Sólo ella me habla, a veces lo hace mirándome a la cara, entera y plena, llena de sí misma, y percibo que su voz denota gravedad, hay algo rasposo en ella, en esa voz cavernosa, cómo llena de ceniza, o tal vez sea escarcha porque a veces se muestra esquiva, dividida, cómo si tuviera otra cara, eso me perturba, la veo distinta cada vez, y cada vez habla diferente, no sé si es que está rota, pero se le nota herida, ha recibido muchos golpes, pero sigue, sigue girando, sigue existiendo y brillando. Me dice que haga lo mismo, que no me rinda, que no pierda mi carisma, mi esencia… No quiero, por supuesto, no quiero perder mi identidad, porque ella aún siendo cada vez otra distinta, conserva su embrujo, esa aureola atrayente y especial, ese poder influyente. Quiero parecerme a ella, ponerme roja, amarilla, blanca, quiero estar llena, aunque a veces me vea menguada o chiquita, porque sé que siempre volveré a brillar con todo mi esplendor, reinando en mi universo. Ojalá fuera como la Luna y no sólo serlo porque nos llamamos igual.
sábado, 27 de noviembre de 2021
martes, 9 de noviembre de 2021
Mi sol
Me hundí en su pupila, entonces, caí en su interior como absorbida por un agujero negro. No había gravedad y aunque flotaba en ese espacio neutro, caía, sentía el vértigo y la velocidad en mi rostro, comprimiendo mi cuerpo, mis pulmones, mi corazón, mi estómago. Un viaje hacia ese negro azabache bordeado de un iris furioso que era un mar verde y azul, brillante como mil soles, cómo cien diamantes juntos. Iba a chocar contra su pupila sin casco de astronauta, sin máscara de oxígeno, pero no choqué, entré dentro, dentro de esa mirada llena de estrellitas, sucumbiendo al misterio que desprendían sus ojos, que me llevaba en un viaje galáctico a las profundidades de una grandiosa galaxia. Por un instante mi propia pupila se dilató, y por allí se escaparon las mariposas de mi estómago, mariposas que se hicieron estrellas fugaces, fuegos artificiales.
Por un segundo compartimos fuegos.
Nunca me sentí más plena, más eufórica, más alegre y triste a la vez, con una mezcla plasmada en la cara de sonrisa boba y lágrima helada, tatuando en mi rostro alguna señal de amor, deseo, esperanza, tantos sentimientos cómo universos. Exploré su cara con las manos. En plena penumbra me pareció percibir que él también lloraba. “¿Por qué?”, pregunté. Él respondió: “Porque hace mucho que no encontraba un sol como tú”.
martes, 19 de octubre de 2021
Hasta que la muerte nos separe
La locura nunca es buena, es una masa aterradora que pulsa y late y oprime y anega, e incendia con saña devoradora el cerebro y las ideas. La locura puede ser transitoria, un momento aislado, una taquicardia puntual que termina pasando, un sofoco que se termina aliviando con una respiración profunda. Pero hay muchos tipos de locuras. Locuras imparables cuando entran en combustión…
La locura que la dominó aquella noche había sido causada por el dolor, un dolor tan intenso y tan profundo, que ocupaba todo su ser. Al ocuparlo todo no quedaba espacio para la cordura, la precaución, ni el juicio.
Sin miedo, aquella noche clara, corrió veloz hacía el cementerio, el lugar de reposo de su querido amor, ese hombre arrancado de la vida demasiado pronto. Saltó la tapia con una agilidad que nunca había tenido, poseída por sí misma, por esa masa que apretaba su cerebro, una masa obscura que había viajado hasta su estomago, y allí había caído, en sus entrañas, como una losa negra. No podía respirar, sólo podía sentir, sentir el dolor y las ansías, el dolor en toda su intensidad.
