Se acaba el año, y aún tengo en mis pestañas cosas que contar, y en mis dedos historias que hilar, y en mi memoria sentimientos, y en mi corazón hechos, y en mi pecho luz para guiarme entre las letras. Y así, aún con todo eso, este año he estado a oscuras, mi alma no ha cantado de alegría, mi voz no ha sido la que era, mi ánimo no ha estado en la cumbre del gráfico del sismo, porque ha habido un terremoto, uno importante que ha removido cimientos y estados, que ha lastimado mi imaginación y mis ganas de dejarlo fluir.
No ha sido un buen año para mí, no lo he sentido como tal, no he tenido tiempo de superar los golpes que me ha asestado, quizá porque han sucedido en forma de ráfaga, y me ha tocado profundo, y me ha dolido mucho, y me ha quitado el aire, y me ha dejado un poco rota. Quizá ha abierto heridas que ya se abrieron antes, quizá ha tocado en ese punto flaco que todos tenemos. Y sin embargo siempre me alzo con un gruñido, y pego los trozos, recompongo la figura, reúno valor y fuerzas, y voy buscando la normalidad (si algo así existe), le doy un portazo a la tristeza, y la dejo fuera, y le digo: “por aquí no vas a pasar otra vez”. Pero ella hace visitas inesperadas porque sabe cuando la puerta está abierta. Aunque no todo sea bueno, aunque caiga en el victimismo barato, siempre hay un lugar para el optimismo, si no ¿qué nos queda? La alegría viene a tientas de vez en cuando, dando pellizcos para que sepas que es real, quiere hacerse notar.
Estoy feliz., despedimos el 2019, eso me llena de dicha. Quiero ser supersticiosa por esta vez, quiero cambiarle los números al año, revolucionar el calendario, echar a volar al 19 y llegar al 20, y decirle: “Contigo quiero hablar, no seas como tu antecesor, o te vas a enterar de lo que es bueno”. Y presumo de ingenua al pensar que lo hará…
Y al 2019 le digo adiós, o no, no me despido, nos fuimos desencontrando sin disimulo desde el primer instante, y ya no tenemos nada que decirnos… y así seremos felices, él en su olvido, y yo en mi nuevo cheque en blanco, que es el año que viene, que ya está aquí.
Añoro verte en la ventana, contento
de verme, con los dientes apretados por la emoción, con tu pelo largo sobre
esos ojitos dorados, preciosos, inocentes, llenos de agradecimiento y amor. Me
duele el corazón, me pesa el alma, no soporto este sentimiento de congoja y
dolor intenso. Tenías que haber vivido muchos años más, muchísimos... Tenías
que haber crecido con nosotros, teníamos que haberte cubierto de amor a
raudales mucho tiempo más, pasar muchos momentos juntos, ser felices más allá
que este tiempo tan prestado, tan fugaz y tan pequeño. Cuatro meses desde que
entraste en mi vida, apenas un suspiro, pero cuatro meses de felicidad plena,
de juegos, de trastadas, de lametazos y besitos, de mordisquitos y de juegos.
Timi, mi perrito tímido y esbelto, carita plateada, ojitos de miel dorada,
patitas largas y veloces, alma tierna, corazón gigante, ¡qué bueno fuiste!
¿Nos elegimos, verdad? Me miraste desde el otro lado de esa jaula
del albergue de animales y nos flechamos el uno del otro, te acaricié y tú
buscaste mi cara para darme un lametazo, y ahí nació nuestra conexión, ya no
pude dejar de verte sólo a ti, fue algo especial y mágico. Y toda la familia se
contagió de esa magia que trajiste, porque aunque estábamos algo tristes por
haber perdido a nuestro Pancho tú nos consolaste, nos sacaste del lado
gris. Lo hiciste muy bien, darnos
alegría, darnos amor, traernos una porción de felicidad que ahora sabe amarga.
Las cosas no tenían que haber pasado así, no lo puedo entender, y no lo
entenderé nunca, y te tendré siempre en mi memoria y en mi corazón, porque tú
lo hiciste más grande, y porque aunque fue todo muy rápido, todo lo que tú nos
dejaste y nos diste fue muy intenso.
Te quiero mi peludo.
