Puedes
llamar casa, hogar, al lugar donde habitas, donde resides, donde te guardas de
la lluvia y del frío o del calor. Dónde descansas, dónde haces muchas cosas, dónde
vives, ríes, y amas. Pero no sólo se puede llamar hogar a un lugar físico, yo
llamo hogar al gesto que me hace sentir como en casa, que me reconforta, me
salva, me ayuda, me atiende…
Yo
llamo hogar a ese guiño, a esa sonrisa cómplice, a un corazón grande.
Nuestro
hogar es el corazón que abres.
Esta
pandemia nos ha confinado en nuestros hogares pero al mismo tiempo nos ha
abierto muchos otros hogares cálidos, muchos corazones nobles. Basta asomarse a
la actualidad más amable para darse cuenta…
¿Por
qué somos grandes en tiempos de crisis? Por nuestra solidaridad, por nuestro
sentimiento de unidad, por la enorme empatía que florece cada día. Esa es
nuestra fuerza como civilización y como humanidad, cuando hace falta tiramos
del carro unidos, vamos allá con nuestro pico y pala para reconstruir lo que se
ha ido al traste, hacemos de nuestro instinto de ayudar un ejercicio de solidaridad
contagiosa. Hay de todo, por supuesto, no quiero dar una imagen bucólica de la
situación, pero lo que sale a flote en la tempestad, es la ayuda, el bote
salvavidas que aparece en medio del naufragio, la ayuda que practicamos las
personas de a pie, las pequeñitas, como tú y yo, ese instinto de ayuda, de ser
útil.
He
leído que “nunca estuvimos tan cerca desde tan lejos”, y es verdad, y damos las
gracias, gracias a esos profesionales que se vuelcan, a esos vecinos que ayudan
a los más vulnerables. Gracias a las iniciativas para entretener, para educar,
para hacer más llevadero un encierro forzoso. Gracias por las donaciones, por
los voluntarios que cosen mascarillas a destajo en sus hogares. Gracias a los
que con su creatividad inventan, investigan, a los que ponen lo que tienen por
el bien de todos, a esos que incluso crean respiradores con sus impresoras 3D
desde casa. Gracias a esos que ponen la tecnología al servicio del bien común, a
los artistas que amenizan. Gracias por las cadenas de favores, por las asociaciones
que acogen a los que no tienen hogar, por la red de apoyo a los transportistas
que siguen haciendo kilómetros para seguir abasteciéndonos. Gracias a los empleados
de supermercado, y a los que limpian. Gracias por el humor, por levantarnos el ánimo,
por conseguir que la creatividad suba, que la gente lea, por hacer que se vuelva
a apreciar una buena charla. Gracias por
esos aplausos a los sanitarios, por salvarnos. Y por hacer que aunque esté en mi
casa también esté en la tuya, en tu casa, porque el mejor hogar es el corazón
cuando lo abres, cuando abres tu corazón abres tu casa, no hay lugar más grande
que ese.
La
última vez que nos tocamos fue un roce accidental, yo iba a coger la bolsa de
la compra y tú me la pasaste, tus dedos rozaron mi mano, algo efímero y sin
importancia, pero esa fue la última vez que sentí tu piel. La última vez que nos
besamos en los labios pasó tan rápido que aunque la busco ya no veo la huella.
¡Ojalá te hubiera acariciado más!
La
última vez que besé tu mejilla abuela, tú estabas en la puerta de tu casa,
frágil y encorvada, mirándome con ternura, preguntándome cuando volvería a
visitarte; “pronto”, dije, y fue una promesa incumplida. Desde la última
ventana de tu edificio te vi decirme adiós desde la distancia como de
costumbre, para verme marchar. Siempre me reconfortó esa manía tuya de alargar
la despedida de esa forma, con los ojos, con los gestos, poniendo el corazón a
mi disposición. ¡Ojalá te hubiera dado más besos!
Laúltima vez que te sujeté la mano mamá estabas
atravesando un paso de cebra, lenta por esas rodillas oxidadas, apurando el
paso ante la impaciencia del tráfico veloz. Te cogí la mano sólo para
espolearte, el tiempo necesario para salvar la calle y seguir nuestro rumbo. ¡Ojalá
no te hubiera soltado nunca!
La
última vez que te toqué papá fue para pasar mi mano por tu espalda, estabas
sentado a mi lado en el sofá, tomando un vaso de agua, tosiendo, y yo posé mi
mano ahí cómo se hace cuando a alguien le cuesta tragar, tú me miraste con los
ojos rojos, asintiendo para decirme que estabas bien. ¡Ojalá hubiera dejado la mano en tu espalda más
tiempo!
