traje al mundo con
grandes esfuerzos se vio una araña ascendiendo en su hilo, signo inequívoco de
fortuna y un buen augurio para las parturientas quienes concedieron que serías
muy afortunado. Además, tu nacimiento coincidió con el triunfo de nuestro
ejército sobre los Menohis con
quienes llevábamos más de veinte años de dura contienda. Apenas unos minutos
después de que llegaras al mundo los animales se volvieron locos, los lobos con
su lamento aullaron a un cielo de estrellas lagrimeantes, las estrellas caían
del cielo. Aquellas señales, consideradas increíbles augurios de un destino
venturoso, nos hicieron creer que tú serías especial, y no nos equivocamos. Tú llevaras
la gloria a nuestro imperio y estoy segura de que tu nombre nunca morirá en el
olvido».
Si, concedió Varick, no puedo olvidar mi
misión, mi destino. Seguiré luchando, seguiré extendiendo a mis legiones sobre
la tierra y mi herencia será infinita. Después de todo para esto es para lo que he nacido.
Crudos inviernos trascurrieron, asfixiantes veranos
se sucedieron, estaciones que se mezclaban unas con otras alargaron la partida
de Varick. Y durante cuatro largos años su empeño fue el siguiente: matar, devastar,
aterrorizar, amedrentar.
Nuevas naciones, nuevos gobiernos, fusionar culturas,
fijar alianzas, robar tesoros, cobrar erarios, dilapidar fortunas, aterrar a
doncellas, intimidar a caballeros, pelear y ganar. Su vida era simple, no
necesitaba nada más… pero seguía sintiéndose solo. Nada le calmaba, nada le
saciaba; ¡ni el vino, ni el fuego, ni cabalgar a caballo! Las grandes bacanales
eran orgías vacías, repletas de lujo y derroche. Los besos de las mujeres no
eran sinceros, tampoco sus interesados afectos. Y Varick las despreció a todas,
incapaz de decidirse a tomar una esposa.
–Por mucho que un hombre luche, por muchas riquezas
que acumule, no puede estar solo para siempre, con alguien ha de compartir su
vida –de esta manera habló un capitán de su guardia, animado por el acuciante
efecto del vino–. La gente murmura. Sin
herederos, sin sucesores, ¿qué les esperará cuando sea emperador? Daría lo
mismo que fuera usted quien ocupase el trono o que fuese una piedra quien lo
hiciese…
– ¿Una piedra? ¡Tendría que cortarlos a todos por la
mitad y colgarlos de las estacas más puntiagudas! ¿Una piedra? ¡Que un mal rayo
les parta!
Los que le rodeaban sentados a su mesa se alarmaron
al verlo tan enfurecido y temieron por el deslenguado capitán, perdido entre
desvaríos:
–Elija una bonita ciudad de su vasto imperio y allí
mande construir un digno palacio, en el establézcase, retírese de la vida
militar, dedíquese a buscar la felicidad.
Con ojos turbios a causa de la borrachera, el capitán
hablaba como si lo hiciera con un viejo amigo y confidente, aunque por supuesto
no era así:
–De ser usted yo lo haría, no lo dudaría –abrazando
con cariño al odre vacío su arenga se hizo todavía mas abrupta, mas excitada y
hueca–. ¡Daría todo cuanto poseo por regresar a mi hogar! Aquel hogar en donde
está mi vida, mi familia, mis hijos… Regresaría al campo, vería prosperar los
cultivos, sé que no hay nada mejor, de ser usted…
– ¡Se compara con el hijo de un rey!
–bramó uno de los generales de Varick ofendido por tal atrevimiento– Que
atrevido rufián…
Había desenvainado la espada, amenazante y dispuesto
a cumplir con su deber, el deber de escarmentar a aquel imprudente por su
imprudencia, pero Varick detuvo su mano y sus propósitos. Fue el primer acto de
piedad y compasión que vieran sus hombres, el primero en toda su vida.
No podía revelar el por que pero no quería matar a
aquel sujeto, ni cortarle la lengua, ni dejarle sin cabeza. Y había una razón:
era la primera persona que le hablaba así, directamente, con cercanía, con sinceridad.
La primera persona que no tartamudeaba o acataba una orden directa, sino que
hablaba con libertad, desde el corazón, aunque fuera animado por los etílicos
vapores de la bebida.
Aquel consejo le llegó al corazón, ese en donde creía
que albergaba una piedra.
