Confinada a sus
sombras, a sus aristas, la calle desierta guardaba un secreto, una pequeña
alcantarilla que no servía para nada y que era sólo una tapadera para acceder
al más oscuro de los refugios nucleares. Bajo el subsuelo de asfalto, pasando
la prensada capa de minerales y hormigón, se encontraba lo que se construyó
cincuenta años atrás con la idea de resistir a un brutal fuego de protones.
Aquella
instalación secreta permaneció cerrada, abandonada al tiempo por cuarenta y
siete años, puesto que hacía sólo tres que había sido ocupada. La inquilina era
una joven, casi una niña, que respondía al nombre de Helana. El miedo fanático
al fin del mundo había obligado a su madre a abandonarla allí, a su suerte,
porque cuando la puerta se cerró ya no pudo abrirla nunca más. Estuvo horas,
días, intentado forzarla, pero jamás consiguió hacer saltar la cerradura. Y un
día, ya mortificada, regresaba de la ferretería para ejecutar su ciento
dieciséis mil intento de apertura, cuando un camión la arrolló, matándola en el
acto. Aquello determinó la suerte de la niña. Toneladas de cemento sobre su
cabeza la separaban del mundo exterior, gruesas paredes de varios centímetros
de ancho capaces de soportar terremotos, caídas de meteoritos e incluso semanas
de inundaciones, la aislaban de todo. Nadie sabía que estaba allí porque no
tenían a nadie. Y bajo la capa de concreto vivió lo que le supo a una
eternidad.
La rueda del
tiempo giraba a veces rápido pero casi siempre lo hacía muy lento. Acostumbrada
a malgastar la arena del reloj se pasaba horas evocando pequeñas conversaciones
vividas, oídas tiempo atrás en un lapsus que con frecuencia resultaba
catatónico.
La humanidad debe poner fin a la guerra,
o la guerra pondrá fin a la humanidad…
¿Quién decía eso? Su memoria se
enturbiaba, mezclando imágenes y sensaciones. En lo turbio de esos recuerdos
siempre había un hombre con la ropa llena de escudos, distinciones e insignias.
¿Su padre, un pariente?, ¡no lo sabía! Siempre era esa voz y no otra la que se
elevaba por encima de todas.
¿Usted
cree que esta guerra ponga fin a la raza humana?
El recuerdo de
aquellos periódicos apilados a un lado de la alfombra del perro seguía fresco
en aquel joven cerebro. Venían a ella como diapositivas:
“El controvertido programa nuclear militar ha
generado varias crisis internacionales”. “La escala de tensiones crece”. “Miles de
armas nucleares listas para lanzarse en minutos”. "Los soviéticos se
enfadan". “El programa nuclear iraní amenaza con el uso de armas nucleares, biológicas
y químicas”.
"Corea del Norte anuncia que ha realizado con éxito una prueba nuclear
subterránea". “El desacuerdo sobre un escudo
antimisiles podría revivir la Guerra Fría”.
Literalmente el planeta es una bomba de
tiempo y sólo se necesita una pequeña chispa para detonarlo. Seguro que sabe
que el gobierno gastó millones diseñando planos para refugios a prueba de
bombas durante la guerra. Si sucede lo que tememos el mundo será enviado mil
años atrás, no podemos desechar ese plan b.
La voz de ese
atildado hombre se le había quedado insertada a fuego en su mente, sin quererlo
retumbaba en las paredes del refugio y de su cabeza:
El plan era construir refugios para
civiles en los edificios existentes debajo del nivel del suelo, lo que no se
anunció fue que se fabricaron igual o mejor que los que los funcionarios de
alto rango hacían para sus instalaciones militares más importantes. Si
sucediera algo, esta es la combinación de la puerta del bunker, es como una
caja fuerte de seguridad, allí estarás bien.
¿Qué podía
suceder? La madre de Helana creyó que se avecinaba un holocausto de lluvia
radioactiva, de fuego infernal con tormentas de partículas beta y rayos gamma, ira
y rayos, un castigo divino, el exterminio definitivo.
¡Cómo odiaba
aquella voz, a ese hombre que había introducido las peores paranoias en la
cabeza de su madre, el que lo había propiciado todo…! Ahora Helana lo sabía,
ese individuo y su madre estaban contagiados por el mismo virus, el más
imparable: el miedo. Gracias a ese miedo ella sobrevivía en aquel agujero día a
día, racionando tristes latas, añorando la luz del sol, preguntándose cómo
sería ese mundo vivo y florido que existía sobre su cabeza y que no había visto
en doce meses. ¿Volvería a verlo?
Volvería.
Fue rápido y extraño,
algo crujió en la puerta, esa losa pesada y sellada de su sepulcro se levantó.
Helana pasó por alto el color verde del piloto que siempre había sido rojo,
¿cómo distinguir esos colores si siempre habían sido grises? Con timidez empujó
la puerta y atravesó una galería polvorienta que la llevó hasta unas
escalerillas. Un arco de luz se difuminaba arriba, en las fisuras de una tapa
redonda que se adivinaba abombada y frágil. Le temblaban las piernas cuando
logró levantar la tapa, y un viento desolador le bailó en la cara desordenando
sus cabellos, aguando sus ojos. Sintió sus lágrimas como ríos de lava, la misma
que parecía haber abrasado ese paisaje que tenía ante sus ojos. Extrañó estar a
salvo en su defensa construida para resistir el polvo y la arena más letal. Ni
rastro de humanidad. Era la heredera de un mundo de desecho, arcaico, seco,
arenoso, con nubes tóxicas y mutantes deformados. Era la dueña de un mundo que
había hecho de su madre materia vaporizada.
Música: Isaac Gracie - Reverie