“Los muertos no muerden”. Una excelente
frase tan obvia como inútil en este caso.
Me
encuentro en la séptima planta del edificio 33 en el distrito uno. Afuera
parece que ha empezado una especie de fin del mundo acompañada de algunas
plagas bastante desagradables. Los muertos se han levantado de sus tumbas y
vagan por las ciudades con una furiosa hambre humana. Y los que no están
muertos ahora mismo lo parecen.
Me
niego a considerar la horrible posibilidad de acabar en el tracto digestivo de
alguno de esos desagradables cadáveres sin ceso, pero creo que mi seguridad en
lo alto de este edificio pronto va a desmoronarse, y para entonces es posible
que esa jauría humana me abrace con indigno apetito. Lo veo venir.
Supongo
que debería actuar, hacer algo mejor que borronear este cuaderno a la espera de
que algo pase, porque ya está pasando. Ese atronador ruido de gargantas
sedientas no cesa, y me provoca escalofríos imaginar que ya están ahí,
olfateando las aterradas hormonas que segrega mi piel. No puedo más que sudar y
segregar adrenalina. El aire apesta. La noche apenas se filtra por las estrías
de las ventanas cegadas con tablones. Mi mayor temor es que las pobres barricadas
en las escaleras puedan caer, ahora lamento haber pasado por alto las puertas
de emergencia sin seguro, apuesto a que en la azotea existe algún punto débil,
si me pongo a visualizar los accesos y las posibles entradas creo que el patio
puede ser un problema, ya he visto a esos zombis armarse de improvisados
arietes para echar abajo puertas y cristaleras. No logro comprender de dónde
sacan la cordura para emplear armas de asedio, pareciera que están controlados
por una inteligencia superior, algo más fuerte que nosotros los vivos, sin duda
más grande, ¡y pensar que todo esto empezó por aquel apagón digital de hace
tres días! La complicada telaraña de redes en la que estábamos conectados dejó
de funcionar, y los que estábamos debajo de la red quedamos impregnados de
radiación, una pulsión acústica y luminosa que hizo que la vida quedara
detenida por insoportables minutos. A
aquella especie de atadura invisible y sin correas le precedió un estruendo
parecido a una explosión, horas después cerca de dos mil personas fueron halladas
muertas en un radio de setenta kilómetros, no presentaban daños visibles,
tampoco el entorno ni la vegetación circundante pero sí algunos animales de
diversas especies, y ya nada fue igual. Los que sobrevivimos observamos
horrorizados como aquellos dos mil muertos se ponían en pie para atacarnos… también
los animales.
Desde
mi ventana del edificio 33 vi el que sería el último amanecer en un mundo sin
fieras humanas, duró poco, o esa fue mi impresión. Había un poco de rojo en el
cielo y un poco de morado del mismo tono que el que deja un mal golpe en una
piel muy sensible. Y el sol se atrevió a brillar un segundo con normalidad
antes de que aquella siniestra nube lo cegara todo. Luego el horror, el caos
desatándose, el furor de una guerra de bocas sangrientas, y poco a poco el
silencio, como el olvido creciendo alrededor, cerniéndose como la cuerda sobre
el cuello de un perro acorralado, ¿y ahora qué?, ¿y luego qué?, ¿morir?,
¿vivir? Morir en un asedio zombi, lo pienso y se me congela la sangre, ¡suena
tan ridículo, tan surrealista! ¿Cuál será mi epíteto, y quien llorara por mí? He
vivido recluido en mi propia torre años y años sin querer asomarme al mundo,
pero ahora que estoy a las puertas del final lamento y entiendo que no he
vivido, que el verdadero muerto en vida era yo. Los muertos no muerden, yo estaba
muerto, por eso desperdicie tantos bocados, tantas suculentas manzanas del
paraíso, ¿es tarde para mí?
Me
quedo sin tiempo creo hay alguien cruzando la pue
Música: Joshua James
"Green Grass" (Tom Waits cover)