Corría la madrugada en sus horas centrales, todo era silencio, como si hasta los árboles que cercaban el cementerio estuviesen hechos de cantería, petrificados como las estatuas de algunas tumbas. Una azulada neblina reptaba entre los panteones y los nichos, trazando en el aire fantasmagóricas formas. Ilusiones tal vez, o realidades, pero era incapaz de discernirlo. Su cabeza zumbaba como una colmena, un bullicio sordo que solo existía en sus sienes. La luna llena alumbraba lo suficiente. Encontró la lápida que buscaba, nueva, con una inscripción muy escueta: un nombre que había amado y dos fechas, nacimiento y muerte. Imaginarle allí debajo dentro de una caja, tan cerca, la desquició. Y empezó a arañar la tierra con sus manos, loca de pena, de nostalgia, de deseo y de ira. Gritaba su nombre, lo llamaba a voces. ¡Estás tan cerca amor mío!, repetía, ¡tan cerca de mí! Quería verlo, quería ver su rostro, tocar su cuerpo, volver a sentirlo una vez más. No muy lejos de allí encontró algunas herramientas de sepulturero, entre ellas una pala, y empezó a cavar, horas, enferma de melancolía. Nadie la detuvo, el guarda que vigilaba el camposanto de noche, dormitaba una borrachera de cerveza tendido en el mármol de un asiento de los jardines, y no escuchó nada. Tres cuartos de hora estuvo sacando tierra, víctima de una posesión frenética, hasta que el metal de la pala tocó madera. ¡Clock!, resonó. La ansiedad que sentía se intensificó. El amor de su vida llevaba muerto un mes, y ella sabía que si abría su ataúd lo que encontrase no se iba a parecer a la persona que recordaba viva, sana, feliz, quiso mentalizarse antes de atreverse a abrirlo. Cuando finalmente levantó la tapa del ataúd se dio cuenta que la madera barata había cedido, un insoportable hedor subió hasta su nariz intoxicando sus vías respiratorias, el cuerpo de su amado estaba semicubierto de tierra y larvas de gusanos, o quizás de moscas, insectos necrófagos que no paraban de enroscarse y arquearse sobre aquella carne muerta. Retiró con ambas manos la tierra y los insectos, barriendo la suciedad del rostro de su amor, un rostro frío, inerte, que a la luz de la luna devolvía una palidez verdosa y macabra. Las lágrimas se agolparon en sus ojos, y cayeron calientes en esa boca muerta, negra, que ella, arrebatada por el momento, besó. No lo pensó demasiado, le quitó el anillo de oro del dedo anular, le arrancó algunos cabellos, y a puñados en sus manos agarró unos cuantos de aquellos gusanos que vivían del cuerpo de la persona que mas amaba. ¡Asquerosos insectos!, bramó con asco dejándolos caer en el bolso que llevaba cruzado a la espalda, pero los necesitaba, esa fuerza viva alimentándose de ese ser muerto que aún adoraba. Eso había dicho la bruja curandera que le llevara, y eso le iba a llevar.
Un montón de larvas de gusano se retorcían en el suelo viscosamente mientras las dos mujeres hablaban.
-Debo avisarte, lleva un mes difunto, quizás sea más fácil que tú inicies el viaje al mundo de los muertos que él regrese al mundo de los vivos –y con sus ojos señaló un frasco en la estantería de atrás. El frasco tenía forma de ampolla y contenía un líquido llamativamente púrpura, del color más raro, y más inusual de la naturaleza.
Los ojos de ella se prendaron del frasco, sintió horror y repulsa. Se imaginó a si misma dentro de una caja de pino, cubierta de tierra, con el rostro comido por las larvas, y negó con miedo y angustia sintiendo como su corazón palpitaba al galope en su pecho.
-¡No quiero morir! –gritó egoísta–. Yo sólo quiero vivir, pero con él a mi lado. Dijiste que podías ayudarme, ¡tráemelo de vuelta!
-Es muy peligroso, pero si es lo que deseas, tengo que alertarte –dijo con voz ronca–. La persona que regrese no será la que tú conoces, su carne ya está corrompida así que es inservible, así que él regresará, pero en el cuerpo de otra persona. ¿Estás dispuesta?
-Pero –murmuró temblorosa–, ¿él me recordará a mí?
-Sí, lo recordará todo, su vida en este mundo, pero también en el otro…
-¿Y cómo le reconoceré yo? –la interrumpió.
-Una señal –dijo–, los que vuelven siempre tienen una señal debajo del ojo izquierdo, un lunar rojo…
-¡Hazlo! –le ordenó– Te daré lo que me pides, te venderé mi sangre, te prometeré mi primer hijo, mi alma, lo que quieras, pero ¡tráemelo!
-¿Es lo que quieres de verdad? –la tanteó la bruja con una pérfida sonrisa–. El mundo de los muertos siempre deja marca, haya acabado sus días en un buen lugar o en otro menos agradable, ¿quieres traerlo a este mundo aún sabiendo la carga que soportará dentro de sí?
-Mi amor le salvará de todo.
Perversamente la bruja asintió sosteniendo en sus dedos el anillo de oro, y luego, sin más, echó los gusanos a un caldero al fuego. El chirrido que emitieron sonó a risa y a cascabeles.