El
último abrazo que nos dimos hermanos, sucedió hace tanto que el recuerdo se
siente destemplado, estábamos tristes y necesitábamos consuelo, era el momento.
Que nos queremos es como la ciencia infusa, se sabe que está ahí, no hace falta
darle más vueltas, pero no somos cariñosos entre nosotros, cómo si nos sintiéramos
tontos por besarnos y tocarnos, cómo si eso fuese algo infantil, fuera de lugar
para unos adultos hechos y derechos. Y ahora, ahora cuanto daría por poder hacerlo. ¡Ojalá nos hubiéramos dado más
abrazos!
En
poco tiempo todo ha cambiado, estamos aislados los unos de los otros, el
contacto que es tan necesario está vetado por un virus peligroso e invisible
que quiere alojarse en nosotros para atacarnos, un virus que se trasmite rápidamente
por el aire y por el contacto físico, ese contacto que sin duda está íntimamente
relacionado con las relaciones humanas, que intensifica tanto las emociones, y
que es tan necesario como una vacuna para este mal. Y ahora que tenemos que
vivir separados, que está prohibido tocarse, abrazarse, socializar físicamente,
ahora es cuando comprendo el porqué estamos recubiertos de piel con miles de
terminaciones nerviosas, porque están diseñadas para sentir el mundo y las
personas a través de sus ellas, de sus poros, fibras, vellos, porque nos
conecta, nos acerca, porque nos calma, nos alivia, nos llena el corazón, nos hace sentir menos solos, más necesitados,
comprendidos y amados….
Ojalá
hubiera respirado mas tu aire, ojalá no te hubiera soltado, ojalá te hubiera
apretado mas, ojalá hubiera sido más cercana, y juntar tu piel a la mía, tu
mejilla a la mía, tu boca a mi boca, tu mano a mi mano, cuando pude.
La casa de mi abuelo estaba llena de paneles fotovoltaicos.
Había transformado su humilde hogar para autoabastecerse sin necesidad de otras
fuentes de energía que las naturales, era feliz cuidando sus huertos
ecológicos, siendo un guerrero verde.
-El soldado patata –reía él poniéndose por sombrero las
pobladas ramas de una zanahoria. Y su sonrisa era tan sana cómo lo que comía.
Me gustaba verlo con las manos en la tierra, quitando
piedras, sembrando semillas, cantándole a las flores. A la familia le agradaba
que fuese un abanderado de las energías renovables, presumían de él porque no
había fuente energética más limpia que su propia vitalidad. Bien era cierto que
no aparentaba ni de lejos esos setenta y dos años bien vividos, quizás porque
nunca se estaba quieto, y porque iba a todas partes en bicicleta, recorría
largas distancias a pie, y era un senderista entregado, así que sus piernas
eran resistentes, curtidas e increíblemente fornidas. Yo que tenía casi medio
siglo menos de vida que él no le hubiera ganado en una carrera campo a través.
Mi abuelo era consciente de la baja forma física de sus
hijos y nietos, remediarlo era su principal objetivo, por lo que era frecuente
que nos embarcara en excursiones improvisadas, maratones, sesiones de escalada,
o largas caminatas. Casi siempre alguien se lesionaba, y la familia regresaba
renqueando a la casita del abuelo, todos embarrados, llenos de agujetas y
muertos de frío.
-Que blandengues –se mofaba el abuelo cuando nos encontraba
curándonos las heridas al calor de su chimenea–. Me estáis defraudando–se quejaba estirando los músculos del cuerpo
para que fuésemos conscientes de su poderosa elasticidad.
Los abúlicos rostros de su parentela le empujaba a
hostigarnos para continuar la marcha al día siguiente, o peor aún, para
continuarla enseguida, acampando a la intemperie si fuese necesario. Nosotros
no lo considerábamos necesario, ¡en absoluto!, así que se sucedían las
protestas y quejas, que no servían porque él tenía el poder de convencernos,
usaba la técnica valorativa, de comercial agresivo, que le bastaba para
llevarse el gato al agua. Yo le tenía por un brujo, era capaz de envolvernos en
su niebla y en sus quimeras, y que cayésemos con todo el equipo.