Elvira Sastre dice que Cuánto daño cabe en las heridas que no se
ven. Cuánto duele lo que no se merece, en su libro “A los perros buenos no
les pasan cosas malas”, desgraciadamente a los perros buenos sí que les pasan
cosas malas, mi Timi era un perro muy asustadizo, se perdió y desorientó, y
acabó atropellado en la autopista. Me pone muy nerviosa pensar en el susto que
tendría y en todo lo que lo buscamos sin que la fortuna de encontrarlo sano y
salvo se produjese. Estoy muy triste, profundamente tocada y en shock, no lo
asimilo, pienso mucho en mi perrito bueno, chiquito y tierno, en lo mucho que
lo quise para tan poco tiempo que compartimos.
Sobre
la montaña florida, reza el haiku, el cielo otoñal se posa, y por fin, después
de ocho años de planificar el viaje, lo estaba viendo con sus propios ojos.
Japón era un país con magnetismo. León no podía dejar de sentirse fascinado
recorriendo las calles de Tokio, cámara fotográfica en mano, sin poder dejar de
sonreír, atento a la modernidad, la excentricidad, el caótico orden y desorden
de una ciudad que parecía ir a cámara rápida en sus retinas: luces, colores, un
mundo extraterrestre para él, desacostumbrado al ruido de las grandes urbes,
ciudades hormiguero, siempre palpitando al ritmo del tic tac. No era eso
precisamente lo que le había traído al país, pero se podía dejar llevar por
unas horas, hasta poder sumergirse de lleno en la escritura, arqueología y
arquitectura del país del sol naciente.
Durmió
en un karaoke, desvelado por el neón, con una sopa de lata en el cuerpo que
había sacado de una máquina. Tomó un tren y unas horas después se bajó en el
distrito de Yaboya, que casi nadie conocía, para fotografiar uno de los
magníficos y mejor conservados templos del período Sengoku. De camino al lugar
se extravió, pero tuvo la fortuna de encontrar un bosque precioso que estaba
siendo correteado por turistas locales y extranjeros. Se regodeó en la altura
de la vegetación, que le hacía sentir insignificante. Los arboles parecían
sujetar la bóveda del cielo. La imagen le resultó espiritual y pacífica. Se
abstrajo largo rato, hasta que el olor a bambú y a refresco de tapioca le
saturó. De vuelta al pueblo trató de hablar con algunos japoneses, corteses,
reservados, que no entendían bien sus chapurreos ni sus intentos de comunicarse
en otros idiomas. No tenía dónde hospedarse, hasta que se topó con la señora
Nozomi, que regentaba una antigua okiya reconvertida en humilde hostal, y lo
enganchó como cliente con una facilidad mágica. Puede que empleara alguna
magia, porque León sintió el imperativo de seguirla.
La
okiya contenía una biblioteca con documentos que la buena señora le dejó ojear
mientras le servía un poco de licor de arroz. Una colorida sensación de vértigo
le recorría lacabeza como en una
tormenta, quizá lo era, de ideas y aprendizajes. Bullían ahí miles de
caracteres sintoístas, pinceladas delicadas pero temperamentales de trazos
decisivos. ¡Qué fascinante y misterioso ese lenguaje, y ese país que le había
recibido con una amabilidad casi reverencial!
El
alojamiento era pintoresco, y la habitación dónde él dormiría una muestra
perfecta de la arquitectura japonesa de finales del siglo XVIII. León se sentía
completamente fascinado, mucho más que lo que lo había estado cruzando las
calles de Tokio, imposible conciliar el sueño. Debió dormirse por el cansancio,
pues una inesperada brisa corriendo en el interior del dormitorio le hizo abrir
los ojos. Quiso creer que era el sueño pero percibió con fuerza una presencia,
una mujer de cabellera larga que después de mirarle un segundo desapareció con
prisa. Lo tomó por un error, alguna inquilina que había confundido su
habitación con la suya. No le dio importancia, tan poco se la dio que al día
siguiente, en el desayuno lo comentó con la dueña como de pasada, como una
anécdota de hotel, sin más intención que la comunicación. No obstante a la
buena mujer le cambió la expresión cuando le oyó describir a la mujer en
cuestión: morena, delgada, ataviada con un
kimono blanco mal abrochado. León no le contó que el ambiente se tornó azulado,
pero estaba seguro que si lo hubiera hecho ella habría gritado de espanto. En
silencio, Nozomi asintió con una sonrisa triste, y la conversación murió.
La
mañana era esplendida, cómo esplendidas eran sus ganas de conocer un poco más
lo que le rodeaba. Alistó un par de cosas en su mochila y enfiló el camino hacia
la carretera principal. Un hombre mayor descansaba al borde del camino, fumando
con una pipa extraña y alargada un tabaco intenso y amargo. Al verle pasar
silbó para detenerle y lo miró penetrantemente, hasta que León sintió la
necesidad de agachar la cabeza.
