Lemoine
clavó su mirada en él, sabía de sus artimañas con la póliza de seguros y la
manera en que se lo había hecho firmar a su tía casi en su lecho de muerte. No
era ético pero era completamente legal, y el que su infeliz esposa hubiera
concebido el robo le había venido de perlas para sacar una futura tajada. De
todos los miembros de la sala era el único que iba a conseguir alguna
compensación. Aunque bastante tenía ya con el escarnio y los cuernos de su
infiel esposa. El dinero parecía un digno consuelo después de todo.
-¿Quieren
sentarse o hablamos de pie?
Ninguno
se movió y Heracles prosiguió su discurso, que era lo que más le gustaba de su
oficio, aparte de las conclusiones finales.
-Un
veneno es cualquier sustancia que introducida en un ser vivo es capaz de
producir graves alteraciones funcionales incluso la muerte. Y precisamente por
esta causa es que murió Rosalind, ¡envenenada! –Buscó en los documentos una
frase, una palabra clave–: ¡Y aquí está!, un clásico, causa de la muerte,
arsénico…
-¡Eso
no puede ser! –exclamó el coronel Scott–. Perdón por dudar de su buen trabajo doctor
Clarks o Banks, pero en la primera autopsia no pudieron encontrar ninguna causa
concreta de la muerte.
-Perdone
que le interrumpa –respondió el doctor–, pero ya que usted me ha mencionado es
justo que le diga que la primera autopsia nunca se realizó, fue un montaje
orquestado por el asesino.
-¿Por
qué dice eso?
-Por
que los informes forenses que se presentaron estaban firmados por mí, y yo,
jamás hice ese trabajo. –El doctor señaló al inspector–. El señor Lemoine vino
a hacerme una serie de preguntas, y obviamente ese informe pertenecía a una
mujer de edad similar pero que no correspondía con la señora Mallowan, lo
habían falsificado colocando su nombre en vez del nombre de la sujeto real.
Sólo una persona podía haberlo hecho, un colega de profesión que ya está
detenido, y que ha desembuchado el soborno. Operó el cuerpo, lo vació, pero no
buscó ningún indicio de muerte.
El
doctor Banks explicó lo que anotó en un segundo informe, autentico esta vez, en
el que halló varias inflamaciones en el esófago, los pulmones, el estómago y
los intestinos, junto con una decoloración en el estómago que podría determinar
el consumo de un elemento irritante. Algunas muestras de tejido y de cabello fueron analizadas químicamente, que arrojaron
la verdad más cruel: un continuado envenamiento por arsénico.
-El
arsénico es un veneno elegante –susurró pensativo Heracles Lemoine–. Cómo usted
–dijo mirando a Ada Templeton–; ¿verdad
mi pequeña Voisin?
La
Voisin fue una bruja, adivina y envenenadora profesional de París en la época
de rey Sol, uno de esos datos que al inspector le gustaba compartir dejando
enredar en su lengua algunas palabras francesas, “affaire des poisons”.
Ada
negó con la cabeza, Brian también negó, como el señor Mallowan, incapaces de ver en la
dulce muchacha a una asesina, pero llegaron las evidencias. Un recibo de una
farmacia a nombre de una tal Margaret Nolmettep, un anagrama de Templeton que
todos los Mallowan conocían, especialmente Rosalind, porque ese fue el nombre
con el que internó a su hermana quince años atrás en un centro psiquiátrico, y
si ésta llevaba muerta casi esos mismos años, ¿quién era la mujer de la
farmacia?
-Una
mujer elegante –repitió Lemoine–, ¡eso ya lo he dicho! Joven, con gafas
oscuras, que en un descuido se quitó, para enseñar sus fantásticos ojos verdes
cuando tuvo que firmar en un recibo, cosa que hizo aprisa, con letra pequeña,
de garrapata, torcida por los nervios.
Ada
suspiró observando con desagrado como a Brian se le inundaban los ojos de
lágrimas, su primo, un pariente al que no veía como tal, sino como amante, y al
único que a su parecer, le debía una disculpa que él no aceptó.
-Tú
siempre lo supiste, Brian, que la odiaba, y que ella no me veneraba como todos
creían, que sólo sentía culpa por lo que le había hecho a su hermana, a mi
madre. Traerme aquí sólo era su forma de compensar algo, aunque la mayoría de
las veces no podía evitar mirarme y tratarme como a una bastarda.
El
chico salió de la sala sin atreverse a mirarla a la cara, perseguido por John. El coronel y el albacea fueron invitados a macharse de la habitación
cortésmente, cosa que hicieron con discreción, afligidos y desolados, sin
chistar. Ya a solas, la chica se volvió hacía la chimenea, oyendo chisporrotear
las ascuas del tronco que allí ardía. No suponía un peligro potencial, por eso
el inspector permitió que removiera los rescoldos con el atizador, que ella
colocó de nuevo en el gancho sin pensar.
-¿Por
qué?
-Usted
ya lo ha oído, y ya lo sabe –dijo ella.
-¿Cómo?
-Con
veneno, también lo sabe –respondió tranquila.
-¿Desde
cuándo?
-¿El
recibo de la farmacia no lo dice? –sugirió la muchacha con descaro.
