El aire andaba espeso, turbio y ardiente. Las nubes se arremolinaban tropezando entre ellas y las aguas del mar andaban revueltas. Los animales estaban inquietos, hasta la coruja que sólo merodea en lo oscuro, voló bajo la luz. Aquellos signos presagiaban que Guayota estaba próximo. Apareció Guayota y se apoderó de Magec, el sol, dejando el cielo a oscuras. Todo fue una noche cuando aún era el día. Rogaron entonces a Achamán los guanches, para que tuviera misericordia, que devolviese al día sus luces, que su poder librase de todo daño. Achamán atendió las súplicas y acudió dispuesto a defenderlos. Guayota, con Magec prisionero, se había ocultado en los adentros de Echeyde (Teide).
Allí fue a buscarle Achamán. Cuando lo halló, el suelo se abrió en truenos, estampidos y temblores que aturdían a las islas más lejanas. fue el comienzo del combate. Por el cráter de Echeyde, Guayota arrojaba humos, peñascos encendidos, lenguas de lava, azufres y escorias con los que intentaba doblar a Achamán. Aire y cielo se convirtieron en un lamedal hirviente tan encendido en brasas que causaba espanto. Y prosiguió Guayota vomitando fuegos hasta que Achamán, al fin, logró vencerle. Como castigo a su maldad lo encerró para siempre dentro de Echeyde. Después devolvió a Magec al cielo para que siguiera iluminando la tierra, y enseguida el día volvió a ser día y se aquietaron las aguas y las nubes. Guayota, cautivo desde entonces, aún respira en lo más alto de Echeyde.
La
gente había olvidado su nombre de tanto llamarla la embrujada, hasta que ella
misma dejó de saber cómo se llamaba. Era una reinvención, por así decirlo, el
producto de unir los pedazos de la persona que una vez fue, mellada, hecha
añicos, tocada en todo su ser. Reconstruida ahora, diferente, menos estereotipada
pero más fiel a su juicio de lo que el mundo era, de lo que significaba, no
sólo de lo que aparentaba.
La
embrujada era una extraña ruina que iba donde el viento la arrastrara, era lo
apropiado entonces no responder por un nombre que ya no tenía sentido, que no
la identificaba. El mote le gustaba, porque tenía un toque esotérico que le
fascinaba, bien sabía que había algo de magia en ese extraño sentimiento del
amor, único responsable de toda su desgracia.
La
embrujada fue transformándose en un ser perturbador, una sombra de la mujer
sensata que habitó sus carnes y sus pasiones. Y fue por sus pasiones por lo que
se volvió loca, o ese es el cuento que la envuelve, que tanto ardió por el amor
que se consumió. Ese fuego descontrolado de sus entrañas provocó un incendio,
una niebla, y en el humo se perdió, se desorientó, y no fue ella nunca más y
nunca más volvió a ver la realidad salvo detrás de ese velo ciego.
Fue
el dolor, el dolor del amor perdido lo que le hizo perder el norte. Se volvió loca de amor, y fue tan contagiosa
su locura que hasta las estrellas del cielo se encendieron un poco más, la luna
se enroscó en su paño de diamantes y esa sonrisa con la que contemplaba el
mundo se volvió pícara, como un hechizo, como los peligrosos filtros con los
que se recreaba día y noche, amarres de pelo humano y lágrimas, sudor, tierra,
conchas marinas, incienso y savia buena.
La
bruja, la embrujada, así la llamaban, iba por ahí buscando en los ojos de los
extraños algo que la reconciliara con su pobre corazón, corazón en los huesos
que sólo palpitaba por hábito, como una mala costumbre imposible de eliminar.
No era muy exigente la embrujada, no le importaba la edad ni el físico, sólo
que la miraran. Sus ojos eran negros, profundos, insondables, destilaban
historia y brujería, encandilaban y envolvían a todo el que posara una mirada en
su mirada. Sólo eso bastaba, entonces, trastornada, corría, atacaba, arrancaba
mechones, gritaba, lloraba, y con eso hacía su mejunje, único entrante de su
mesa para uno. ¡Pobre loca!, decía la gente, es una con su locura, buscando
siempre a alguien, provocando el espanto, ganándose empujones e insultos, siempre
aferrando en su puño cerrado un par de mechones arrancados.
La
embrujada huía a la playa, a su escondite, a su refugio, a lamerse las heridas y cuidar de su colección de pelo humano. Era
cierto que era una con su locura, pero ¿qué importaba? Se deshacía de la ropa,
hundía los pies en la arena helada, le sonreía a la luna y le gritaba a los
peces, el cabello enredado, la mirada perdida, una expresión ofuscada, su flaco
corazón cabalgaba con ilusiones renovadas. La embrujada dejaba su botín en una
lata vieja, no sin besarlo antes, y volvían a brillarle los ojos, como si de
nuevo fuera aquella mujer, la que una vez fue, la que amó sin medida, crédula,
entusiasmada, deseando al pie de la marea baja que la amaran , que la amaran,
que la amaran…
Música: Busco a
alguien Flor Amargo ft. Mon Laferte