viernes, 17 de septiembre de 2021

Las victorianas joyas de Rosalind Mallowan 6 (fin)

 


Lemoine clavó su mirada en él, sabía de sus artimañas con la póliza de seguros y la manera en que se lo había hecho firmar a su tía casi en su lecho de muerte. No era ético pero era completamente legal, y el que su infeliz esposa hubiera concebido el robo le había venido de perlas para sacar una futura tajada. De todos los miembros de la sala era el único que iba a conseguir alguna compensación. Aunque bastante tenía ya con el escarnio y los cuernos de su infiel esposa. El dinero parecía un digno consuelo después de todo.

-¿Quieren sentarse o hablamos de pie?

Ninguno se movió y Heracles prosiguió su discurso, que era lo que más le gustaba de su oficio, aparte de las conclusiones finales.

-Un veneno es cualquier sustancia que introducida en un ser vivo es capaz de producir graves alteraciones funcionales incluso la muerte. Y precisamente por esta causa es que murió Rosalind, ¡envenenada! –Buscó en los documentos una frase, una palabra clave–: ¡Y aquí está!, un clásico, causa de la muerte, arsénico…

-¡Eso no puede ser! –exclamó el coronel Scott–.  Perdón por dudar de su buen trabajo doctor Clarks o Banks, pero en la primera autopsia no pudieron encontrar ninguna causa concreta de la muerte.

-Perdone que le interrumpa –respondió el doctor–, pero ya que usted me ha mencionado es justo que le diga que la primera autopsia nunca se realizó, fue un montaje orquestado por el asesino.

-¿Por qué dice eso?

-Por que los informes forenses que se presentaron estaban firmados por mí, y yo, jamás hice ese trabajo. –El doctor señaló al inspector–. El señor Lemoine vino a hacerme una serie de preguntas, y obviamente ese informe pertenecía a una mujer de edad similar pero que no correspondía con la señora Mallowan, lo habían falsificado colocando su nombre en vez del nombre de la sujeto real. Sólo una persona podía haberlo hecho, un colega de profesión que ya está detenido, y que ha desembuchado el soborno. Operó el cuerpo, lo vació, pero no buscó ningún indicio de muerte.

El doctor Banks explicó lo que anotó en un segundo informe, autentico esta vez, en el que halló varias inflamaciones en el esófago, los pulmones, el estómago y los intestinos, junto con una decoloración en el estómago que podría determinar el consumo de un elemento irritante. Algunas muestras de tejido y de cabello  fueron analizadas químicamente, que arrojaron la verdad más cruel: un continuado envenamiento por arsénico.  

-El arsénico es un veneno elegante –susurró pensativo Heracles Lemoine–. Cómo usted –dijo mirando a Ada Templeton–;  ¿verdad mi pequeña Voisin?

La Voisin fue una bruja, adivina y envenenadora profesional de París en la época de rey Sol, uno de esos datos que al inspector le gustaba compartir dejando enredar en su lengua algunas palabras francesas, “affaire des poisons”.

Ada negó con la cabeza, Brian también negó, como el señor Mallowan, incapaces de ver en la dulce muchacha a una asesina, pero llegaron las evidencias. Un recibo de una farmacia a nombre de una tal Margaret Nolmettep, un anagrama de Templeton que todos los Mallowan conocían, especialmente Rosalind, porque ese fue el nombre con el que internó a su hermana quince años atrás en un centro psiquiátrico, y si ésta llevaba muerta casi esos mismos años, ¿quién era la mujer de la farmacia?

-Una mujer elegante –repitió Lemoine–, ¡eso ya lo he dicho! Joven, con gafas oscuras, que en un descuido se quitó, para enseñar sus fantásticos ojos verdes cuando tuvo que firmar en un recibo, cosa que hizo aprisa, con letra pequeña, de garrapata, torcida por los nervios.

Ada suspiró observando con desagrado como a Brian se le inundaban los ojos de lágrimas, su primo, un pariente al que no veía como tal, sino como amante, y al único que a su parecer, le debía una disculpa que él no aceptó.

-Tú siempre lo supiste, Brian, que la odiaba, y que ella no me veneraba como todos creían, que sólo sentía culpa por lo que le había hecho a su hermana, a mi madre. Traerme aquí sólo era su forma de compensar algo, aunque la mayoría de las veces no podía evitar mirarme y tratarme como a una bastarda.

El chico salió de la sala sin atreverse a mirarla a la cara, perseguido por John. El coronel y el albacea fueron invitados a macharse de la habitación cortésmente, cosa que hicieron con discreción, afligidos y desolados, sin chistar. Ya a solas, la chica se volvió hacía la chimenea, oyendo chisporrotear las ascuas del tronco que allí ardía. No suponía un peligro potencial, por eso el inspector permitió que removiera los rescoldos con el atizador, que ella colocó de nuevo en el gancho sin pensar.

-¿Por qué?

-Usted ya lo ha oído, y ya lo sabe –dijo ella.

-¿Cómo?

-Con veneno, también lo sabe –respondió tranquila.

-¿Desde cuándo?

-¿El recibo de la farmacia no lo dice? –sugirió la muchacha con descaro.

Sí, llevaba más de un mes, casi tres, envenenando el agua del hervidor de té de Rosalind. Al principio calculando la dosis, aumentándola gradualmente pero con discreción, siempre en su presencia, para que ninguna de las sirvientas metiera la pata o hubiera errores inesperados. Confesando que cuando las molestias intestinales empezaron a manifestarse en su tía, incluso se dejó envenenar a sí misma para saber cómo y cuánto dolor padecía de verdad Rosalind.