El sol salió. Ella regresó a su casa, mareada, triste, cansada, quizás regresaba la cordura a su cuerpo, porque tampoco recordaba nada de esa noche con nitidez. Pero todo era muy raro, el sabor en su paladar, la tierra negra bajo sus uñas, y lo pequeña que se sentía ante otro amanecer, otro nuevo día.
Al llegar a la casa encontró la puerta abierta. Muerta de miedo descubrió que alguien estaba sentado en su cocina, esperando el desayuno. Era un hombre desconocido pero que la miraba con una fuerza conocida. Tenía una marca roja debajo de un ojo. No era feo ni guapo, no se parecía a nadie. La llamó por su nombre, una voz que nunca había escuchado, y unos brazos que nunca la habían rodeado la abrazaron, y una boca que nunca había besado la tocaron. Era el amor de su vida. Y celebraron su recuentro embargados por la emoción de volver a tenerse el uno al otro.
El primer día todo funcionó, y el segundo, y el tercero, y el cuarto…
Al quinto día él empezó a tener pesadillas, a hablar en sueños, a mostrar sufrimiento.
Al sexto día aquel aliento se corrompió, aquella voz se agravó como si se hiciera de roca, y una sutil pestilencia pero perceptible acompañaba siempre sus palabras.
Al séptimo día había dos hombres dentro del cuerpo de su marido, uno que ella sabía que era bueno, y otro, que no conocía, pero que sentía monstruoso, cruel y desalmado.
Pasaron más días. Ella lo obvió todo, ciega a los cambios, ciega al dolor que había provocado.
-¿El amor es para siempre? –le preguntó él una mañana.
-El que tú y yo tenemos sí, mi amor, mi vida, mi cielo…
-¿Para siempre o hasta que la muerte nos separe? –susurró él observándola con dos ojos de hielo– Porque yo sólo firmé una parte del contrato y tú lo has incumplido…
Ella se sobresaltó. Él, al menos no de forma consciente que no fuera en sueños, jamás le había hablado de su muerte. Siempre había creído que su marido era la parte noble, el hombre bueno, hasta que volvió a hablar.
-Entonces si mi muerte no nos ha separado que sea la tuya la que lo haga.
Y eso fue lo último que le escuchó decir, antes de que se le abalanzara con una almohada hacía su cara.
jueves, 7 de octubre de 2021
¿Adicta yo?
(...)Ásperamente sentía la pastilla bajando por el tobogán de mi garganta. En algún momento tendría que llegar al torrente sanguíneo, y en cuanto se desmembrara por mis venas, perdiendo su arenosa acidez, todo empezaría a estallar, y el lacerante dolor se esfumaría.
Inmediatamente llegarían
las oleadas, igual que fuegos artificiales llenos de color y misticismo.
Colores que recorrían mis pupilas como disparados hacía el universo. Puntitos
brillantes de luz que viajaban hacia mí creciendo a medida que avanzaban,
trazando líneas, formas, sombras, figuritas que estallaban, que flotaban
quietas consumiéndose en silencio, como la pólvora y el fuego en un beso breve
y caliente. Primero la luz, luego el sonido. Primero el espectáculo después el
eco.
Sólo había algo que aún
no sentía anestesiado, que aún presionaba mis sienes: el peso de una vida que
era un desastre, el dolor de las malas decisiones, eso que yo sabía que no iba
a ninguna parte, esa tristeza vaga de la frustración cuando se instala. Me
dolía y no sólo el pie. Me dolía tanto que me eché a la boca un par (mucho más
de la dosis recomendada), masticándolas, triturándolas, abusando del
tratamiento.
Esa vez entré por un
túnel que giraba lleno de pintura brillante y sicodélica. Iba flotando, y de
mis pestañas, y de mis dedos, y de las puntas de mi pelo salían rayos que se
perdían entre nubes de colores. Las estrellas se arracimaban a mis pies, para
luego propulsarme al espacio sideral.
Sí, así me dejaba la medicación, fuera de órbita.
Extracto de una historia por entregas que dejé de compartir en mi blog hace algunos años, y que titulé (muy extrañamente) #Atención pregunta...
miércoles, 22 de septiembre de 2021
Volcán en las entrañas
Vivo en un archipiélago volcánico, islas hechas de fuego, un fuego profundo, magmatico, primigenio. Tierra negra, quemada, forjada por las cenizas de erupciones pasadas, de erupciones vivas, nuevas, recientes. Hay fuego, aquí debajo, hoy hierve, pero ya no a escasos metros de la superficie. Nació el volcán, llegó con terremotos, explosión y humo estromboliano. Dejó tierra rota, luego piroclastos, fragmentos voladores, líquidos y sólidos incandescentes, y chorros de lava ardiente que van arañando y engullendo lo que encuentra a su paso, tiene hambre feroz.