–Otro
turista embrujado –murmuró el anciano en un inglés casi británico.
–¿Perdón?
–se detuvo León, confundido por el comentario.
Éste
señaló con su pipa el camino que él había andado, preguntándole que de dónde venía,
que en esa dirección lo único que quedaba eran ruinas y tierras de muertos.
León
lo tomó por loco, y con un gesto de cabeza se despidió precipitado, dispuesto a
seguir de largo.
–¿Ya
ha visto el estanque?
–Disculpe,
pero no sé de qué habla…
–El
estanque de las geishas muertas, ¿ya ha llegado a verlo?, será mejor que no,
hay muchos que la han palmado del susto.
Y
el viejo, al intuir su confusión, le contó la historia del estanque, y de las
geishas, y de la vieja okiya…
“Se
llamaba casa Matsuaoka, la casa del cerro cubierto de pinos, una casa prospera
por dónde pasaban casi todas las geishas y maikos de la región. Corrían los
años veinte, y la okasan, la madre, la señora del lugar, era una mujer
bondadosa de mediana edad que criaba sola una hija de corta edad. No conocía
las deudas hasta que su hija murió y acabó descuidando a la familia de la okiya,
porque decía que el fantasma de su hija la atormentaba. Y los kimonos
desaparecieron, y los nenkis o contratos expiraron, y el hambre y la tristeza
se apoderaron del lugar. Pero cómo las desgracias no vienen solas un terrible
movimiento sísmico asoló la provincia, causando uno de los más terribles
incendios de los que se tiene constancia. Quien recuerda aquel suceso lo
cataloga como uno de los peores terremotos de la historia de Japón. El interior
de la tierra vibró lenta y superficialmente rompiendo los sismógrafos, y fue
tan potente que no sólo fragmentó todos los cristales en una media de treinta
kilómetros a la redonda del epicentro, también fracturó las conducciones
subterráneas, causó grietas, torsionó raíles, desplazó masas de agua y provocó la
proyección de objetos y rocas en el aire. Nunca se vivió una alarma tan
generalizada ni un pánico más urgente que el de aquel día. El incendio fue voraz
y rápido en Naboya. Pronto al cerro lo envolvieron las llamas, y el humo se
convirtió en una serpiente rastrera colándose por las ventanas abiertas de las
casas del pueblo.
A
las geishas de la casa Matsuaoka las sorprendió una inesperada tormenta de
fuego, un tifón ardiente de fuertes vientos que consumió los tatamis, los
paneles de papel, las maderas de los techos, la única escapatoria para las
pobres desafortunadas geishas era correr hacía el estanque cercano. Y allí
fueron apilándose las mujeres, algunas con el pelo en llamas, hundiéndose una
tras otra con sus ceñidos kimonos, sin saber nadar, pataleando, gimiendo,
gritando de horror y de miedo, mientras metros de tela flotaban sobre las
iluminadas aguas en combustión, una trampa mortal más cruel y eficaz que la del
fuego. Nadie pudo rescatarlas, era tarde, ya habían emprendido un viaje a Yomi,
la tenebrosa tierra de los muertos”.
El
anciano aspiró el humo de su pipa para concluir su relato.
-No
se salvó nadie, y nada quedó de la okiya.
“Desde
entonces el lugar quedó embrujado. No pocos son los que se han asomado a las
aguas del estanque y se han muerto del susto, porque allí se reflejan cadavéricos
rostros de mujeres que abren unos ojos huecos y les llaman por sus nombres. Siempre
son hombres, como usted, atraídos quien sabe porqué. Algunos ven a Nozomi, ¡pobre
desdichada mujer!, que nuca dejó la okiya porque allí vivía el espíritu de su
hija, e incluso dicen pasar la noche en el lugar, cosa imposible porque de esa
okiya no queda nada. Nozomi no es un fantasma malo, sólo quiere un novio para
curar el corazón roto de su hija, lo perverso es acercarse al estanque, créame,
pues esas mujeres sólo desean arrastrar a uno a la muerte…
-Ha
tenido suerte –concluyó. Y sin más, sin siquiera una palabra, se marchó,
dejando a León sorprendido y desorientado.
Se
giró entonces al camino que había andado. ¡No estaba!, era imposible, pero no
estaba, el hostal no estaba, sólo una silueta de mujer, Nozomi, que mirándole
con pena empezaba a disolverse entre las sombras, desapareciendo igual que en
un truco de magia.
