Ven, dicen los
dibujos de July, voy a contarte una historia, una historia de miles de colores,
una historia que te hará viajar por mares de papel en un barquito hecho de cera
pastel, una historia con un sol que brilla con inocencia y candidez, y que te
sumergirá en las mejores narraciones infantiles de tus recuerdos. Hoy tengo el
gusto de presentarte un mágico trabajo, ¡disfruta!
A la ilustradora July Macuada le gusta
rodearse de libros, poesía y música mientras crea sus ilustraciones, es la
manera que tiene de enfocar el mundo que quiere plasmar en el papel. Sus fieles
pinceles la acompañan desde que empezó a dedicarse al dibujo en el año 2008 mientras
pinta en su taller.
Su trabajo como ilustradora, se ha
desarrollado realizando diversos proyectos laborales y personales. Ha trabajado
en numerosas editoriales, agencias de diseño, instituciones y empresas, en la línea
editorial y publicitaria, y por supuesto haciendo ilustraciones infantiles. Asimismo
ha participado en exposiciones colectivas de ilustración y revistas
electrónicas de arte y diseño.
Su trabajo fue seleccionado en el libro
Ilustración a la Chilena en 2010.
Se formó como Diseñadora en Comunicación
Visual por la Universidad Tecnológica Metropolitana, completando sus estudios
con diversos cursos, seminarios y talleres de Ilustración. Además de un Curso
de introducción al Arteterapia en la Universidad de Chile. A todo ello hay que
sumarle la asistencia a cursos y seminarios relacionados con el psicoanálisis,
en el centro CEIP de Santiago y la Universidad Católica Silva Henríquez.
Actualmente July compagina su labor como
ilustradora con la realización de talleres
de ilustración de distintos niveles de forma independiente en su taller ubicado
en Barrio Italia, Santiago de Chile.
Números, números que volaban en todas
direcciones, salían de los alientos, de las cabezas, de los gases de los
vehículos, de la lluvia, de las fuentes, de las luces, de las ventanas
encendidas, de los zapatos de los caminantes, del asfalto húmedo de la ciudad
pero también del seco, números que se elevaban como volutas de vapor hacía
alguna parte. Él era un pescador de números, una profesión extraña. Miraba a su
alrededor y sólo veía columnas de cifras, dígitos que parecían ser empujados
por una fuerza imprecisa pero gravitacional. Estaban en el aire, en el
universo, llegaban desde las estrellas. Él capeaba esas tormentas que nadie más
sentía, y siempre lo hacía sin paraguas dejando que lo calaran de la cabeza a
los pies.
Allá donde mirara veía manar los guarismos,
goteaban, le salpicaban, le anegaban las ideas. Era un pescador de números, nunca
aprendió el oficio, nació con él, un ejercicio al que había dedicado una vida.
Por eso mismo sabía que todo, absolutamente todo tenía una métrica, un ritmo, un
tiempo, todo tenía que encajar en una medida, regla esa que se había convertido
en una obsesión.
¿Era el único en entenderlo?
Todo tenía una lógica, nada, nadie,
estaba ahí porque si. Todo encerraba un secreto, una incógnita que él tenía que
desenredar: contar las letras de una palabra, sumar las matriculas de los
coches, calcular los mosaicos de una acera y las líneas entre estos, enumerar
el total de ventanas de un edificio, las consonantes de las palabras que dice una
persona, las veces que un semáforo cambia de color, y lo más importante, hacer
que todos esos cálculos dieran siempre un resultado par.
Horas, gastaba horas en esas tareas,
horas perdidas que no contaban, que él no contaba.