Es un espectáculo aterrador y fascinante al mismo tiempo. Es sobrecogedor escuchar el rugido de la naturaleza, las entrañas del planeta expulsando destrucción que luego será vida, tierra nueva que se abre camino, abrasada por el calor apasionado de su concepción.
Bombas de fuego siguen brotando del nuevo cráter, nuevas bocas aparecen para liberar la presión y los gases, que ya han deformado el suelo. Los tremores sísmicos no paran. Con la oscuridad de la noche el volcán brilla rojo y naranja con un fulgor endemoniado, las cascadas de lava son heridas abiertas y sangrantes, las piedras que salen disparadas al rojo vivo parecen rubís cuyo centelleo no puede apagarse, toda esa fuente de energía irradia luz constantemente. En el subsuelo parece que hubiera una caldera trabajando a destajo para sacar más y más lava. Es un recién nacido, pero tiene mucha fuerza, aún hay mucho volcán en sus entrañas.
Estamos ante un momento histórico, -pues descontando la erupción submarina de El Hierro de 2011-, hacía casi 50 años, con la de Teneguía en 1971, que no sucedía una erupción de estas características.
El pasado domingo día 19 de Septiembre de 2021 a las 15.12 en el municipio de El Paso en la isla de La Palma, un nuevo volcán entró en erupción. Ya se sospechaba que pudiera ocurrir algún episodio volcánico desde que el sábado 11 de septiembre comenzara una oleada de terremotos (enjambre sísmico) que culminó con una gran e inesperada erupción. La mayoría de los sismos registrados a lo largo de esa semana (cerca de 20.000) habían sido de baja magnitud, provocados por la acumulación de 11 millones de metros cúbicos de magma que intentaba salir a la superficie. Los seísmos habían sido bastante superficiales, a profundidades de entre 1 y 5 km pero el pasado domingo se dieron a sólo un kilómetro de profundidad, es decir, prácticamente junto a la superficie, todo un indicativo, junto con la deformación del terreno, (elevación de más de 10 centímetros) de que el magma rompería la corteza por alguna parte.
Este
volcán sin nombre no es un volcán al uso, es descomunal y no tiene un único
cráter como el Etna o el Teide, sino que está compuesto por una sucesión de
pequeños volcanes por lo que la lava puede salir por cualquiera de sus cráteres.
Según informaciones del comité técnico de vulcanología de Canarias por el
momento hay dos fisuras, separadas por 200 metros, por las que sale el material
volcánico. Las zonas afectadas fueron desalojadas
por seguridad y que mantiene en vilo a los habitantes de cuatro municipios de
esta pequeña isla de 85.000 habitantes
El nuevo volcán está ubicado dentro del Parque natural de Cumbre Vieja que ocupa unas 7.500 hectáreas y abarca seis municipios cuyo destino depende de la actividad volcánica. El parque fue creado en 1987 precisamente para preservar los conos y coladas volcánicas de las diferentes erupciones acaecidas en la zona desde la prehistoria, además de sus bosques de pinar canario y laurisilva.
Recordando
la erupción del Teneguía, en los días previos a aquella última erupción de
1971, varios terremotos hicieron temblar también la isla de la Palma hasta que
el 26 de octubre Cumbre Vieja volvió a rugir. El espectáculo de fuego en
Teneguía fue grabado por las cámaras y aunque no fue destructivo, sí causó un
fallecido por inhalación de humo. Fue una de las erupciones más intensas desde
1677 pues hubo otra en 1949 que arrasó campos de cultivo y viviendas tras el
paso de la lava volcánica.
Cabe destacar que tanto La Palma como El Hierro son las islas canarias más jóvenes, y que aún están en fase de crecimiento, tienen volcanes y lógicamente tiene que haber erupciones. La única isla canaria en la que no ha habido vulcanismo reciente es La Gomera.
Fuentes;
https://www.visitlapalma.es/actualidad-erupcion-volcanica-la-palma/
https://www.elmundo.es/cienciaysalud/ciencia/2021/09/17/6143417b21efa0201a8b458e.html
viernes, 17 de septiembre de 2021
Las victorianas joyas de Rosalind Mallowan 6 (fin)
Lemoine
clavó su mirada en él, sabía de sus artimañas con la póliza de seguros y la
manera en que se lo había hecho firmar a su tía casi en su lecho de muerte. No
era ético pero era completamente legal, y el que su infeliz esposa hubiera
concebido el robo le había venido de perlas para sacar una futura tajada. De
todos los miembros de la sala era el único que iba a conseguir alguna
compensación. Aunque bastante tenía ya con el escarnio y los cuernos de su
infiel esposa. El dinero parecía un digno consuelo después de todo.
