Sobre
la montaña florida, reza el haiku, el cielo otoñal se posa, y por fin, después
de ocho años de planificar el viaje, lo estaba viendo con sus propios ojos.
Japón era un país con magnetismo. León no podía dejar de sentirse fascinado
recorriendo las calles de Tokio, cámara fotográfica en mano, sin poder dejar de
sonreír, atento a la modernidad, la excentricidad, el caótico orden y desorden
de una ciudad que parecía ir a cámara rápida en sus retinas: luces, colores, un
mundo extraterrestre para él, desacostumbrado al ruido de las grandes urbes,
ciudades hormiguero, siempre palpitando al ritmo del tic tac. No era eso
precisamente lo que le había traído al país, pero se podía dejar llevar por
unas horas, hasta poder sumergirse de lleno en la escritura, arqueología y
arquitectura del país del sol naciente.
Durmió
en un karaoke, desvelado por el neón, con una sopa de lata en el cuerpo que
había sacado de una máquina. Tomó un tren y unas horas después se bajó en el
distrito de Yaboya, que casi nadie conocía, para fotografiar uno de los
magníficos y mejor conservados templos del período Sengoku. De camino al lugar
se extravió, pero tuvo la fortuna de encontrar un bosque precioso que estaba
siendo correteado por turistas locales y extranjeros. Se regodeó en la altura
de la vegetación, que le hacía sentir insignificante. Los arboles parecían
sujetar la bóveda del cielo. La imagen le resultó espiritual y pacífica. Se
abstrajo largo rato, hasta que el olor a bambú y a refresco de tapioca le
saturó. De vuelta al pueblo trató de hablar con algunos japoneses, corteses,
reservados, que no entendían bien sus chapurreos ni sus intentos de comunicarse
en otros idiomas. No tenía dónde hospedarse, hasta que se topó con la señora
Nozomi, que regentaba una antigua okiya reconvertida en humilde hostal, y lo
enganchó como cliente con una facilidad mágica. Puede que empleara alguna
magia, porque León sintió el imperativo de seguirla.
La
okiya contenía una biblioteca con documentos que la buena señora le dejó ojear
mientras le servía un poco de licor de arroz. Una colorida sensación de vértigo
le recorría la cabeza como en una
tormenta, quizá lo era, de ideas y aprendizajes. Bullían ahí miles de
caracteres sintoístas, pinceladas delicadas pero temperamentales de trazos
decisivos. ¡Qué fascinante y misterioso ese lenguaje, y ese país que le había
recibido con una amabilidad casi reverencial!
El
alojamiento era pintoresco, y la habitación dónde él dormiría una muestra
perfecta de la arquitectura japonesa de finales del siglo XVIII. León se sentía
completamente fascinado, mucho más que lo que lo había estado cruzando las
calles de Tokio, imposible conciliar el sueño. Debió dormirse por el cansancio,
pues una inesperada brisa corriendo en el interior del dormitorio le hizo abrir
los ojos. Quiso creer que era el sueño pero percibió con fuerza una presencia,
una mujer de cabellera larga que después de mirarle un segundo desapareció con
prisa. Lo tomó por un error, alguna inquilina que había confundido su
habitación con la suya. No le dio importancia, tan poco se la dio que al día
siguiente, en el desayuno lo comentó con la dueña como de pasada, como una
anécdota de hotel, sin más intención que la comunicación. No obstante a la
buena mujer le cambió la expresión cuando le oyó describir a la mujer en
cuestión: morena, delgada, ataviada con un
kimono blanco mal abrochado. León no le contó que el ambiente se tornó azulado,
pero estaba seguro que si lo hubiera hecho ella habría gritado de espanto. En
silencio, Nozomi asintió con una sonrisa triste, y la conversación murió.
La
mañana era esplendida, cómo esplendidas eran sus ganas de conocer un poco más
lo que le rodeaba. Alistó un par de cosas en su mochila y enfiló el camino hacia
la carretera principal. Un hombre mayor descansaba al borde del camino, fumando
con una pipa extraña y alargada un tabaco intenso y amargo. Al verle pasar
silbó para detenerle y lo miró penetrantemente, hasta que León sintió la
necesidad de agachar la cabeza.
–Otro
turista embrujado –murmuró el anciano en un inglés casi británico.
–¿Perdón?
–se detuvo León, confundido por el comentario.
Éste
señaló con su pipa el camino que él había andado, preguntándole que de dónde venía,
que en esa dirección lo único que quedaba eran ruinas y tierras de muertos.
León
lo tomó por loco, y con un gesto de cabeza se despidió precipitado, dispuesto a
seguir de largo.
–¿Ya
ha visto el estanque?
–Disculpe,
pero no sé de qué habla…
–El
estanque de las geishas muertas, ¿ya ha llegado a verlo?, será mejor que no,
hay muchos que la han palmado del susto.