El hijo de Amber era un niño rubio, de ojos claros, que reía por todo. Se llamaba Daniel y tenía cuatro años. Se sentía muy mayor porque ya se peinaba sólo y elegía su propia ropa, además le gustaba clasificar sus juguetes por texturas y colores, era capaz de enumerar hasta el número cien, y hablaba mucho y con fluidez, preguntándolo todo, desafiando a sus padres, jamás olvidaba un dato y sus mayores distracciones eran los juegos musicales y atormentar a Fester, un corgi galés que llevaba siendo la mascota de la familia desde hacía nueve años. El rol de madre había supuesto para Amber reencontrarse con la niña que una vez fue, abrir su mente, recuperar la creatividad, la imaginación y la inocencia que creía perdidas. Los juegos con su hijo eran los responsables. Era maravilloso y al mismo tiempo un poco inquietante como una mente frágil y sin madurar podía desarrollar historias inverosímiles con seres y con personajes que no existían pero que situaba a su lado, cómodamente sentados en la sillita libre de plástico, tomando el té con ellos cinco: Daniel, Fester, el osito Maravillas, mamá y Karl…
¿Quién era Karl? “Karl es Karl”, respondía el niño con naturalidad, y Amber se conformaba con la respuesta, hasta que Daniel empezó a decir cosas extrañas en el colegio sobre Karl, porque el padre de Karl le hacía mucho daño, y la profesora del niño puso en contacto a Amber con la psicóloga del centro.
-No quiero preocuparla, es completamente normal que a esa edad Daniel invente amigos imaginarios, pero hay relatos que me preocupan, ¿va todo bien en casa?
Las cosas que contaba Daniel podían estar encubriendo algún episodio violento en el hogar, algo que era completamente incierto. Amber se sentía mortificada, sin saber que hacer ni qué pensar.
-Le recomiendo que vigile a su hijo en casa.
Amber siguió el consejo.
Daniel era un niño muy tranquilo que sólo regañaba a Fester cuando éste no se sentaba en la alfombra a la primera orden. Nunca gritaba, no tenía acceso a la televisión, no había ningún estímulo negativo que fuera el causante de los comentarios que la profesora había puesto en boca del niño, todo era normal, hasta que un día le oyó hablar con el osito: “No, no voy a decirle eso a mamá, la asustaría”. Desde ese momento Amber lo escuchaba susurrar con alguien todas las noches, pero Daniel se callaba cuando ella entraba de improviso en la habitación.
-A Karl no le gustan las personas mayores, le das miedo, mamá -respondía el niño escondiendo al osito debajo de la cama.
-No quiero que hables más con Karl, ¿me oyes?, si lo haces me llevaré al osito lejos, ¿de acuerdo?
Daniel no entendió esa amenaza, y ella acabó por esconder al oso e incluso le prohibió jugar en la habitación, quería tenerlo en el salón, cerca, donde pudiera verlo. Daniel era un niño obediente y nunca volvió a hablar solo, y tampoco a reír. Pero el oso apareció en la habitación como si hubiera vuelto por su propio pie. Ella no tardó en regañar al niño, confundido por tanta reprimenda sin motivo.
-No me gustan las mentiras Daniel, si vuelvo a ver a Maravillas aquí me voy a enfadar mucho, y no quieres que me enfade, ¿verdad?
Daniel asintió asustado. Y el osito se fue al cubo de la basura a la mínima oportunidad.
Durante un tiempo las cosas se normalizaron, el niño volvió a ser el que era, hasta que una nueva conducta empezó a causar cierta inquietud en ella. Cada mañana, durante el desayuno, Daniel caía en una abstracción extraña siempre con un vaso vacío en la mano, mirando a través del cristal, como si estuviera observando algo, como si estuviera viajando con su mente, un estado del que se contagiaba hasta el perro. Amber creía que era mejor no poner vetos a la imaginación de su hijo, que jugara con Karl…
-Karl se fue mamá…
-¿Entonces quién está ahí, Daniel?
-No lo sé mamá, apareció ahí -señaló al frente-, un día cuando miré a través de este vaso, pero no me da miedo, él sólo nos mira, no dice nada, Karl dice que lo quiere a él, por eso se escondió en el sótano y no ha salido...
Amber sintió que se le revolvía el estómago. “Es un niño pequeño, no lo tomes en serio”, le quitaba importancia su marido cuando ella le contaba aquellas cosas. Pero Amber no estaba tranquila, con una punzada de pánico siguió siendo testigo de cómo el niño se quedaba paralizado todas las mañanas durante el desayuno, con el vaso en la mano, como si mirara a través de un telescopio fascinante.