-¿Quieren
sentarse o hablamos de pie?
Ninguno
se movió y Heracles prosiguió su discurso, que era lo que más le gustaba de su
oficio, aparte de las conclusiones finales.
-Un
veneno es cualquier sustancia que introducida en un ser vivo es capaz de
producir graves alteraciones funcionales incluso la muerte. Y precisamente por
esta causa es que murió Rosalind, ¡envenenada! –Buscó en los documentos una
frase, una palabra clave–: ¡Y aquí está!, un clásico, causa de la muerte,
arsénico…
-¡Eso
no puede ser! –exclamó el coronel Scott–. Perdón por dudar de su buen trabajo doctor
Clarks o Banks, pero en la primera autopsia no pudieron encontrar ninguna causa
concreta de la muerte.
-Perdone
que le interrumpa –respondió el doctor–, pero ya que usted me ha mencionado es
justo que le diga que la primera autopsia nunca se realizó, fue un montaje
orquestado por el asesino.
-¿Por
qué dice eso?
-Por
que los informes forenses que se presentaron estaban firmados por mí, y yo,
jamás hice ese trabajo. –El doctor señaló al inspector–. El señor Lemoine vino
a hacerme una serie de preguntas, y obviamente ese informe pertenecía a una
mujer de edad similar pero que no correspondía con la señora Mallowan, lo
habían falsificado colocando su nombre en vez del nombre de la sujeto real.
Sólo una persona podía haberlo hecho, un colega de profesión que ya está
detenido, y que ha desembuchado el soborno. Operó el cuerpo, lo vació, pero no
buscó ningún indicio de muerte.
El
doctor Banks explicó lo que anotó en un segundo informe, autentico esta vez, en
el que halló varias inflamaciones en el esófago, los pulmones, el estómago y
los intestinos, junto con una decoloración en el estómago que podría determinar
el consumo de un elemento irritante. Algunas muestras de tejido y de cabello fueron analizadas químicamente, que arrojaron
la verdad más cruel: un continuado envenamiento por arsénico.
-El
arsénico es un veneno elegante –susurró pensativo Heracles Lemoine–. Cómo usted
–dijo mirando a Ada Templeton–; ¿verdad
mi pequeña Voisin?
La
Voisin fue una bruja, adivina y envenenadora profesional de París en la época
de rey Sol, uno de esos datos que al inspector le gustaba compartir dejando
enredar en su lengua algunas palabras francesas, “affaire des poisons”.
Ada
negó con la cabeza, Brian también negó, como el señor Mallowan, incapaces de ver en la
dulce muchacha a una asesina, pero llegaron las evidencias. Un recibo de una
farmacia a nombre de una tal Margaret Nolmettep, un anagrama de Templeton que
todos los Mallowan conocían, especialmente Rosalind, porque ese fue el nombre
con el que internó a su hermana quince años atrás en un centro psiquiátrico, y
si ésta llevaba muerta casi esos mismos años, ¿quién era la mujer de la
farmacia?
-Una
mujer elegante –repitió Lemoine–, ¡eso ya lo he dicho! Joven, con gafas
oscuras, que en un descuido se quitó, para enseñar sus fantásticos ojos verdes
cuando tuvo que firmar en un recibo, cosa que hizo aprisa, con letra pequeña,
de garrapata, torcida por los nervios.
Ada
suspiró observando con desagrado como a Brian se le inundaban los ojos de
lágrimas, su primo, un pariente al que no veía como tal, sino como amante, y al
único que a su parecer, le debía una disculpa que él no aceptó.
-Tú
siempre lo supiste, Brian, que la odiaba, y que ella no me veneraba como todos
creían, que sólo sentía culpa por lo que le había hecho a su hermana, a mi
madre. Traerme aquí sólo era su forma de compensar algo, aunque la mayoría de
las veces no podía evitar mirarme y tratarme como a una bastarda.
El
chico salió de la sala sin atreverse a mirarla a la cara, perseguido por John. El coronel y el albacea fueron invitados a macharse de la habitación
cortésmente, cosa que hicieron con discreción, afligidos y desolados, sin
chistar. Ya a solas, la chica se volvió hacía la chimenea, oyendo chisporrotear
las ascuas del tronco que allí ardía. No suponía un peligro potencial, por eso
el inspector permitió que removiera los rescoldos con el atizador, que ella
colocó de nuevo en el gancho sin pensar.