Sí,
llevaba más de un mes, casi tres, envenenando el agua del hervidor de té de
Rosalind. Al principio calculando la dosis, aumentándola gradualmente pero con
discreción, siempre en su presencia, para que ninguna de las sirvientas metiera
la pata o hubiera errores inesperados. Confesando que cuando las molestias
intestinales empezaron a manifestarse en su tía, incluso se dejó envenenar a sí
misma para saber cómo y cuánto dolor padecía de verdad Rosalind.
-Fue
horrible –confesó, con una mirada perdida y enloquecida–. Corrí a la farmacia para comprar un emético,
un purgante que me ayudara a vomitar el veneno. Fue la noche más espantosa de
mi vida, pero imaginar que esa noche sólo era una muestra de lo que Rosalind
había estado sufriendo todo ese mes, me animó a continuar, y me trajo mucha
felicidad. Recuerdo que ella pensó que algo nos había caído mal a las dos, y al
día siguiente compartimos la cama, dos enfermitas hablando del pasado, de
joyas, de hombres…
“Ella
fue un monstruo con mi madre, una hipócrita que tuvo muchos amantes, mas de los
que tuvo su hermana. Si nunca quedó embarazada era porque ese oscuro vientre no
podía engendrar vida, más bien aniquilarla. Mi madre sí, y ese fue su pecado.
La vergüenza de la familia.
>Ella
era débil, demasiado emocional e inocente. Su bondad le impedía ver la maldad
en otras personas, por eso nunca superó que el amor de su vida, mi padre, no se
casara con ella. Pero si no lo hizo también fue culpa de Rosalind. Rosalind era
catorce años mayor que mi madre, siempre la manipuló, siempre la envidió,
porque era hermosa, porque era libre, porque no le importaba el apellido, por
eso ella era Margaret Templeton, hasta que todo el mundo creyó que ese era su
verdadero nombre. Templeton era el falso apellido de mi padre, ese hombre sin
recursos del que se enamoraron las dos hermanas, el hombre más apuesto del
mundo, y el más tramposo.
>No era un buen hombre
igual que Rosalind no era una buena mujer, era una bruja vieja y amargada que
siempre le tuvo manía y odio a mi madre, tan
inocente y dulce y libre, quien siempre vivió intentando ser feliz,
creyendo en los demás, ¡que ilusa! Cayó en las garras de mi padre, un hombre
que no sentía nada por ella salvo la codicia de un cuerpo joven y bello, y de
la herencia asociada a ese cuerpo joven y bello. Rosalind también se encaprichó
de ese hombre guapo que prefería mirar a su hermana antes que a ella. Mi madre
apenas tenía 22 y ella ya superaba los 30. Cuando mi padre eligió a mi madre, Rosalind
no lo pudo soportar e hizo todo por separarlos, hasta que lo tentó con lo único
que interesaba a un hombre como él, ¡el dinero! Él lo aceptó encantado. Pero un
día quiso volver, se había enterado que yo venía en camino, un bebé que él no
había buscado. Rosalind lo impidió otra vez, hizo todo lo posible por amargar
la existencia de ese hombre, le metió en problemas, consiguió que lo
encarcelaran, y luego de unos años de haber soportado palizas en una cárcel de
mala muerte él enfermó. Cuando la enfermedad se instala anega una parte del
cerebro, debilita el corazón, pretende que entres en comunión contigo mismo,
que no dejes flecos sueltos, que te vayas en paz al más allá. Imagino que debió
creer que se lo debía, a mi madre, y le envió una carta explicando todo; que se
quería hacer cargo de mí pero que su hermana no lo había permitido.
>El
día que mi madre leyó aquello, se volvió loca. Y Rosalind lo creyó
literalmente, tanto así que logró que la internaran en un manicomio. Mi madre
era un ser dolorido, depresivo y ansioso que ya había arrastrado muchas crisis
pero no estaba loca, sólo estaba triste. En ese horrible lugar fue víctima de
una paciente que acabó con su vida cuando aún no había cumplido los treinta
años, dejándome huérfana con diez. Rosalind me trajo con ella por un
sentimiento de culpa y pena, pero lo único brillante y cándido en ella eran sus
joyas, y no su supuesto buen corazón. No creo que nunca me quisiese aunque lo
fingía, igual que yo lo hacía, un falso afecto en el que escondía toda mi rabia
y mi odio. Ella destrozó la vida de mis padres, hundió mi vida, y por eso
deseaba su muerte, ella merecía morir, esa vieja celosa y amargada merecía
morir”.
Ada
no mostró arrepentimiento, ni pena, ni vergüenza, ni dolor, y cuando el agente
Mathews la esposó, aún con el puro a medio fumar en la boca, se limitó a
cacarear una risita extraña que erizó al inspector Lemoine y que sorprendió al
hombre del puro, quién impensadamente abrió la boca dejando caer al suelo, en
la alfombra de pelo, el potente habano, dejando para siempre allí la huella de
una quemadura.
Heracles
Lemoine la siguió con la vista cuando la sacaban de la habitación; tan joven,
tan marcada por la vida, por la enfermedad de los que la rodeaban: la locura y
la ambición, la envidia y la maldad. Esa niña triste, esa asesina injusta,
perdida para siempre dentro de sí misma. Se acercó a la ventana cuando el
horizonte era una raya dorada que se atenuaba. Por un segundo sintió lastima de
la muchacha, pero ¡ah!, la vida era así, si
has perdido, has perdido, y lanzó un suspiro al aire atusando sin querer su
estrafalario bigote.