La locura nunca es buena, es una masa aterradora que pulsa y late y oprime y anega, e incendia con saña devoradora el cerebro y las ideas. La locura puede ser transitoria, un momento aislado, una taquicardia puntual que termina pasando, un sofoco que se termina aliviando con una respiración profunda. Pero hay muchos tipos de locuras. Locuras imparables cuando entran en combustión…
La locura que la dominó aquella noche había sido causada por el dolor, un dolor tan intenso y tan profundo, que ocupaba todo su ser. Al ocuparlo todo no quedaba espacio para la cordura, la precaución, ni el juicio.
Sin miedo, aquella noche clara, corrió veloz hacía el cementerio, el lugar de reposo de su querido amor, ese hombre arrancado de la vida demasiado pronto. Saltó la tapia con una agilidad que nunca había tenido, poseída por sí misma, por esa masa que apretaba su cerebro, una masa obscura que había viajado hasta su estomago, y allí había caído, en sus entrañas, como una losa negra. No podía respirar, sólo podía sentir, sentir el dolor y las ansías, el dolor en toda su intensidad.
Corría la madrugada en sus horas centrales, todo era silencio, como si hasta los árboles que cercaban el cementerio estuviesen hechos de cantería, petrificados como las estatuas de algunas tumbas. Una azulada neblina reptaba entre los panteones y los nichos, trazando en el aire fantasmagóricas formas. Ilusiones tal vez, o realidades, pero era incapaz de discernirlo. Su cabeza zumbaba como una colmena, un bullicio sordo que solo existía en sus sienes. La luna llena alumbraba lo suficiente. Encontró la lápida que buscaba, nueva, con una inscripción muy escueta: un nombre que había amado y dos fechas, nacimiento y muerte. Imaginarle allí debajo dentro de una caja, tan cerca, la desquició. Y empezó a arañar la tierra con sus manos, loca de pena, de nostalgia, de deseo y de ira. Gritaba su nombre, lo llamaba a voces. ¡Estás tan cerca amor mío!, repetía, ¡tan cerca de mí! Quería verlo, quería ver su rostro, tocar su cuerpo, volver a sentirlo una vez más. No muy lejos de allí encontró algunas herramientas de sepulturero, entre ellas una pala, y empezó a cavar, horas, enferma de melancolía. Nadie la detuvo, el guarda que vigilaba el camposanto de noche, dormitaba una borrachera de cerveza tendido en el mármol de un asiento de los jardines, y no escuchó nada. Tres cuartos de hora estuvo sacando tierra, víctima de una posesión frenética, hasta que el metal de la pala tocó madera. ¡Clock!, resonó. La ansiedad que sentía se intensificó. El amor de su vida llevaba muerto un mes, y ella sabía que si abría su ataúd lo que encontrase no se iba a parecer a la persona que recordaba viva, sana, feliz, quiso mentalizarse antes de atreverse a abrirlo. Cuando finalmente levantó la tapa del ataúd se dio cuenta que la madera barata había cedido, un insoportable hedor subió hasta su nariz intoxicando sus vías respiratorias, el cuerpo de su amado estaba semicubierto de tierra y larvas de gusanos, o quizás de moscas, insectos necrófagos que no paraban de enroscarse y arquearse sobre aquella carne muerta. Retiró con ambas manos la tierra y los insectos, barriendo la suciedad del rostro de su amor, un rostro frío, inerte, que a la luz de la luna devolvía una palidez verdosa y macabra. Las lágrimas se agolparon en sus ojos, y cayeron calientes en esa boca muerta, negra, que ella, arrebatada por el momento, besó. No lo pensó demasiado, le quitó el anillo de oro del dedo anular, le arrancó algunos cabellos, y a puñados en sus manos agarró unos cuantos de aquellos gusanos que vivían del cuerpo de la persona que mas amaba. ¡Asquerosos insectos!, bramó con asco dejándolos caer en el bolso que llevaba cruzado a la espalda, pero los necesitaba, esa fuerza viva alimentándose de ese ser muerto que aún adoraba. Eso había dicho la bruja curandera que le llevara, y eso le iba a llevar.
Un montón de larvas de gusano se retorcían en el suelo viscosamente mientras las dos mujeres hablaban.