-Es para controlar que no se vaya, no quiero que encuentre a Karl...
Desesperada buscó ayuda, y encontró en la red los videos de una parapsicóloga que decía que la ausencia de maldad y juicio de los niños los convierte en portales, testigos de emanaciones energéticas de los espíritus, capaces de captar fenómenos de ambas realidades, preciosos receptores de energía con una sensibilidad emocional y espiritual fuera de lo común, y a veces portadores de mensajes divinos.
-Para entender a nuestros hijos es mejor abrir la mente -presumía la parapsicóloga-, derribar las fronteras de los prejuicios, ponernos en su lugar, a su nivel, jugar con ellos.
Aquella mañana el desayuno que preparó Amber para Daniel tenía ración extra de cereales, pero Daniel no se detuvo ni a mirarlos, fascinado igual que Fester, observando cual pirata con catalejo, la nada que había en el centro de la cocina. Amber apretó los labios, le quitó el vaso al niño con decisión y lo mandó a jugar fuera, pidiéndole que se llevara a Fester al jardín. Titubeó pero era el momento. Sujetó el vaso y temblorosa se lo acercó a los ojos para mirar a través de él.
El vaso era de un cristal muy fino, translúcido y transparente, pero terminó por empañarse como si una sombra amenzanante creciera a su alrededor. Bajó la vista y la volvió a subir, aferrada al vaso.Lo había visto… ¡y lo seguía viendo! Se le secó la boca, se quedó sin habla,
Sus dedos soltaron el vaso que se hizo añicos al chocar contra el suelo, pero esa cosa no se fue, no desapareció, una vez rotas las fronteras de las dos realidades lo siguió viendo, haciéndose cada vez más real, con esos ojos asesinos, con esa sonrisa inhumana, con esos dedos muertos, señalándola con una sonrisa cruel, corriendo hacía ella como si quisiera matarla.
Maila Nurmi (1922-2008) encarnó a la sexy y divertida Vampira durante la década de los 50, pálida, esbelta, con una cintura casi surrealista y unas cejas perversas que perfilan un rostro anguloso. Góticamente vestida, ella es el ideal de las chupasangres y un personaje muy imitable que nunca falla como disfraz en las fiestas de Halloween.
El 30 de abril de 1954, la KABC-TV anunció la presentación del programa Dig Me Later, Vampira a las 11 de la noche. El Show de Vampira apareció el 1 de mayo de 1954, y durante las primeras cuatro semanas el programa se emitió a medianoche, y comenzó a transmitirse a las 11 de la noche a partir del 29 de mayo. Diez meses después, desde el 5 de marzo de 1955, el programa pasó a transmitirse a las 10:30 de la noche. En el papel de "Vampira", Nurmi presentó películas mientras recorría una sala llena de niebla y telarañas. A menudo aderezaba su guión con bromas y giros macabros, ofrecía epitafios en lugar de autógrafos a sus admiradores y hablaba con su mascota, una araña llamada Rollo. Cuando el programa se canceló en 1955, Maila Nurmi conservó los derechos de su personaje "Vampira" y pasó a presentar un programa de otra cadena de la competencia, la KHJ-TV. En colecciones privadas se conservan varios programas y un anuncio de Nurmi.
Maila Nurmi hizo historia en la televisión como la primera presentadora de películas de terror. En 1957, Screen Gems emitió un ciclo de 52 películas de terror bajo el título Shock Theather. A partir de entonces, las cadenas televisivas de las grandes ciudades de Estados Unidos comenzaron a emitir este tipo de películas, y les añadían sus propios presentadores una estética macabra (por ejemplo, "Vampira II" y otras imitadoras de Maila Nurmi).
Nominada a los Premios Emmy en la categoría de Mejor Personaje Femenino en 1954, participó en películas como Too Much, Too Soon, seguida por The Big Operator y The Beat Generation. Su aparición más destacada en el cine fue en la película de Ed WoodPlan 9from Outer Space (1956), como una vampiresa que es resucitada por unos extraterrestres.Fue Bela Lugosi quien propuso a Wood la contratación de Maila, ya que el actor era un gran seguidor de "El Show de Vampira", y aunque ésta se negó inicialmente, ya que consideraba que trabajar con Wood era un paso atrás en su carrera, acabó accediendo con una extravagante condición: no tener ni una línea de diálogo, no decir ni una palabra, algo que contribuyó todavía más a hacer de la película un histórico despropósito
Se adivina una silueta femenina que avanza desde el fondo de un pasillo humeante, flanqueada por altos candelabros, se detenía para mirar fijamente a la cámara y levantando las cejas en punta lanzaba un grito tan agudo que hubiera espantado a la misma muerte. "¡Ah! ¡Gritar me relaja tanto!", suspiraba poco después sonriente y acariciándose el cuello. La fama de Vampira duró casi lo mismo que ese suspiro.