-¿Por
qué?
-Usted
ya lo ha oído, y ya lo sabe –dijo ella.
-¿Cómo?
-Con
veneno, también lo sabe –respondió tranquila.
-¿Desde
cuándo?
-¿El
recibo de la farmacia no lo dice? –sugirió la muchacha con descaro.
Sí,
llevaba más de un mes, casi tres, envenenando el agua del hervidor de té de
Rosalind. Al principio calculando la dosis, aumentándola gradualmente pero con
discreción, siempre en su presencia, para que ninguna de las sirvientas metiera
la pata o hubiera errores inesperados. Confesando que cuando las molestias
intestinales empezaron a manifestarse en su tía, incluso se dejó envenenar a sí
misma para saber cómo y cuánto dolor padecía de verdad Rosalind.
-Fue
horrible –confesó, con una mirada perdida y enloquecida–. Corrí a la farmacia para comprar un emético,
un purgante que me ayudara a vomitar el veneno. Fue la noche más espantosa de
mi vida, pero imaginar que esa noche sólo era una muestra de lo que Rosalind
había estado sufriendo todo ese mes, me animó a continuar, y me trajo mucha
felicidad. Recuerdo que ella pensó que algo nos había caído mal a las dos, y al
día siguiente compartimos la cama, dos enfermitas hablando del pasado, de
joyas, de hombres…
“Ella
fue un monstruo con mi madre, una hipócrita que tuvo muchos amantes, mas de los
que tuvo su hermana. Si nunca quedó embarazada era porque ese oscuro vientre no
podía engendrar vida, más bien aniquilarla. Mi madre sí, y ese fue su pecado.
La vergüenza de la familia.
>Ella
era débil, demasiado emocional e inocente. Su bondad le impedía ver la maldad
en otras personas, por eso nunca superó que el amor de su vida, mi padre, no se
casara con ella. Pero si no lo hizo también fue culpa de Rosalind. Rosalind era
catorce años mayor que mi madre, siempre la manipuló, siempre la envidió,
porque era hermosa, porque era libre, porque no le importaba el apellido, por
eso ella era Margaret Templeton, hasta que todo el mundo creyó que ese era su
verdadero nombre. Templeton era el falso apellido de mi padre, ese hombre sin
recursos del que se enamoraron las dos hermanas, el hombre más apuesto del
mundo, y el más tramposo.
>No era un buen hombre
igual que Rosalind no era una buena mujer, era una bruja vieja y amargada que
siempre le tuvo manía y odio a mi madre, tan
inocente y dulce y libre, quien siempre vivió intentando ser feliz,
creyendo en los demás, ¡que ilusa! Cayó en las garras de mi padre, un hombre
que no sentía nada por ella salvo la codicia de un cuerpo joven y bello, y de
la herencia asociada a ese cuerpo joven y bello. Rosalind también se encaprichó
de ese hombre guapo que prefería mirar a su hermana antes que a ella. Mi madre
apenas tenía 22 y ella ya superaba los 30. Cuando mi padre eligió a mi madre, Rosalind
no lo pudo soportar e hizo todo por separarlos, hasta que lo tentó con lo único
que interesaba a un hombre como él, ¡el dinero! Él lo aceptó encantado. Pero un
día quiso volver, se había enterado que yo venía en camino, un bebé que él no
había buscado. Rosalind lo impidió otra vez, hizo todo lo posible por amargar
la existencia de ese hombre, le metió en problemas, consiguió que lo
encarcelaran, y luego de unos años de haber soportado palizas en una cárcel de
mala muerte él enfermó. Cuando la enfermedad se instala anega una parte del
cerebro, debilita el corazón, pretende que entres en comunión contigo mismo,
que no dejes flecos sueltos, que te vayas en paz al más allá. Imagino que debió
creer que se lo debía, a mi madre, y le envió una carta explicando todo; que se
quería hacer cargo de mí pero que su hermana no lo había permitido.
