En
todo barrio que se precie o que tenga un mínimo de interés siempre existe el
típico caserón siniestro y abandonado del que todo el mundo conoce alguna que
otra leyenda. Una leyenda que por lo general habla de fantasmas y antiguos
asesinatos acontecidos entre sus cuatro mohosas paredes. Hace mucho que la casa
“Lavanda” se quedó huérfana de inquilinos. De un día para el otro fue
abandonada sin que sus dueños vaciasen sus pertenencias, lo que provocó que
durante un tiempo fuese frecuentada por saqueadores y personas de toda calaña
que aprovechaban la indefensión de la propiedad para realizar actividades
ilegales, fiestas, reuniones, rituales…
Alejada
de la urbe por unos pocos kilómetros, lo que queda de la casa es una estructura
tambaleante que conserva un aire tétrico y maquiavélico, posiblemente por la
arquitectura que resiste en pie, y que pareciera mirar con ojos malvados a todo
el que pasa a su lado. La roña, la humedad,
la maleza, han convertido el lugar en una fortaleza inexpugnable en el que muy
de vez en cuando resuenan risas rastreras, como cascabeles que llaman a los
espíritus.
Las
últimas personas que vivieron en ese lugar fueron el matrimonio Sisniaga, Favio
y Mariana, padres de dos niños pequeños, Oliver y Josué. La pareja había
comprado la casa en una subasta pública apenas dos meses antes sin conocer
demasiado de su historia hasta que al poco de mudarse allí comenzaron los
sucesos extraños. Si hubiesen indagado en el historial de la casa “Lavanda”
habrían descubierto la memoria que encerraba, espectros que se aparecían,
objetos que se movían, cambios súbitos de temperatura sin causa aparente, fantasmas
acosadores, y pesadillas que eran agujeros negros que tragaban la energía de
los vivos para luego escupirlos hechos pedazos.
Cuando
la situación se hizo desesperada para el matrimonio no les quedó más remedio
que requerir los servicios del párroco de la iglesia más cercana, que
sinceramente hizo muy poco por la pareja, porque ningún rezo con agua bendita
hizo desaparecer la iniquidad que acechaba la casa.
Los
Sisniaga movieron cielo y tierra para que alguien les ayudara hasta el punto de
publicar su situación en una revista de asuntos paranormales. El caso llamó la
atención de algunos parapsicólogos, entre ellos el de un hombre llamado Guix
quién estafó algunos verdes a la estresada pareja sólo para “purificar” la casa
con una cristal de cuarzo y quemando algunos salmos y hierbas.
El
compungido matrimonio apareció en televisión para convertirse en el hazmerreir
de sus vecinos.
Fue
gracias al revuelo del caso y a la cadena de televisión, que un día, se
presentó en el caserón un grupo de especialistas enviados por el programa con
más audiencia de los domingos por la noche. A media tarde de un plácido sábado
dos empleados, una médium y un técnico de sonido tocaron la puerta de la casa “Lavanda”.
El inventario de tecnologías que cargaban estaba compuesto por un equipo móvil
formado por cámaras fotográficas, cintas métricas, polvo para impresionar
huellas, una cámara cinematográfica de 16 mm, filtros luminosos y acústicos,
varios instrumentos de medición térmica, entre otros chismes para “cazar”
fantasmitas.
El
trabajo de campo duró dos días.
La
primera noche no pasó nada, lo que hizo creer al equipo en la teoría (infundada
o no) de que todo era una invención de la pareja para conseguir cierta fama y
dinero a costa de la historia de moda.
El
segundo día, en la mañana del domingo, la médium se indispuso. Disculpándose
con la producción del programa, salió de la propiedad con premura. El resto de
especialistas prefirieron pensar que
había sido sólo un agudo ataque de apendicitis, y aunque creían que su trabajo
ya estaba hecho, decidieron quedarse en la casa unas cuantas horas más para
filmar alguna toma y entrevistar a los Sisniaga. Y sí, las horas pasaron, las
luces se apagaron, los niños se fueron a jugar al jardín, y el matrimonio se
acurrucó en el sofá respondiendo preguntas morbosas que no encajaban con ningún
rigor científico y que sólo respondían al interés farandulero que movía el
engranaje de la televisión.