Su cabeza era una enorme calculadora, sus
dedos un ábaco, sus pupilas una maquina de sumar, su vida un despacho cerrado
de contabilidad en donde los balances no se registraban en ningún libro
mercantil. Y en aquel despacho cerrado y sin ventilación iba pasando sus días
sin ningún otro objetivo que tender sus redes…
Los números caían a plomo, a veces se
deslizaban, otras volaban como plumas, pero él siempre los recogía y se los
llevaba a la hermética habitación que era su vida, allá donde no entraba nada
que no se pudiera desglosar o fraccionar. No importaba que estuviera en un
parque o en una calle, él siempre se sentía dentro de su oficina contable,
resolviendo cuentas: las veces que alguien estornudaba, los que iban vestidos
de verde, las pisadas de los que iban y venían…
Hasta que un día una desconocida le
preguntó la hora y al dársela, al mirarla momentáneamente a los ojos, él perdió
la cuenta, y ya nunca más recuperó la métrica de su vida, su corazón se desajustó,
su respiración se atribuló, pensó que iba a caerse, no podía entenderlo pero
sus latidos no eran pares ni eran impares, no podía seguirlos, y cuando trató
de recuperar el dominio sobre si mismo se dio cuenta de que no podía, porque no
podía dejar de pensar en lo bien que olía aquella chica.
La sala de espera de un dentista es como
un mundo dentro de otro mundo, hay una nota extraña que sobrevuela la sala, es
una mezcla de tensión y miedo, algo que huele a nervios disfrazados tras el
fluoruro sódico de los alientos. Quieres huir de los sonidos, de los tornos que
giran chirriando en el aire, de los estridentes engranajes de un sillón lleno
de tubos, mangueras y respaldos hidráulicos, del sonido del agua que se va por
un desagüe, posiblemente un agua sanguinolenta que corre con pánico hacía el
sumidero y que echará de menos su estrecha relación con esa encía, esa que alguien
trincha igual que un niño ansioso a una salchicha en un picnic. Quieres escapar
de esos ruidos pero no puedes. Entonces te centras en las revistas desordenadamente
colocadas sobre una mesa, y lees. Tus pensamientos se dispersan, de repente has
encontrado algo tan curioso, tan entretenido que ya no piensas en el hombre de
guantes de goma que aguarda impaciente para hurgar en tus dientes.
Verídicamente fue así como conocí algunos
de los experimentos mas locos de la historia. Y aquí te presento tres:
El test del Marshmallow
En los años 60 el profesor Mischel de la Universidad de Stanford en Estados Unidos
desarrolló un experimento que revolucionó la visión que se tenía de los
factores que predecían que una persona pudiera lograr el éxito, tanto
académico como emocional y social.
Tomó un grupo de niños de 4 años, les
entregó a cada uno un marshmallow y les hizo la siguiente propuesta: “si eran capaces de esperar 20 minutos sin
comerse la golosina, les daría otra, si
no eran capaces de esperar y se la comían, no recibirían una segunda como
recompensa”.
El fin era averiguar qué niños podían
esperar y quiénes eran más impulsivos. Dos de cada tres no aguantaron la espera
y sólo un tercio esperó para recibir el otro dulce. Pasados unos años se
descubrió que aquellos que habían esperado para obtener otro marshmallow eran
más exitosos, tenían mejores calificaciones o el mejor empleo , quizá porque
aprendieron a esperar una recompensa
futura. Los dos tercios que habían sido incapaces de esperar eran los que
tenían peor empleo y menos éxito personal.
El hallazgo más importante es lo que se ha llamado el Principio del
Éxito, que dice que las personas que tienen la habilidad para aplazar la
gratificación son los más propensos a tener éxito, la disciplina personal de
quien construye al largo plazo y prefiere una gratificación final más
importante frente a una recompensa en el corto plazo, inmediata.
El
test Milgram
En
los años 60, Stanley Milgram desveló tras un estudio psicológico que la mayoría
de personas corrientes son capaces de hacer mucho daño, si se les obliga a
ello.