-Fue horrible –confesó, con una mirada perdida y enloquecida–.  Corrí a la farmacia para comprar un emético, un purgante que me ayudara a vomitar el veneno. Fue la noche más espantosa de mi vida, pero imaginar que esa noche sólo era una muestra de lo que Rosalind había estado sufriendo todo ese mes, me animó a continuar, y me trajo mucha felicidad. Recuerdo que ella pensó que algo nos había caído mal a las dos, y al día siguiente compartimos la cama, dos enfermitas hablando del pasado, de joyas, de hombres…

“Ella fue un monstruo con mi madre, una hipócrita que tuvo muchos amantes, mas de los que tuvo su hermana. Si nunca quedó embarazada era porque ese oscuro vientre no podía engendrar vida, más bien aniquilarla. Mi madre sí, y ese fue su pecado. La vergüenza de la familia.

>Ella era débil, demasiado emocional e inocente. Su bondad le impedía ver la maldad en otras personas, por eso nunca superó que el amor de su vida, mi padre, no se casara con ella. Pero si no lo hizo también fue culpa de Rosalind. Rosalind era catorce años mayor que mi madre, siempre la manipuló, siempre la envidió, porque era hermosa, porque era libre, porque no le importaba el apellido, por eso ella era Margaret Templeton, hasta que todo el mundo creyó que ese era su verdadero nombre. Templeton era el falso apellido de mi padre, ese hombre sin recursos del que se enamoraron las dos hermanas, el hombre más apuesto del mundo, y el más tramposo.

>No era un buen hombre igual que Rosalind no era una buena mujer, era una bruja vieja y amargada que siempre le tuvo manía y odio a mi madre, tan  inocente y dulce y libre, quien siempre vivió intentando ser feliz, creyendo en los demás, ¡que ilusa! Cayó en las garras de mi padre, un hombre que no sentía nada por ella salvo la codicia de un cuerpo joven y bello, y de la herencia asociada a ese cuerpo joven y bello. Rosalind también se encaprichó de ese hombre guapo que prefería mirar a su hermana antes que a ella. Mi madre apenas tenía 22 y ella ya superaba los 30. Cuando mi padre eligió a mi madre, Rosalind no lo pudo soportar e hizo todo por separarlos, hasta que lo tentó con lo único que interesaba a un hombre como él, ¡el dinero! Él lo aceptó encantado. Pero un día quiso volver, se había enterado que yo venía en camino, un bebé que él no había buscado. Rosalind lo impidió otra vez, hizo todo lo posible por amargar la existencia de ese hombre, le metió en problemas, consiguió que lo encarcelaran, y luego de unos años de haber soportado palizas en una cárcel de mala muerte él enfermó. Cuando la enfermedad se instala anega una parte del cerebro, debilita el corazón, pretende que entres en comunión contigo mismo, que no dejes flecos sueltos, que te vayas en paz al más allá. Imagino que debió creer que se lo debía, a mi madre, y le envió una carta explicando todo; que se quería hacer cargo de mí pero que su hermana no lo había permitido.

>El día que mi madre leyó aquello, se volvió loca. Y Rosalind lo creyó literalmente, tanto así que logró que la internaran en un manicomio. Mi madre era un ser dolorido, depresivo y ansioso que ya había arrastrado muchas crisis pero no estaba loca, sólo estaba triste. En ese horrible lugar fue víctima de una paciente que acabó con su vida cuando aún no había cumplido los treinta años, dejándome huérfana con diez. Rosalind me trajo con ella por un sentimiento de culpa y pena, pero lo único brillante y cándido en ella eran sus joyas, y no su supuesto buen corazón. No creo que nunca me quisiese aunque lo fingía, igual que yo lo hacía, un falso afecto en el que escondía toda mi rabia y mi odio. Ella destrozó la vida de mis padres, hundió mi vida, y por eso deseaba su muerte, ella merecía morir, esa vieja celosa y amargada merecía morir”.

 

Ada no mostró arrepentimiento, ni pena, ni vergüenza, ni dolor, y cuando el agente Mathews la esposó, aún con el puro a medio fumar en la boca, se limitó a cacarear una risita extraña que erizó al inspector Lemoine y que sorprendió al hombre del puro, quién impensadamente abrió la boca dejando caer al suelo, en la alfombra de pelo, el potente habano, dejando para siempre allí la huella de una quemadura.

Heracles Lemoine la siguió con la vista cuando la sacaban de la habitación; tan joven, tan marcada por la vida, por la enfermedad de los que la rodeaban: la locura y la ambición, la envidia y la maldad. Esa niña triste, esa asesina injusta, perdida para siempre dentro de sí misma. Se acercó a la ventana cuando el horizonte era una raya dorada que se atenuaba. Por un segundo sintió lastima de la muchacha, pero ¡ah!, la vida era así, si has perdido, has perdido, y lanzó un suspiro al aire atusando sin querer su estrafalario bigote.

2 comentarios:

Montse dijo...

¡Guauuuu, me ha encantado este final! Te felicito por este relato al más puro estilo de Agatha Christie, una escritora que siempre he admirado, ahora te admiro a tí también porque lo has bordao.
Ana, sigue escribiendo, es un placer leerte.
Muchos besos y abrazos.

Ana Bohemia dijo...

Hola Montse, mil gracias por leer el relato hasta el final, por esperar el final, un gusto que haya sido de tu agrado. Yo siempre he leído mucho a Agatha, la admiro también y he estado muy influenciada, gracias por el halago de corazón.
Un placer tenerte por aquí.
Un abrazo y muchos besos
:)

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