lunes, 29 de enero de 2018

Los muertos no muerden


“Los muertos no muerden”. Una excelente frase tan obvia como inútil en este caso.
Me encuentro en la séptima planta del edificio 33 en el distrito uno. Afuera parece que ha empezado una especie de fin del mundo acompañada de algunas plagas bastante desagradables. Los muertos se han levantado de sus tumbas y vagan por las ciudades con una furiosa hambre humana. Y los que no están muertos ahora mismo lo parecen.
Me niego a considerar la horrible posibilidad de acabar en el tracto digestivo de alguno de esos desagradables cadáveres sin ceso, pero creo que mi seguridad en lo alto de este edificio pronto va a desmoronarse, y para entonces es posible que esa jauría humana me abrace con indigno apetito. Lo veo venir.
Supongo que debería actuar, hacer algo mejor que borronear este cuaderno a la espera de que algo pase, porque ya está pasando. Ese atronador ruido de gargantas sedientas no cesa, y me provoca escalofríos imaginar que ya están ahí, olfateando las aterradas hormonas que segrega mi piel. No puedo más que sudar y segregar adrenalina. El aire apesta. La noche apenas se filtra por las estrías de las ventanas cegadas con tablones. Mi mayor temor es que las pobres barricadas en las escaleras puedan caer, ahora lamento haber pasado por alto las puertas de emergencia sin seguro, apuesto a que en la azotea existe algún punto débil, si me pongo a visualizar los accesos y las posibles entradas creo que el patio puede ser un problema, ya he visto a esos zombis armarse de improvisados arietes para echar abajo puertas y cristaleras. No logro comprender de dónde sacan la cordura para emplear armas de asedio, pareciera que están controlados por una inteligencia superior, algo más fuerte que nosotros los vivos, sin duda más grande, ¡y pensar que todo esto empezó por aquel apagón digital de hace tres días! La complicada telaraña de redes en la que estábamos conectados dejó de funcionar, y los que estábamos debajo de la red quedamos impregnados de radiación, una pulsión acústica y luminosa que hizo que la vida quedara detenida por insoportables minutos.  A aquella especie de atadura invisible y sin correas le precedió un estruendo parecido a una explosión, horas después cerca de dos mil personas fueron halladas muertas en un radio de setenta kilómetros, no presentaban daños visibles, tampoco el entorno ni la vegetación circundante pero sí algunos animales de diversas especies, y ya nada fue igual. Los que sobrevivimos observamos horrorizados como aquellos dos mil muertos se ponían en pie para atacarnos… también los animales.
Desde mi ventana del edificio 33 vi el que sería el último amanecer en un mundo sin fieras humanas, duró poco, o esa fue mi impresión. Había un poco de rojo en el cielo y un poco de morado del mismo tono que el que deja un mal golpe en una piel muy sensible. Y el sol se atrevió a brillar un segundo con normalidad antes de que aquella siniestra nube lo cegara todo. Luego el horror, el caos desatándose, el furor de una guerra de bocas sangrientas, y poco a poco el silencio, como el olvido creciendo alrededor, cerniéndose como la cuerda sobre el cuello de un perro acorralado, ¿y ahora qué?, ¿y luego qué?, ¿morir?, ¿vivir? Morir en un asedio zombi, lo pienso y se me congela la sangre, ¡suena tan ridículo, tan surrealista! ¿Cuál será mi epíteto, y quien llorara por mí? He vivido recluido en mi propia torre años y años sin querer asomarme al mundo, pero ahora que estoy a las puertas del final lamento y entiendo que no he vivido, que el verdadero muerto en vida era yo. Los muertos no muerden, yo estaba muerto, por eso desperdicie tantos bocados, tantas suculentas manzanas del paraíso, ¿es tarde para mí?
Me quedo sin tiempo creo hay alguien cruzando la pue



Música: Joshua James "Green Grass" (Tom Waits cover)

sábado, 13 de enero de 2018

Taras


Amamos, ¡preciosa cualidad!, pero no a nuestros defectos, ¿te has dado cuenta? Nos cuesta aceptar nuestras taras, nuestras roturas, nuestros defectos como parte de lo que somos, y pasamos de puntillas, mirando a otro lado, creyendo que cuanto menos los miremos otros tampoco lo harán. Sin embargo estamos marcados. Es nuestro propio número de serie, un plano detallado de qué y cómo somos, eso que nos hace especiales, peculiares, únicos, una prueba de nuestra natural humanidad, un signo de que somos de carne y pensamientos, que hemos vivido, respirado, amado, sentido, sufrido, que el tiempo nos ha ido oxidando, que hemos girado (¡y a toda velocidad!) en torno al sol, que hemos dejado correr la existencia y las experiencias, que algo nos ha dolido, que algo nos ha tocado el alma, que somos porque estamos…
Insisto, nos cuesta amar esos “defectos”, esas pequeñas, grandes, extrañas, inútiles taras que a veces nos sirven para escondernos, como algo pesado que nos tapa la piel pero también nuestra esencia, esa que rápido se evapora como un denso perfume en el aire de invierno, que no permite del todo ser uno mismo, como la niebla que no deja ver lo que hay detrás, ni que matiz, ni que color, y todo porque no queremos exponernos, tampoco exponerlas, pobres rarezas, como un mal vicio que nos hace perder el paso con el que andamos sobre el alambre. Al fin y al cabo somos equilibristas, estamos seguros de no estar seguros, mientras punteamos con la punta de los pies, un suelo que no lo es.

(...) no quería ser ya el más grande, el más fuerte o el más inteligente. Todo eso lo había superado. Deseaba ser querido como era, bueno o malo, hermoso o feo, listo o tonto, con todos sus defectos...O precisamente por ellos.
"La historia interminable" (1979) Michael Ende


"Taras", un cortometraje de Roberto Pérez Toledo, con Lucía Estévez y Álex Cerezal.

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