El diván del psicólogo era de piel marrón, olía a cuero,
empujaba sus pensamientos, dejando entrar la luz de los recuerdos pasados,
diluyendo las tinieblas de otras vidas, vidas donde no llegaba el sol. Él sabía
que había muerto de forma trágica en cinco de sus siete vidas pasadas, ahogado
si entramos en detalles, ahogado, así
que el que le volviera a pasar era una posibilidad muy alta, tanta que había
desarrollado un pánico exagerado al agua…
No había bañeras en su casa, las duchas eran cortas, sólo
bebía espesos zumos, evitaba salir de casa los días de lluvia, todo porque
estaba en su sino que algo malo le podía pasar a causa de ese ruin elemento que
era el agua.
Sinceramente no era vida. Lo que más le fastidiaba era no
poder ir a la playa o a la piscina, no poder meterse en el mar, no poder
remojarse como hacía todo el mundo en verano, cuando el calor ahogaba y
apretaba. Ni siquiera palpar las gotas caer a través de su ventana le relajaba,
sentir el agua chorreando en la fría palma de su mano le traía a la mente un instante
de dolor, el impacto de un relámpago, una explosión, un golpe contra el suelo,
la inconsciencia, un río que crecía…
Los círculos intelectuales en los que se movía habrían
puesto el grito en el cielo si hubieran sabido que el bueno de Marc, hombre
formal, pasaba seis horas de la semana tumbado en un diván, sometido a
hipnosis, recuperando recuerdos de aquellas vidas truncadas. Pero lo cierto era
que cada vez se le hacía más sencillo enfilar aquel pasillo lleno de luz blanca,
y abrir la puerta que lo llevaba a esa parte de si mismo que le daba la
bienvenida. La existencia se volvía más
fácil, más gratificante. A pesar de todo, a pesar de ver siempre su final, nada
era inesperado, y eso, le proporcionaba una paz extraña, una certidumbre, una
fe sin sorpresas.
Al principio las imágenes eran sólidas y planas, pero
pronto adquirían dimensión, e incluso, textura. ¿Era real? ¿No lo era? Se veía
a sí mismo caminando hacia la nada, la luz titilando, la brisa campaneando en
sus oídos, en donde el monótono sonido de las chicharras roncas de grillar amortiguaba
sus pasos sobre la yesca. El campo adquiría un color desvaído, entonces el
disonante vuelo de una libélula le distrajo, tropezó, perdió el equilibrio, el
mundo se dio la vuelta, antes de acabar enterrado en aquella verdosa charca recibió
la caricia de las iridiscentes alas del insecto en su cara, luego la boca se le
llenó de agua… ¡y la puerta se cerró de nuevo! El momento de abrir los ojos en
el diván siempre le dejaba desconcertado. Sus muertes siempre eran tan inesperadas
y traicioneras.
Un río furioso, una ciénaga inadvertida, un naufragio en un
mar helado, aquel avión volcando sobre el lago, y el peor de todos, el
asesinato en la piscina. Marc regresaba muy poco a aquella vida, quizá porque
los enfurecidos ojos de aquella mujer le acosaban en sus pesadillas. Su
asesina. Había algo que presentía, una punzada de remordimiento en su corazón
cuando pensaba en ella. A veces cerraba muy fuerte los ojos, relajaba su mente,
inhalaba, prestaba su atención al rostro de aquella mujer, cada detalle, cada
adorno, hasta que aparecía a su lado, y él la tocaba, pero ella le rehuía… el
impulso de su memoria se frenaba siempre en ese instante, nunca podía ver nada
mas allá de ese momento, hasta esa noche. Esa noche la naturaleza de su yo
pasado se reveló: el odio, el maltrato, el abuso, la negrura de su ser, su
cobardía para con aquella mujer, su manera de anularla. Entendió porque ella
había acabado asesinándole, lo merecía, ¡lo merecía!
No pudo olvidarlo. Sentía aquel residuo de maldad
recorriendo sus venas. Durante días y semanas se sintió infectado por aquella
vida. El alcohol fue su refugio. “¿Morir ahogado en mi vómito?”, imaginó. “Sería
un buen final para un desgraciado como yo”. Pero eso no pasó por mucho que lo
buscara.
Una tarde, embriagado de dolorosos recuerdos, caminó sin
rumbo, y llegó hasta un precioso jardín. Las enredaderas parecían caer de los
arboles como delicadas cortinas, los flamboyanes explotaban a todo color a su
alrededor, las flores lo salpicaban todo. De pronto los destellos del sol se
reflejaron en las alas de una preciosa libélula que una parte de su alma
reconoció, así que no se abstuvo de perseguirla. El azulado resplandor del agua
se movió danzarín en sus retinas. Allí delante encontró una piscina. Sus pasos
se clavaron de golpe en el suelo. No lo pensó mucho, fue un impulso, una
necesidad, y Marc se zambulló en aquellas aguas sin miedo, como quien desea de
una vez por todas dar cuenta, pagar, expiar, encararse al destino. Se hundió hasta
el fondo, envuelto en burbujas, asfixiando un grito, deseando encontrar la luz
blanca y la puerta. Marc tuvo la impresión de que trascurrieron mil años, mil
siglos. Las imágenes se ralentizaban, se apagaban… Antes de que se fundieran
unas manos lo abrazaron por el pecho, tirando de él hacía arriba.
La mujer que lo había salvado le miraba asustada y
preocupada. Él recibió un impacto: ya conocía esos ojos, salvo que ya no
estaban llenos de furia, sólo de agua.