El amor es… muchas veces una tabla de
salvación dentro de la rutina. El amor es ternura, complicidad, cariño. El amor
es esa felicidad diaria de los pequeños ratitos, la alegría de compartir
gestos, momentos. El amor es que te arropen, que te mimen, una caricia furtiva,
una mirada reveladora, un abrazo a tiempo.
El artista coreano Puuung ha plasmado
todos esos pequeños gestos diarios de amor con una serie de ilustraciones
llenas de detalles y especialmente hermosas. ¡Que las disfrutes!
La brisa que caracoleaba en la ventana
antes de colarse por ella estaba cargada de un potente olor a flores, extraño
asunto pues afuera nevaba, cubriéndolo todo de un denso manto blanco. Ese
despliegue invernal había quemado cualquier signo de vegetación meses antes, y
el terreno que rodeaba la casa parecía un yermo reducto de tierra petrificada,
a veces barrizal, pero casi siempre pista de patinaje. La verdad oculta tras
ese aroma que empalagaba y desagradaba a partes iguales era de carácter
sobrenatural: la casa estaba encantada.
Voces, ruido de pasos, registros de un
piano lejano, risas, objetos que cambiaban de lugar. A veces el estremecimiento
era mayor, una sensación palpable de que algo convivía entre aquellas paredes
con los eventuales inquilinos, esa honda, profunda, intensa presencia que
deslizaba unos dedos fríos, tumefactos y genuinamente fantasmales en una
espalda humana, alguien que soplaba en el oído, que tomaba asiento sobre una
cama, en una silla, como si quisiera presenciarlo todo desde su mundo de
sombra, espiando, invisible.
Annie había sentido todos y cada uno de
esos sobresaltos nada más pisar el lugar. Hacía sólo una semana que había sido
contratada como guardiana, precisamente para cuidar la casa durante el
invierno. El día de su llegada cayó la primera gran nevada importante, dejando
al caserón sin electricidad, cerrando lo caminos, incomunicándola por completo.
Como descubrió más tarde la casa no contaba con un generador de emergencia, así
que se vio obligada a buscar velas y linternas, pero a ciegas se conformó con
hacer uso de la azulada luz que le proporcionaba su teléfono móvil porque no
encontró nada. ¿Cuánto resistiría la batería?, y luego, cuando se le agotara,
¿cómo podría volver a cargarla? Aquellas cuestiones dieron paso a otro
interrogante más importante: ¿por qué el propietario no le había advertido
sobre ello? De haberlo sabido se lo habría planteado de otra manera. Bien era
cierto que había aceptado el puesto con alegría, necesitaba el dinero, y además
un sitio tranquilo donde preparar sus oposiciones, creía que así mataría dos
pájaros de un tiro. Por la web el lugar tenía una pinta bastante diferente, la
casa resultaba menos vieja, menos lúgubre, mucho más encantadora. ¡Pero cómo le
estremecía en aquellos momentos!
Nunca hubiera imaginado el horror que
supondría verse atrapada en aquel lugar, sola, a oscuras, aguardando a que se
restableciera la luz. De primeras achacó la terrible frialdad de las
habitaciones a su cansancio, a la debilidad del largo viaje por carretera,
quizá a algún fortuito fallo en el calefactor general. Luego, con el paso de
las horas, ese frío era una presencia tan palpable como la propia casa. La
perseguía con su áspero aliento, la derribaba, la acorralaba, la obligaba a
recorrer las habitaciones buscando inútilmente una escapatoria para esa sensación
que la agarrotaba. Pero era en vano, esa presencia estaba con ella, en ella, tocándola,
susurrando a sus espaldas, atrancando las ventanas cegadas por la nieve, nunca desaparecía,
nunca descansaba, lo poblaba todo, hasta el peor rincón de sus pesadillas.
Resistió un par de días, aterrorizada,
decaída, casi sin comer, viendo como los colores de las cosas se desvanecían
perezosamente, tan débil que ni siquiera había podido deshacer la maleta ni
sacar los libros de su bolso. Allí había un poder que no podía controlar pero
que era más fuerte que ella.
Al quinto día le pareció que una luz coloreaba
de dorado la vieja habitación. ¿Un rayo de sol en medio de la tormenta? Con un
respingo de sorpresa se vio a sí misma en el reflejo del cristal, espiando a través
de la ventana. Por primera vez las brumas se disolvieron. Esa odiosa casa, su
trampa mortal, había caído en ella, en la trampa de la nieve, de los seres que
habitan en ella. La luz la despertó del trance de la muerte, vio el caserón
como era en ese momento: habían pasado diez años…
Annie ni siquiera vivió cinco días allí,
no superó la primera noche, el frío la secuestró, se la llevó, lo que había
supuesto horas habían sido meses y años. ¿Qué era ahora? Tras el cristal acariciado
ahora por una luz primaveral se descubrió, traslucida, flotando, mirando hacia
afuera, al mundo que ya nunca disfrutaría. ¿Quién era ella? Sólo una sombra
alargada, un borroso reflejo, un vacuo recuerdo. Sin duda algo que se iba
diluyendo lentamente con el paso del tiempo, algo que iba desapareciendo, una
estela que se borraba, un camino que se llenaba de maleza, una nada, sólo una
voz lejana… nada, no era nada… ya nada tenía sentido.