>El día que mi madre leyó aquello, se volvió loca. Y Rosalind lo creyó literalmente, tanto así que logró que la internaran en un manicomio. Mi madre era un ser dolorido, depresivo y ansioso que ya había arrastrado muchas crisis pero no estaba loca, sólo estaba triste. En ese horrible lugar fue víctima de una paciente que acabó con su vida cuando aún no había cumplido los treinta años, dejándome huérfana con diez. Rosalind me trajo con ella por un sentimiento de culpa y pena, pero lo único brillante y cándido en ella eran sus joyas, y no su supuesto buen corazón. No creo que nunca me quisiese aunque lo fingía, igual que yo lo hacía, un falso afecto en el que escondía toda mi rabia y mi odio. Ella destrozó la vida de mis padres, hundió mi vida, y por eso deseaba su muerte, ella merecía morir, esa vieja celosa y amargada merecía morir”.
Ada
no mostró arrepentimiento, ni pena, ni vergüenza, ni dolor, y cuando el agente
Mathews la esposó, aún con el puro a medio fumar en la boca, se limitó a
cacarear una risita extraña que erizó al inspector Lemoine y que sorprendió al
hombre del puro, quién impensadamente abrió la boca dejando caer al suelo, en
la alfombra de pelo, el potente habano, dejando para siempre allí la huella de
una quemadura.
Heracles
Lemoine la siguió con la vista cuando la sacaban de la habitación; tan joven,
tan marcada por la vida, por la enfermedad de los que la rodeaban: la locura y
la ambición, la envidia y la maldad. Esa niña triste, esa asesina injusta,
perdida para siempre dentro de sí misma. Se acercó a la ventana cuando el
horizonte era una raya dorada que se atenuaba. Por un segundo sintió lastima de
la muchacha, pero ¡ah!, la vida era así, si
has perdido, has perdido, y lanzó un suspiro al aire atusando sin querer su
estrafalario bigote.
Las victorianas joyas de Rosalind Mallowan 5
A pesar de la tibieza con la que la chimenea matizaba la estancia, la atmosfera se enfrió cuando el inspector Lemoine, escoltado por tres hombres de apariencia y edades diferentes, se colaron en la sala. El súbito silencio hizo que el estrepito del fuego se convirtiera en una letanía extraña, como el tic tac de un reloj, o como una cuenta atrás.
El
coronel Scott y el albacea Belling, quienes habían estado consolando a un demudado
John Mallowan, abandonaron sus butacas movidos como por un resorte. No obstante
el afligido señor Mallowan apenas alzó la cabeza para mirar, como si no
sintiera el más mínimo interés por los acontecimientos. Puede que el shock de
saber que su esposa no sólo lo engañaba con el mayordomo, sino que había
pergeñando todo un montaje para robar las joyas de su apreciada y fallecida
tía, lo tuvieran más ido de lo normal, además el eco de las suplicas y lloros
de su desleal esposa aun resonaban en la mansión.
Brian,
Ada y Jonathan permanecían de pie. El primero mirando a través del ventanal
como el coche patrulla se llevaba a la infeliz Clarissa, con una expresión que
denotaba sonrojo y pena. La parejita de prometidos, se arropaban de manera
impostada frente al fuego, aunque sin ningún cariño real por parte de ella,
distante, ausente en sus pensamientos. Jonathan, evidentemente nervioso por la
presencia policial, soltó a la chica, llevándose sin querer la mano al cuello
de su corbata, más concretamente a su alfiler. Ada observó al inspector con
soberbia, consciente de que aquel personajillo había llegado al fondo de todo,
y en esos ojos verdes despuntó un brillo de maldad, pero una maldad envuelta en
un dolor insoportable.
-Se
preguntaran porque sigo aquí –bramó Lemoine–.
Me temo que tengo que seguir contando historias tristes.
Hubo
un murmullo, que el inspector logró zanjar haciendo un elocuente aspaviento con
los brazos. A su espalda un señor espectral, debido a lo cadavérico de sus
facciones, proporcionó al inspector una carpeta con documentos.
-Les
presentó al doctor Banks, un excelente profesional forense.
El
doctor realizó un saludo con la cabeza, dejando ver una coronilla calva y
plateada por las canas. Lemoine aspiró por la nariz, abriendo la carpeta con
agilidad, mojando de saliva la yema de su pulgar derecho para pasar páginas y
páginas.
-Extenso,
¿verdad? –se dirigió al nutrido grupo–. Verán, tenía mis dudas, una mujer tan
fuerte como Rosalind, a pesar de la edad aunque tal vez no tanta pues sólo
contaba con 62 años cuando murió, sin ninguna enfermedad previa, que en el
transcurrir de un mes acaba feneciendo luego de un misterioso historial de
dolor abdominal, diarrea y vómitos, que ella creía el comienzo de un cáncer de
estomago no diagnosticado, en la idea de que su padre, hace muchos años, había
pasado por la misma enfermedad a la misma edad, algo totalmente fulminante,
¿verdad? Pero a la luz de los nuevos informes del forense me temo que los
arrestos de hoy no han acabado. La señora Rosalind fue asesinada y tenemos
indicios de que su asesino se encuentra en esta sala…
El
murmullo fue esta vez más agudo y nervioso, voces broncas todas ellas, porque
la única mujer del grupo permanecía en completo silencio, a la espera, paciente,
sin dejar escapar ninguna señal de sorpresa.