Cierto
era que ninguno de los visitantes parecía tomarse en serio la serie de relatos
que habían facilitado el matrimonio, ningún fenómeno les había alterado en
aquellas horas planas, ni una sola cámara había captado imagen alguna que fuera
sospechosa, no había habido variación térmica reseñable, ni una nube vaporosa
se había formado con una aureola de luz en ningún punto o rincón donde la
energía fuera destacable, tampoco lo sensores habían pitado ante algún
movimiento, la tranquilidad era la nota dominante, hasta que uno de los
técnicos rodó por las escaleras haciéndose un esguince en el tobillo y otro de
sus compañeros fue el responsable de llevarlo al hospital, dejando en la casa
al último empleado de la cadena, que decidió que desmontaría todo el equipo en
cuanto se hiciera de día, ya era muy tarde.
Antes
de que sus compañeros salieran por la puerta, se volvió para preguntar al herido
en un susurro preocupado si acaso había sentido que alguien o algo lo había
empujado…
-¿Estas
pirado? –rió en un bufido su compañero aunque con ojos asustados–, son estos
zapatos y los malditos cordones.
Esa
tarde, el técnico, sacó una medallita con una cruz y se la colgó del cuello, lo
hizo porque sí, porque había sido de su abuela, porque inmediatamente la
sensación de pesadez desapareció. Acomodado en el salón hizo vida con los
Sisniaga: sus horas de tedio ante el televisor, la cena, los juegos con los
niños, el sueño temprano que le estaba venciendo, la siesta inoportuna en aquel
sofá-cama antes de que la familia desalojara el salón. No debió, no había sido
educado. Despertó con asma a las tres de la mañana, en la penumbra del salón,
que sólo clareaba, al fondo, por el desvaído reflejo de la luz de la cocina
encendida a aquellas horas. Tragó nudos, pero luego oyó esa cálida voz y se
quedó más tranquilo. Sí, claro que estaba despierto, y sí, claro que tomaría
ese té que le ofrecían, y puede que por esa vez pudiera mantener a raya el
sañudo insomnio que con frecuencia le acechaba.
Y
sin pretenderlo, el rato en la cocina, se alargó más de lo previsto.
A
primera hora, antes del desayuno, ya había embalado las cámaras, los sensores,
y todo el material de campo, quedando sólo despedirse de los Sisniaga con un
agradecido apretón de manos.
-Ha
sido un placer, y por favor, saluden de mi parte a la abuelita de los niños, ya
me contó que ella también duerme mejor de día, fue muy amable de su parte al venir
a cuidarlos, al preparar el té y al hablarme de los niños y la familia.
El
matrimonio no pudo esconder el estupor, no había nadie más en la casa, ninguna
mujer mayor, ninguna abuelita adorable, nadie que hubiera preparado té a las
tres de la mañana, entre otras cosas porque odiaban el té y las infusiones,
jamás compraban, no había nada de eso en
la casa, sólo una cafetera eléctrica apagada que en esos momentos humeaba un
poco sobre el mostrador.
Fue
al oír esa revelación que el recuerdo del técnico se aclaró, que la realidad se
modificó disolviendo el confuso velo que había secuestrado sus sentidos: la
abuelita ya no era una mujer desconocida, las facciones ya le eran familiares,
como el olor del té, ese olor tan característico de ella, de su propia abuela.
El
suceso le marcó profundamente. Tanto como descubrir el material sensible que si
habían captado las cámaras, las grabadoras, y que el programa usó para
alimentar la leyenda del lugar. La casa “Lavanda” era un faro para los
espíritus, buenos y malos, cómo determinaron después. Si ningún mal ente lo
atacó aquella noche fue por la cruz, ese objeto de su abuela, ese talismán que
lo cuidaba. Pero los Sisniaga no tenían talismanes, y cuando los fenómenos se
multiplicaron, y los ataques se recrudecieron, y los nervios del matrimonio se
desbordaron, y el temor se hizo amenaza, la familia abandonó el caserón en
medio de la noche sin mirar atrás, con todos los objetos de su hogar en el
aire, atacándolos, expulsándolos, aterrorizándolos para siempre.