Aún en las
garras del sueño más profundo me encontré de pronto ante una boca roja y
carnosa que se me acercaba, tuve que luchar para deshacerme de la pesada bruma
que todavía mantenía mi mente alejada del mundo real para darme cuenta de que
se trataba de ella.
Ella, sí, pero
ya no parecía la misma chica inofensiva y dulce de hacía sólo una semana cuando
llanamente decidimos separarnos, había algo en su gesto feroz y brutalmente
confiado que no tenía nada que ver con la chica llorosa, palpitante y sensible
de la última vez. Mi mente tardó en avivarse, mis músculos en despertar, todo
mi ser, todo mi cuerpo peleaba por reaccionar pero una extraña parálisis me
mantenía postrado en la cama.
Como si su
presencia ejerciera un poder sobre mí me vi atenazado por unas manos frías,
terriblemente escuálidas. Manos que alguna vez me habían acariciado con ardor,
que alguna vez habían sido suaves y deseadas, eran ahora afiladas y
desagradables, espantosamente inhumanas. No luché, tampoco lo hice cuando sus
labios recorrieron mi oído ni cuando su lengua aterrizó en mi lengua. Su saliva
tuvo un efecto venenoso y perverso. Un torbellino de sentimientos me inundaron,
arrastrándome sobre un mar de ondas concéntricas hasta un lugar muy remoto de
mi consciencia. Mis sentidos se sumergieron en un estupor ciego, mudo y
extraño. Caía pero me elevaba. Mi cuerpo se alzaba del suelo hasta que dejé de
tener cuerpo, y viajé, viajé astralmente, lejos, hasta un lugar que no había
visto más que en mis pesadillas. Todo era de humo blanco, todo era etéreo y
silencioso. La tierra era gris, una extensión sin límites, ni fronteras ni
existencia. Olía a flores, un aroma ácido que me provocaba arcadas. La
atmosfera allí era muy pesada, embriagadoramente acre y polvorienta. Nada se
movía ni siquiera las sombras. Lo más impresionante era ese silencio hondo que
se levantaba del suelo. Y en cada rincón parecía surgir un laberinto, un caos
de piedra, una montaña de nichos. Las lapidas nacían entre el barro y los
helechos, las rígidas esculturas que me provocaban un temor reverencial
parecían parpadear tras sus pupilas de mármol.
Cerca, la
niebla reptaba hasta el vestíbulo de un panteón, un lugar que en mi visión no
resultaba muerto o deshabitado. Todo mi interés, toda mi atención estaba puesta
en la negra silueta que se movía en el interior de la tumba cuando, cuando ella
tiró de mí, convirtiendo mi fascinación en horror.
Volví al mundo
real. Alena me sacudía con una expresión infantilmente desequilibrada, con ojos
rojos y enormes, oscuros. Quería llevarme a un sitio, y me empujó a seguirla.
Descalzo y atolondrado no pude articular palabra, no pude negarme, una especie
de embrujo me mantenía atado. Indefenso fui conducido a pie a lo largo de
muchos kilómetros hasta un lugar que empecé a reconocer. Ya habíamos estado
allí, una vez, en nuestra última cita. Yo había tonteado todo el rato, había
sido irrespetuoso y burlón, me había comportado como un escéptico anunciándole
que nos hallábamos en la última morada de un vampiro. Me resultaba gracioso que
alguien siquiera creyera en una locura semejante.
-Dicen
que aquí descansan los últimos vampiros de Europa, ¿no me crees? Pues ven y
acércate-. Alena no lo hizo y yo me burlé de su reparo-: Tranquila no saldrán
de sus tumbas.
Eso dije ya que
obviamente no había caído la noche.
-No hay nada
que temer –insistí socarrón.
Me apetecía
contarle algo aterrador sólo para que melosamente se echara en mis brazos asustada.
Conocía algunos datos sobre aquellos tipos de enterramientos, muchos de
aquellos muertos habían sido acusados falsamente de vampirismo por sus propios
vecinos cómo una manera de quitárselos de encima. Lo que era bastante curioso
eran las prácticas y ritos a los que
sometían a los difuntos para que estos no volvieran a la vida tras su
ejecución.
-¿Sabes que si abriéramos una de estas tumbas,
veríamos que los muertos tienen el cráneo roto con un clavo de hierro, el
corazón traspasado por un palo y en la boca clavado un cuchillo para evitar que
en el último momento éste abriera la boca y mordiera a su víctima? ¿Qué?
¿Quieres abrir una? ¿Quieres probar a quitarle el clavo?
A ella no le
gustaron mis risas, ni mi gratuito vandalismo, no comprendía que había de
divertido en aporrear la losa de una tumba. Horrorizada lo que peor le sentó
fue que yo brincara encima de una de ellas, rompiendo sin querer la desgastada
tapa que la cubría. Sobrecogida emitió un hipo de horror, un poderoso grito que
vibró en mis tímpanos un buen rato.
Odié su
reacción, me resultó desmedida y fuera de razón.
No era más que
otra histérica bobalicona así que la dejé allí, a su suerte, diciéndole que las
chicas lloronas no me iban, ¡ni que estuviera asaltando la tumba de algún
antepasado suyo! Obré mal, nunca debí abandonarla en aquel sitio. Ya era tarde
para arrepentirse, Alena, o alguien parecido a ella me escudriñaba en medio de
la oscuridad como sondeando mis pensamientos. Parada ante mí parecía un bello
espíritu nocturno, de esos que vagaban sedientos y desorientados, una criatura
de la noche, de la luna, un ser de otra dimensión, con esa risa irónica,
divertida porque ahora yo era el que soltaba lagrimas y mocos.
Reflexioné sobre
lo ocurrido. ¿Habría ella profanado aquella tumba abierta? La curiosidad la
habría empujado a acercarse pero ¿se habría atrevido a quitar la estaca de
aquél corazón y el cuchillo de aquella boca?
Señalando hacía
algún punto a mis espaldas así respondió Alena como si me hubiera oído pensar.
Lentamente me di la vuelta para descubrir espantado el mismo panteón envuelto
en niebla de mi visión, el mismo lugar y la misma sombra negra que se movía,
una sombra que impaciente parecía estar aguardándome “donde el terror y el
misterio guardan su santuario” para arreglar algún tipo de cuenta conmigo.
Puedo huir, me
dije recuperando el dominio sobre mí mismo, puedo escapar, aún estoy a tiempo.
Buscaba con la mirada alguna salida a aquel olvidado cementerio cuando la
sombra ya humana se materializó ante mí, dejándome sin respiración
Su aspecto no
era del todo humano pero era del todo apabullante. Oí a Alena reír.
-Me han dicho
que no crees en mí –brotó la voz de aquel ser como una brisa de roca fluyendo
entre aquella dentadura vieja y sin embargo perfecta. Entonces su boca adquirió
una forma remotamente inverosímil cuando concluyó–: Eso va a cambiar.