El corto Mr. Dentonn nos presenta a un personaje terrorífico que atemoriza a los niños. Se estrenó en 2014, y obtuvo 120 premios convirtiéndose en el corto más visto y más premiado hasta que en el 2016 el film “The Eve”, del italiano Luca Machnich, le arrebató el récord con más de doscientos galardones. El corto del cineasta Iván Villamel nos recuerda al estilo de John Carpenter al más puro estilo ochentero.
Mr. Dentonn arranca en medio de una fría noche de invierno, cuando Laura está leyendo a su hermano pequeño David el cuento de un extraño ser que ataca a los niños y les roba su inocencia para su disfrute personal. En teoría, los dos están solos en casa pero, tras leer la horripilante historia, la joven siente un escalofrío que recorre su cuerpo y nota una extraña presencia que la inquieta...el hombre misterioso ha saltado de las páginas para perturbar la tranquilidad del hogar.
La historia, con guión del mismo Villamel y de escasos nueve minutos de duración, está protagonizada por Irene Aguilar, Ander Pardo y Kaiet Rodríguez.
Avanzó por la habitación rastreando el agua de colonia de
aquel muchacho, eso era lo llamativo, haber estado dormida trescientos años y
despertar por ese olor tenía que significar algo. Bergamota. Ese nuevo mundo no
era como el que recordaba, los hombres olían muy diferente, y eso era nuevo,
fascinante, y bueno… Sintió un irrefrenable deseo de retenerle y él se dejó
atrapar sin hacer ademán de sacar su espada, quizá los hombres de esa época ya
no usaran espadas. Ella parpadeó cuando el hombre que apretaba gimió soltando
un instrumento rectangular y oscuro. ¿Qué
nueva arma era esa?
–Llévatelo y no me hagas daño –murmuró
el joven con ese gesto de pánico que a ella tanto le satisfacía.
No se atrevió a tocar eso que
brillaba en el suelo pero lo apartó con un pie de una patada y se volvió hacía
él interesada. ¿Cómo había entrado ese hombre en la catacumba si llevaba
clausurada cientos de años?
–Mira, sólo quiero volver a la
fiesta, ¿de acuerdo?, no quiero problemas con borrachas…
Sintió una oleada de apetito
cuando aquel hombre trató de apartar sus manos de él, y su risa, que no había
oído en tanto tiempo, sonó silbante, cruel y cascabelera. El hombre alzó la
mirada para protestar y debió encontrar un brillo de malicia en esos ojos de
intenso color rojizo porque enmudeció, pálido como la luna llena. Ella le
observó de cerca deseando comprobar si su sonrisa seguía siendo infalible y
letal. Muy pronto lo descubriría, pero antes quería jugar un rato. Le daría tres
segundos de ventaja, después de todo seguía algo oxidada por el prolongado
sueño, ¡maldita maldición y maldito Helsing!
–Corre –dijo ella casi con dulzura, forzando las
erres por su trasnochado acento húngaro.
Y su presa corrió dócil y obediente sin encontrar la salida
de la catacumba, cada vez más nervioso y torpe, arañando las paredes de piedra,
intentando escalar hasta una lejana ventana, aporreando las puertas cerradas,
deseando desandar los pasos que le habían llevado hasta aquella ratonera cuando
lo único que buscaba era el lavabo. ¡Maldita suerte!, era ridículo encontrarse
con una vampira resucitada en un castillo perdido. Gritó y lloró al unísono
cuando sintió que ella le mordía una mano, dejándole otra vez un poco de
ventaja, que él desaprovechó al tropezar en un escalón. Entonces ella le hincó
los colmillos en su pierna, perforando con sus dientes la tela del vaquero. Él
cojeó anestesiado por el miedo escaleras arriba, hasta la salida. Una gruesa
cortina de lluvia anegaba el exterior del castillo, llovía con virulencia
cuando sintió que ella, apareciendo de golpe a su lado, susurraba en su oído:
–Corres muy mal.
El sintió un aliento gélido posarse en su nuca. Se
estremecieron; ella de placer, él de dolor. Sus cuerpos y sus almas se correspondieron.
La sangre y la lluvia emulsionaron. Timbales
y flautas parecían resonar en los oídos de la vampira sólo porque le sentía
cerca, y su muerto corazón crecía, inflamado por la felicidad de su contacto.