La idea surgió en el juicio de Adolf
Eichmann, condenado a muerte en Jerusalén por crímenes contra la Humanidad
durante el régimen nazi, y quien alegó en su defensa que él sólo había
obedecido órdenes, y que obedecer órdenes era algo bueno. En su diario, en la
cárcel, escribió: «Las órdenes eran lo
más importante de mi vida y tenía que obedecerlas sin discusión».
Milgram estaba muy intrigado. Eichmann
era un nombre normal, incluso aburrido, que no tenía nada en contra de los
judíos. ¿Por qué había participado en el Holocausto, sólo por obediencia? Un
año después del juicio realizó un experimento en la Universidad de Yale que
conmocionó al mundo. La mayoría de los participantes accedieron a dar descargas
eléctricas mortales a una víctima si se les obligaba a hacerlo.
El
experimento
Milgram puso un anuncio pidiendo
voluntarios para un estudio relacionado con la memoria y el aprendizaje. Los
participantes fueron 40 hombres de entre 20 y 50 años, y con distinto tipo de
educación. El procedimiento era el siguiente: un investigador explicaba a un participante y a un cómplice (el participante
creía en todo momento que era otro voluntario) que iban a probar los efectos
del castigo en el aprendizaje.
El objetivo era comprobar cuánto castigo
sería necesario para aprender mejor. Para ello uno haría de alumno y el otro de
maestro. Ambos debían sacar un papelito de una caja para ver qué papel les
tocará desempeñar en el experimento. Al cómplice siempre le sale el papel de
"alumno" y al participante, el de "maestro". En otra habitación, se sujeta al
"alumno" a una especie de silla eléctrica y se le colocan unos
electrodos. Tiene que aprenderse una lista de palabras emparejadas. Después, el
"maestro" le irá diciendo palabras y el "alumno" habrá de
recordar cuál es la que va asociada. Y, si falla, el "maestro" le dará
una descarga.
Al principio del estudio, el maestro recibe una descarga real de 45
voltios para que vea el dolor que causará en el "alumno".
Después, le dicen que debe comenzar a administrar
descargas eléctricas a su "alumno" cada vez que cometa un error,
aumentando el voltaje de la descarga cada vez. El generador tenía 30
interruptores, marcados desde 15 voltios (descarga suave) hasta 450 (peligro,
descarga mortal).
El "falso alumno" daba sobre
todo respuestas erróneas a propósito y, por cada fallo, el profesor debía darle
una descarga. Cuando se negaba a hacerlo
y se dirigía al investigador, éste le daba unas instrucciones (4
procedimientos):
Procedimiento 1: Por favor, continúe.
Procedimiento 2: El experimento requiere
que continúe.
Procedimiento 3: Es absolutamente
esencial que continúe.
Procedimiento 4: Usted no tiene otra
alternativa. Debe continuar.
Si después de esta última frase el "maestro" se negaba a
continuar, se paraba el experimento. Si no, se detenía después de que hubiera
administrado el máximo de 450 voltios tres veces seguidas.
A medida que el nivel de descarga
aumentaba, el "alumno",
aleccionado para la representación, empezaba a golpear en el vidrio que lo
separa del "maestro", gimiendo. Se quejaba de padecer de una
enfermedad del corazón. Luego aullaba de dolor, pedía que acabara el
experimento, y finalmente, al llegar a los 270 voltios, gritaba agonizando. El
participante escuchaba en realidad una grabación de gemidos y gritos de dolor.
Si la descarga llegaba a los 300 voltios, el "alumno" dejaba de
responder a las preguntas y empezaba a convulsionar.
Al alcanzar los 75 voltios, muchos
"maestros" se ponían nerviosos ante las quejas de dolor de sus
"alumnos" y deseaban parar el experimento, pero la férrea autoridad
del investigador les hacía continuar. Al llegar a los 135 voltios, muchos de
los "maestros" se detenían y se preguntaban el propósito del
experimento. Cierto número continuaba asegurando que ellos no se hacían
responsables de las posibles consecuencias. Algunos participantes incluso
comenzaban a reír nerviosos al oír los gritos de dolor provenientes de su
"alumno".