-Debo avisarte, lleva un mes difunto, quizás sea más fácil que tú inicies el viaje al mundo de los muertos que él regrese al mundo de los vivos –y con sus ojos señaló un frasco en la estantería de atrás. El frasco tenía forma de ampolla y contenía un líquido llamativamente púrpura, del color más raro, y más inusual de la naturaleza.
Los ojos de ella se prendaron del frasco, sintió horror y repulsa. Se imaginó a si misma dentro de una caja de pino, cubierta de tierra, con el rostro comido por las larvas, y negó con miedo y angustia sintiendo como su corazón palpitaba al galope en su pecho.
-¡No quiero morir! –gritó egoísta–. Yo sólo quiero vivir, pero con él a mi lado. Dijiste que podías ayudarme, ¡tráemelo de vuelta!
-Es muy peligroso, pero si es lo que deseas, tengo que alertarte –dijo con voz ronca–. La persona que regrese no será la que tú conoces, su carne ya está corrompida así que es inservible, así que él regresará, pero en el cuerpo de otra persona. ¿Estás dispuesta?
-Pero –murmuró temblorosa–, ¿él me recordará a mí?
-Sí, lo recordará todo, su vida en este mundo, pero también en el otro…
-¿Y cómo le reconoceré yo? –la interrumpió.
-Una señal –dijo–, los que vuelven siempre tienen una señal debajo del ojo izquierdo, un lunar rojo…
-¡Hazlo! –le ordenó– Te daré lo que me pides, te venderé mi sangre, te prometeré mi primer hijo, mi alma, lo que quieras, pero ¡tráemelo!
-¿Es lo que quieres de verdad? –la tanteó la bruja con una pérfida sonrisa–. El mundo de los muertos siempre deja marca, haya acabado sus días en un buen lugar o en otro menos agradable, ¿quieres traerlo a este mundo aún sabiendo la carga que soportará dentro de sí?
-Mi amor le salvará de todo.
Perversamente la bruja asintió sosteniendo en sus dedos el anillo de oro, y luego, sin más, echó los gusanos a un caldero al fuego. El chirrido que emitieron sonó a risa y a cascabeles.
El sol salió. Ella regresó a su casa, mareada, triste, cansada, quizás regresaba la cordura a su cuerpo, porque tampoco recordaba nada de esa noche con nitidez. Pero todo era muy raro, el sabor en su paladar, la tierra negra bajo sus uñas, y lo pequeña que se sentía ante otro amanecer, otro nuevo día.
Al llegar a la casa encontró la puerta abierta. Muerta de miedo descubrió que alguien estaba sentado en su cocina, esperando el desayuno. Era un hombre desconocido pero que la miraba con una fuerza conocida. Tenía una marca roja debajo de un ojo. No era feo ni guapo, no se parecía a nadie. La llamó por su nombre, una voz que nunca había escuchado, y unos brazos que nunca la habían rodeado la abrazaron, y una boca que nunca había besado la tocaron. Era el amor de su vida. Y celebraron su recuentro embargados por la emoción de volver a tenerse el uno al otro.
El primer día todo funcionó, y el segundo, y el tercero, y el cuarto…
Al quinto día él empezó a tener pesadillas, a hablar en sueños, a mostrar sufrimiento.
Al sexto día aquel aliento se corrompió, aquella voz se agravó como si se hiciera de roca, y una sutil pestilencia pero perceptible acompañaba siempre sus palabras.
Al séptimo día había dos hombres dentro del cuerpo de su marido, uno que ella sabía que era bueno, y otro, que no conocía, pero que sentía monstruoso, cruel y desalmado.
Pasaron más días. Ella lo obvió todo, ciega a los cambios, ciega al dolor que había provocado.
-¿El amor es para siempre? –le preguntó él una mañana.
-El que tú y yo tenemos sí, mi amor, mi vida, mi cielo…
-¿Para siempre o hasta que la muerte nos separe? –susurró él observándola con dos ojos de hielo– Porque yo sólo firmé una parte del contrato y tú lo has incumplido…
Ella se sobresaltó. Él, al menos no de forma consciente que no fuera en sueños, jamás le había hablado de su muerte. Siempre había creído que su marido era la parte noble, el hombre bueno, hasta que volvió a hablar.
-Entonces si mi muerte no nos ha separado que sea la tuya la que lo haga.
Y eso fue lo último que le escuchó decir, antes de que se le abalanzara con una almohada hacía su cara.