Así que de pronto, volvíamos a estar en medio de la nada,
luchando con el viento silbante, el frío rastrero, la odiosa lluvia y el
cansancio atroz sólo para sentirnos a su nivel. Era su legado, una lección, un
aprendizaje, con todo lo bueno que quería vendernos sobre ser uno con la
naturaleza yo sólo podía pensar en que la noche se abalanzaba sobre nosotros, y
¡maldita sea!, habíamos olvidado las linternas en la casa. No era una gran
cosa, no era una tragedia para el abuelo, y él y yo fuimos los encargados de
buscar un lugar dónde guarecernos. Siempre quería ir abriendo la marcha pero
esa vez quiso ir por detrás, creo que fue su sentido de brujo el que le dijo
que lo hiciera, y fue una suerte, yo no veía nada, el terreno era muy malo,
arcilloso, las piedras sueltas rodaban entre mis zapatos, me sentía torpe
tropezando con ellas, no era consciente de que a pocos metros ya no habría
terreno, fue entonces cuando derrapé y sin esperarlo estaba dando tres vueltas
de campana por el suelo, hasta que dejé de sentir que hubiera suelo. La
gravedad iba a tirar de mí hacía abajo, hacía una caída de la que no podía
calcular el final, yo sólo me sostenía por una mano, el instinto, algo
fortuito. No recuerdo oírme gritar ni oírle gritar, sólo recuerdo el dolor de esos
dedos posados en la afilada roca, mi esfuerzo titánico por llevar la otra mano
a la pared de piedra, y su voz, esa voz que no perdió la calma dándome
instrucciones. La penumbra ya empezaba a reptar por el paisaje, y sólo aquellos
ojos brillaban, vivos, asustados, pero llenos de energía.
-No te rindas –oí que decía el abuelo con una voz que no
parecía la suya, extraña, rasgada por el miedo de verme en el filo.
Vi sus manos tratando de alcanzarme, pero yo estaba
demasiado abajo. Para llegar a sus brazos tendría que impulsarme, colocar bien
los pies, sacar mi nervio y escalar, sólo dependía de mí. No lo hubiera logrado
sin el apoyo del abuelo, él me fue dando indicaciones, consejos, no le tembló
la voz y tampoco los brazos cuando finalmente pudo aferrarse a la capucha de mi
chaqueta. Sentí ese tirón como el de un gigante. Y a partir de ese día, el día
en el que me salvó la vida, siempre le vi así, un gigante. Nos besamos y
abrazamos, hicimos nuestro pacto secreto, no le íbamos a contar nada al resto
de la familia. Aquella noche, al raso, empecé a ver el mundo como él lo miraba.
Pasaron las horas, llegó la luz, volvió la lluvia y las protestas de los demás.
Pero él disfrutaba, no había más que ver su sonrisa triunfal, le gustaba la
lluvia, disfrutaba con el perfume del agua entre la vegetación. Estaba feliz
por el vigorizante aire helado de la mañana. No creo que se le pasara por la
cabeza que todos estaban hartos, embarrados, deseosos de volver a la
civilización. Yo no dije nada, quería ser como él.
Fulgores violáceos y anaranjados fueron adornando el
paisaje de vuelta. La actividad se reiniciaba, los pájaros se despertaban, los
mosquitos zumbaban sobre nuestras cabezas, polen viajero revoloteaba sobre las
acacias del camino que llevaba a la casa del abuelo. Fue un alivio cuando el
resto de familiares desayunaron y se fueron marchando con sus ruidosos
vehículos. Yo esperé, esperé a quedarme a solas con él, rechazando el
ofrecimiento de los demás de llevarme cómodamente de regreso a la ciudad.
-Prefiero caminar –dije ante el desconcierto de muchos
ojos.
El abuelo me guiñó un ojo con orgullo. No dijimos más, me
despedí sonriéndole y me puse a andar respirando hondo. Ya había dado muchos
pasos cuando a los lo lejos un generador se puso en marcha con un petardeo, luego
una cortadora de césped roncó poniéndose en marcha, y por encima del ruido, le
oí cantar, cantar y ser feliz.
Música:
I'd Love to Change the World - Ten Years After
Platanito
y Zanahorita compartían piso al norte de la ciudad “Grano Largo” dónde todo el
mundo tomaba leche de vaca para desayunar. Pero Zanahorita tenía intolerancia a
la lactosa, y se pirraba por los zumos naturales de pera, naranja y manzana,
algo que sulfuraba a Platanito quien tomaba a su compañero de piso por un
psicópata de frutas, y es que si se bebía tan alegremente a sus primos lejanos,
¿por qué no iría un día a hacerle una emboscada para acabar dentro de un
smoothie con una cereza y nata en lo alto? Ese día Platanito preparó su
venganza para eliminar a Zanahorita de su vida, aunque para ello tuviera que
contactar con un cazador de hortalizas.