Se sorprendió pero decidió que eso era lo que
necesitaba. Un hogar, un lugar para vivir, lejos de las obligaciones, lejos de
los deberes y de los pesos de su estirpe.
Cabalgó durante dos semanas, viviendo de la
naturaleza, bebiendo de los arroyos, cazando lo que encontraba, guiándose por
el sol o las estrellas. Y una mañana tras un amanecer especialmente hermoso dio
con un sitio. Las vibrantes montañas resplandecían luminosas, azules y lejanas,
moteadas de fría nieve. Los valles verdes rebosaban plenitud, los campos vida,
frutos, vid. La ciudad que halló en aquel lugar parecía placida, dormida a la
sombra de altos árboles. Le agradó el clima, el frescor y las vistas.
Aquí me estableceré, decidió, me olvidaré
de la sangre y la batalla, de su fantasmagórico recuerdo, de sus ruinas, de su
silencio y su fragor, de la irrealidad inquietante de la guerra, de los
deformados rostros y los maltrechos cuerpos, de su acre olor.
No necesitó de nadie, ni emisarios, ni sirvientes, ni
los mejores constructores de palacios, ¡no iba a vivir en un palacio! Había
decidido probar un tipo de vida diferente, después de todo pensó que eso es lo
que haría un hombre sabio; compararía y decidiría, entonces concedería si aquel
borracho capitán tenía razón. Si era aquella vida la que merecía la pena ser
vivida.
Durante días hundió las manos en la tierra y extrajo
piedras y raíces. Aquel trabajo le entretuvo, fortaleciendo su cuerpo aún más.
De sol a sol taló árboles y los lijó, la constancia fue algo gratificante. Poco
a poco fue levantando su refugio. Un hogar pequeño pero habitable en donde
guarecerse de las tormentas y del duro sol.
Terminada su cabaña se sintió pletórico, realizado.
Ahora debo plantar algo, decidió, pero él no
conocía nada sobre las plantas y no supo por donde empezar. Intentó buscar una
nueva distracción, así que durante semanas trabajó la madera equipándose de
todo cuanto pensaba que podía necesitar, cucharas, puertas, una mesa, unas
cuantas sillas… ¿pero quien se sentaría en ellas?, maduró desconcertado.
Nadie porque estaba solo.
Estaba acostumbrado a la soledad, siempre se había
sentido solo a pesar de vivir rodeado de gente, pero el no ver a un alma en
días le acongojó. Era extraño que profesara aquel abatimiento, nunca lo había sentido
antes. Y empezó a tener sueños, pesadillas, inquietudes. Soñó con su abuelo,
con su fuerte y dura voz, esa acerada voz recordándole lo de la debilidad.
¿Acaso él era débil? Y si era fuerte, ¿por qué demonios había escapado?
No le gustó aquel sueño y decidió regresar. Un
príncipe no podía vivir como un mendigo, el hijo de un rey no podía olvidarse
de su reino. Su ausencia de semanas había alarmado al rey, pero no sólo a él. Se
decía que lo habían abatido, que le habían obligado a someterse, que estaba
prisionero, que el territorio se quedaba sin heredero, que había muerto. Se
decía que estaba vivo, pero que había desertado, que había traicionado a su
padre, que se había vendido y cosas por el estilo. Se decía que ya no era el
guerrero de antaño, capaz de dominar naciones, de esclavizar a pueblos, de
tiranizar al mundo.
Varik contempló el horizonte. Ni siquiera cerró la
puerta de su cabaña al dejarla atrás. Crispó los puños y con impulso subió a
lomos de su caballo. Tenía los puños cerrados y el corazón encogido de
comprender que había una guerra contra la que siempre perdía: el reclamo del deber,
el ardor de la batalla, la llamada de la sangre.
Música: E.S.Posthumus-Selisona Pi
Google imágenes.
4 comentarios:
Bueno, bueno. Magnífico, épico, rico en vocabulario y sensaciones. Supongo y espero que este relato tenga continuación. Ya me dirás.
Hola amparo, muchas gracias por leerme. Me alegra saber que te ha gustado el relato. Y sí, continua, lo que pasa es que esta historia tiene ya dos años y me atasqué y la dejé aparcada, pero a ver si me pongo a ello.
Saludos
;)
Un relato muy bueno, muy bien escrito, pero se nota que es un trocito de algo mas largo.
Un beso :)
Hola Raque, gracias por leerme. Sí, ya me conoces, yo y las palabras nos dejamos llevar y siempre llegamos lejos, muy lejos y con mucho peso, no me mido.
Besos
:)
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