Y
el viejo, al intuir su confusión, le contó la historia del estanque, y de las
geishas, y de la vieja okiya…
“Se
llamaba casa Matsuaoka, la casa del cerro cubierto de pinos, una casa prospera
por dónde pasaban casi todas las geishas y maikos de la región. Corrían los
años veinte, y la okasan, la madre, la señora del lugar, era una mujer
bondadosa de mediana edad que criaba sola una hija de corta edad. No conocía
las deudas hasta que su hija murió y acabó descuidando a la familia de la okiya,
porque decía que el fantasma de su hija la atormentaba. Y los kimonos
desaparecieron, y los nenkis o contratos expiraron, y el hambre y la tristeza
se apoderaron del lugar. Pero cómo las desgracias no vienen solas un terrible
movimiento sísmico asoló la provincia, causando uno de los más terribles
incendios de los que se tiene constancia. Quien recuerda aquel suceso lo
cataloga como uno de los peores terremotos de la historia de Japón. El interior
de la tierra vibró lenta y superficialmente rompiendo los sismógrafos, y fue
tan potente que no sólo fragmentó todos los cristales en una media de treinta
kilómetros a la redonda del epicentro, también fracturó las conducciones
subterráneas, causó grietas, torsionó raíles, desplazó masas de agua y provocó la
proyección de objetos y rocas en el aire. Nunca se vivió una alarma tan
generalizada ni un pánico más urgente que el de aquel día. El incendio fue voraz
y rápido en Naboya. Pronto al cerro lo envolvieron las llamas, y el humo se
convirtió en una serpiente rastrera colándose por las ventanas abiertas de las
casas del pueblo.
A
las geishas de la casa Matsuaoka las sorprendió una inesperada tormenta de
fuego, un tifón ardiente de fuertes vientos que consumió los tatamis, los
paneles de papel, las maderas de los techos, la única escapatoria para las
pobres desafortunadas geishas era correr hacía el estanque cercano. Y allí
fueron apilándose las mujeres, algunas con el pelo en llamas, hundiéndose una
tras otra con sus ceñidos kimonos, sin saber nadar, pataleando, gimiendo,
gritando de horror y de miedo, mientras metros de tela flotaban sobre las
iluminadas aguas en combustión, una trampa mortal más cruel y eficaz que la del
fuego. Nadie pudo rescatarlas, era tarde, ya habían emprendido un viaje a Yomi,
la tenebrosa tierra de los muertos”.
El
anciano aspiró el humo de su pipa para concluir su relato.
-No
se salvó nadie, y nada quedó de la okiya.
“Desde
entonces el lugar quedó embrujado. No pocos son los que se han asomado a las
aguas del estanque y se han muerto del susto, porque allí se reflejan cadavéricos
rostros de mujeres que abren unos ojos huecos y les llaman por sus nombres. Siempre
son hombres, como usted, atraídos quien sabe porqué. Algunos ven a Nozomi, ¡pobre
desdichada mujer!, que nuca dejó la okiya porque allí vivía el espíritu de su
hija, e incluso dicen pasar la noche en el lugar, cosa imposible porque de esa
okiya no queda nada. Nozomi no es un fantasma malo, sólo quiere un novio para
curar el corazón roto de su hija, lo perverso es acercarse al estanque, créame,
pues esas mujeres sólo desean arrastrar a uno a la muerte…
-Ha
tenido suerte –concluyó. Y sin más, sin siquiera una palabra, se marchó,
dejando a León sorprendido y desorientado.
Se
giró entonces al camino que había andado. ¡No estaba!, era imposible, pero no
estaba, el hostal no estaba, sólo una silueta de mujer, Nozomi, que mirándole
con pena empezaba a disolverse entre las sombras, desapareciendo igual que en
un truco de magia.
Música: Somei
Satoh:Choral (excerpt)Pf:Rayna Enomoto
4 comentarios:
Un hermoso cuento de espectros japoneses. Me recuerda a uno que ilustré:"La Mujina", sobre un fantasma que se aparece como una mujer sin rostro y que vaga por los templos abandonados. El protagonista de tu relato ha tenido mejor suerte que la mayoría.
Saludos!
Borgo.
¡Qué cuento tan bonito! La ambientación japonesa lo dota de delicadeza, algo poco habitual en un tipo de relato de suspense como este.
Me gusta como escribes, Ana.
Mil besos y buen finde.
Impresionante y exótico cuento.
Me ha encantado sentirme primero turista y poder así visitar Japón.
Me ha encantado la leyenda y sentirme asustada pero repleta de una belleza inigualable. Tus palabras rezuman poesía. Una experiencia espectacular, Ana.
Hola Miquel, muchas gracias por leerme, os cuentos de fantasmas japoneses dan mucho miedo, sí, mi prota fue afortunado.
Saludos
:)
Hola Montse, gracias por seguir leyendo mis escritos, un placer. Me gusta que te guste.
Muchos besos
:)
Hola Carol, gracias por todo, siempre tan fan de lo que escribo, no sabes cuanto te lo agradezco. Me ha encantado asustarte un poquito. Gracias por dejarte llevar por la poesía del relato.
Besotes
:)
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