-Es
terrible, ¿verdad? –El coronel era el
más impresionado, él había amado y odiado a aquella mujer, sentía dentro, en lo
más profundo de su corazón, un poderoso sentimiento de venganza, de
restablecimiento tal vez, pero no le deseaba la muerte, y en verdad, sentía
muchísimo que hubiera fallecido con dolor.
A
pesar de dirigirse al notario éste no atendía razones, en una indignación que
no resultaba coherente, demasiado agitado y sensible.
Arthur
Belling soltó entonces un exabrupto:
-Ajá,
¿así que esto es lo que creen?, ¡nos está insultando a todos! –las venas de su
cuello se engrosaban, enrojecían todo su ser, su rostro y sus ojos–; no puedo tolerar que diga…
Un
abochornado John Mallowan abandonó su mutismo, poniéndose en pie para pedir
silencio.
-Cállese
por favor…
Belling
no lo hizo, recordándole que no era un sirviente más al que pudiera humillar.
Brian y Jonathan mediaron, uno con apatía, el otro sofocado por las miradas
acosadoras de los dos hombres con trajes oscuros que aguardaban al lado del
doctor Banks. Era evidente lo que uno de aquellos señores guardaba en el
bolsillo izquierdo de su chaqueta, un impreso doblado de búsqueda y captura
cuyo membrete rezaba en letra de imprenta y muy legible: “Michael Miles”.
Lemoine
los mandó callar, añadiendo:
-Estoy
en la obligación de decirles que todo cuanto digan podrá ser utilizado en su
contra ante un tribunal. Hasta que yo lo autorice ninguno de ustedes puede salir
de esta sala. Debo comunicarles que entre ustedes hay más de un criminal.
Una
enfática pausa precedió a esta sentencia, y mientras los hombres proferían
protestas y refutaciones, teatralmente Lemoine se atusó el bigote sin apartar
sus ojos de Ada.
Ella
le sostuvo la mirada, tan sublime y tan triste, que Lemoine estuvo a punto de
sucumbir ante tanta belleza. Carraspeando para recomponerse, realizó otra
presentación más:
-Aquí
el agente Mathews, un buen taquígrafo.
Éste
decidió encenderse un puro, con los ojos entrecerrados, aspirando la primera
calada miró a la concurrencia, aunque especialmente a la señorita que sintió cómo
el penetrante humo del habano le bajaba hasta el estomago, causándole arcadas.
-Y
por allá tienen al detective Larraby que a su vez trabaja para el juez Marshal,
miembro efectivo de la seguridad del Estado, él está aquí con una orden
requisitoria, ya que a uno de ustedes le espera un simpático juez que ha
deseado dar con su paradero durante cuatro largos años…
No
terminó Lemoine su frase cuando en un movimiento inesperado Jonathan Evans
conocido en su ficha como Michael Miles corrió como pollo sin cabeza hacía la
ventana con la idea de saltar por ella y escapar por el jardín. Apenas había
una distancia de metro y medio hasta un arbusto por lo que la altura no era un
problema. Con la agilidad propia de la juventud Michael escapó, dejando que el
detective Larraby le tomara la revancha al perseguirlo ventanal abajo. Fue una
idea estúpida para Miles aunque también para el detective Larraby. Para el
primero porque Larraby no era el único policía de la casa y pronto lo
detuvieron, y para el detective porque sus hinchados tobillos no resistieron la
caída.
En
la sala el revuelo fue tan mayúsculo como el atronador ruido de la sirena
policial. Brian miró a Ada que no parecía afectada por la huída de su
prometido, ni siquiera se mostró dolida cuando Lemoine explicó quién era
realmente Jonathan Evans. Intuyó Lemoine que el chico se moría por consolarla
pero estaba petrificado, como si ya un velo hubiera caído, y pronto, en un
efecto dominó, terminaran de caer todos.
-Hace
un tiempo que se le busca, es un reconocido estafador de gente adinerada, tiene
predilección por seducir a jovencitas, la mayoría herederas faltas de afecto y
fáciles de manipular.
Ada
no pronunció palabra, firme como nunca.