No estaba soñando, no era el coma de la maldición, él era real, existía, y
estaba ahí, en sus brazos, junto a ella, enseñándole como entrar en un mundo etéreo
en el que las almas y los labios se tocaban. Los vampiros no saben besar, por
eso que ello estuviera ocurriendo era algo tremendamente especial
–Hazme volar, hazme flotar, no dejes que yo caiga en el vacío,
en ese fondo abisal profundo que igual que una placa tectónica, tiembla de
dolor –se oyó decir la vampira, poseída por
un extraño recuerdo, cursi, intenso–. Quiero tejerme a ti lo mismo que una
araña a su presa.
Eran las palabras que le había dicho a Helsing antes de que
él la condenara al silencio, al hambre y la oscuridad. ¿Cómo era posible que
ella hubiera deseado doblegarse y entregarse al hombre que podía terminar con
ella? ¿Cómo era posible que ella se cegara por ese hombre a cambio de nada?
Él asesinó su amor, asesinó su corazón, su poca humanidad…
Y ella, confundida por el odio, creyendo que el hombre que mecía
entre sus brazos era aquel tramposo amante, devoró su corazón.
Alguna
vez he hablado de este peculiar planeta que es Bohemio Mundi, de su olor a
tinta, a nube rosa, helado de limón y té de menta. La geología de su corteza
terrestre es bastante peculiar, todo crece, se expande, la energía de su núcleo
ya no parpadea como al principio, ahora la fuerza y el calor son constantes,
tiene vida, aunque hay circunstancias muy irregulares pues su naturaleza es
harto curiosa, y entre otras cosas las curvaturas de sus ríos se enroscan a placer
sin que nada lo provoque. La orogénesis no responde a fenómenos naturales,
volcánicos o tectónicos, hay algo más. Hay un ente, se la oye hablar como si
recitara, ese ente es el que provoca las mareas del Mundi puesto que la verdad
es que no hay satélites ni astros ni atracción en el Universo más que una magia
extraña provocada por una especie de varita con una mina de grafito en la punta.
Por si te lo cuestionas, la realidad es que los ríos se enroscan cuando ella
estornuda.
Cada
once años el Mundi sufre una transformación, parecida a la de los humanos cuando
envejecen que aparecen surcos, canas, o líneas de expresión, y es la siguiente:
las montañas cambian de sitio, saltan brincan, juegan... ¿Cuál es el propósito?
Nadie lo sabe, pero pasa. Cada once años y durante once horas. Ya lo predijo
una astróloga/quiromántica/clarividente/agorera y profeta. Los once años se
cumplen hoy, y los habitantes de Bohemo Mundi, que son en su mayoría seres
inventados (aunque ellos ni se lo huelen) de papel o bits proyectados a través
de rayos catódicos, están muy alterados, algunos emocionados, por la aventura
que supondrá que te crezca un Himalaya en medio de la cocina, o -teniendo mucha
suerte- una colina en medio de la huerta tomatera, aunque afortunado va a ser el
que la casa le aparezca en lo alto de una montaña de tres mil metros con un mar
de nubes tocándole el balcón. Lo que se sabe, más bien se ha pronosticado, es
que las montañas van a seguir un patrón y así se moverán, igual que las notas
en un pentagrama tarareando el cumpleaños feliz, y eso es así porque lo dijo la
agorera y nadie la contradice, igual que nadie cuestiona que fabricación tiene once letras (te has parado a
contarlas, ¿eh?) Once, el once es un número especial…
¿Qué
se dice de este número? Pues que ofrece gran intuición y percepción espiritual,
habilidades sobrenaturales, sensibilidad maximizada, así como también empatía e
inteligencia natural, símbolo de enorme poder este es el primer número maestro
de un total de tres : 11, 22 y 33. Llegado el momento ya te diré lo que dice la
agorera sobre esto de los números repetidos…
Hoy
Bohemio Mundi cumple once años de fabricación y aún seguimos en obras. Gracias a
los bohemios visitantes y amigos por construir conmigo este planeta.
Pisa
charcos grises en aceras grises bajo cielos grises, le acompaña el ritmo del
planeta pero no siente vértigo a pesar de la velocidad con la que todo gira, el
suelo siempre se mueve pero nadie lo percibe, las mareas suben y bajan, el sol
parpadea porque le guiña un ojo a la luna, y el aire arrastra pétalos de flores
sin espinas.
Él
ve poesía en los días nublados. En su barba de tres días anidan las pelusas de
su almohada. Enredados en la punta de sus zapatos lleva sus ganas de convertirse
en estrella, de gastar suelas, de alcanzar lo más hondo y lo más alto. Le gusta
dormir y más aún soñar. Le gusta esa curva de felicidad en los labios tibios de
los desconocidos que se encuentra al pasar. Y le gustan las miradas que abrasan
con fuegos llenos de caricias. Ama la luz y el color de sus mejillas cuando
corre por el parque. Y ama las epidermis sin secretos. Y el aire, y el verde
apagado de los ojos tímidos.
Rueda
por el césped con los ojos brillando por la emoción del viento que en su
murmullo le cuenta historias de mares verdes en orillas de cemento armado.
Morder
espigas le mata el hambre, lo mismo que los hilachos sueltos de su mochila de trotamundos
que a veces mastica sin darse cuenta. Y si le dejas hasta besa el polvo.
Tiene
claro que la prisa no le va a ganar.
Inquilino
del mundo, es un naturalista, un contemplador, un viajero del tiempo en el
espacio presente que lanza suspiros al tiempo futuro con ganas de arreglar el
mundo. No quiere descansar, que lo hagan otros con menos ganas. Él va a saltar
muros y escalar montañas, él va a correr detrás de trenes, va a cruzar ríos y
conquistar planetas sin más gasolina en sus venas que esa alegría contagiosa de
su guitarra. Sólo porque es el momento, su momento, y no lo va a dejar pasar. Que
sus dolores no son más grandes que los de su cartera vacía, lo que ni en exceso
ni en apuro le importa, sabe que ligero de equipaje se llega más lejos, y es lo
que le apetece, lo que anhela, salirse de los mapas, trazar los caminos, los
desvíos, hacerle un atajo al aire que llegue hasta los pulmones amados, todo
menos descansar de ese mundo que gira pesado.
Tu
voz me llega con cada golpe que doy al piano, me llega como la respiración de
un asmático, chirriando como si los pulmones fuesen una maquina vieja. Ay papá, me digo para mis adentros. Papá te fuiste sin contarme tu secreto. ¡Qué
lejos estás ahora!, y que lejanos parecen aquellos días de mi infancia, yo
sentado ante el piano y tú a mi lado, chimenea viviente, aplaudiendo cada vez
que atinaba una melodía, con los dedos llenos de ceniza, con tu risa bronca y
severa, con tus ojos ardientes como las colillas que siempre te rodeaban.
Quiero recordarte y te veo como el humo, indefinido, una serpiente vaporosa que
se deforma con el oxígeno de la habitación, ya te estabas muriendo y nunca lo
vi, ¿cómo iba a verlo?, ¿cómo suponer que cada cigarrillo era una pequeña
puñalada en tus pulmones sin aire? Garganta con arena era el mote que tus
amigos te habían concedido que tú aplaudías con una mezcla de sátira y
sarcasmo. Lo veías y no lo veías, no lo querías ver. Los días se te hacían
largos cada vez que intentaste dejar el vicio y por eso nunca te animaste, no
te alcanzaba el valor de enfrentar un día sin nicótica, tu narcótico, tu
sedante, tu escape de ti mismo. Si te dolía sólo tú lo sabías porque nunca lo
dijiste, igual que nunca me confesaste quien te enseñó a tocar el piano, tu
primer vicio, tu profesión, tu pasión, y en tus últimos años de invalidez tu
frustración, ¿qué hay de un pianista sin dedos? La vida arrolló lo que eras
igual que aquella camioneta descontrolada tu cuerpo de cincuentón maltrecho. Le
dedicaste esfuerzo y ganas a tu recuperación pero el vicio y el alcohol ganaron
la partida, nunca volviste a reiniciar el juego aunque todos te lo echaran en
cara. Y mamá se fue. No quería verte perder. Ya perdí mis manos, decías con dramatismo, y te dedicaste a ir por
la vida haciendo equilibrios, sin aire, sin ganas, sin ganas de seguir
enseñándome tu canción, perdiéndolo todo, peor, tirándolo a la basura. Y ya me
ves ahora papá, un pianista sin inspiración, sin voz, sin emoción, sólo porque
cada vez que me siento ante el teclado te oigo a ti, te siento a ti, y no puedo
aguantar la idea, no la soporto, de que ya no estés en el mundo, ni tú, ni tu
olor, ni esa nube de tabaco revoloteando siempre en tu cabeza, ni tu risa, ni
tus aplausos desmesurados, ni esa historia que nunca me contaste, ni lo que
nunca me enseñaste.