En estudios posteriores de seguimiento, Milgram demostró que las mujeres eran igual
de obedientes que los hombres, aunque más nerviosas. El estudio se
reprodujo en otros países con similares resultados.
Hoy día este experimento sería
considerado poco ético, pero reveló sorprendentes resultados. Antes de
realizarlo, se preguntó a psicólogos, personas de clase media y estudiantes qué
pensaban que ocurriría. Todos creían que sólo algunos sádicos aplicarían el
voltaje máximo. Sin embargo, el 65% de los "maestros" castigaron a
los "alumnos" con el máximo de 450 voltios. Ninguno de los
participantes se negó rotundamente a dar menos de 300 voltios.
El experimento Rosenhan
En 1972, el psicólogo David Rosenhan perpetró un interesante experimento: apalabró a siete personas cercanas a él
(dos psicólogos, un estudiante de psicología, un pediatra, un psiquiatra, una
ama de casa y un pintor; en total, tres mujeres y cuatro hombres), además de él mismo, para que se presentaran
a distintos hospitales psiquiátricos de los Estados Unidos refiriendo la
percepción de alucinaciones auditivas poco claras, como voces pronunciando las
palabras "hueco" o "vacío". Estos supuestos pacientes
no hicieron referencia a ningún otro síntoma psiquiátrico y todos los demás
datos biográficos y demográficos fueron estrictamente reales. De los ocho "pacientes", siete
fueron diagnosticados como esquizofrénicos y uno como maniacodepresivo.Inmediatamente a su admisión hospitalaria,
los supuestos pacientes dejaron de referir cualquier síntoma y se comportaron
normalmente (de hecho, ni siquiera ingirieron la medicación administrada).
Aunque ninguno de los pacientes fue identificado como simulador por sus
médicos tratantes, varios sí lo fueron por los otros pacientes compañeros
de pabellón. Finalmente todos ellos fueron dados de alta con un tiempo de hospitalización
de entre 7 y 52 días (promedio de 19 días) con el diagnóstico correspondiente
de "esquizofrenia en remisión".
La
segunda parte del experimento consistió en lo opuesto: Rosenhan contactó con un centro
psiquiátrico asistencial y docente que presumía, después de conocer experimento
previo, de que su hospital no podría ser susceptible de semejante situación.
Entonces, Rosenham planteó a dichos
médicos que en un periodo de tres meses, uno o más pacientes simulados se presentarían
para admisión, y ellos deberían registrar en todos la probabilidad de que lo
fueran. De un total de 193 pacientes, 41 fueron considerados como francamente
fraudulentos y 42 adicionalemnte como sospechosos. Pero, de hecho, Rosenhan no
envió realmente ningún falso paciente. Todos los admitidos en tal centro y
durante ese periodo fueron pacientes reales.
La atmósfera cae pero ni ánimo sube
cuando el sonido de Noora Noor fluye por la habitación. Hay algo que me
entusiasma de su voz, puede ser porque se arraiga dentro de tu cuerpo y sus
raíces te llegan al alma, un alma que de pronto se siente abrazada por esas
notas musicales que son como gotitas de lluvia pegada a los cristales, te
anegan, te inundan poco a poco, consiguiendo que de pronto sientas, vivas,
oigas.
Noora Noor (1979) es una cantante soul
noruega de origen somalí.
Comenzó muy temprano su carrera musical,
a la edad de 8 años. A los quince consiguió un contrato discográfico con Warner
Music.
Su álbum debut, “Curious”, fue lanzado en
1999 y se convirtió en uno de los primeros y más notables álbumes escandinavos
R & B.
Pasaron cinco años hasta el lanzamiento
de su segundo álbum, “All I Am”. El álbum incluía más canciones propias, y
otros escritos en colaboración con compositores de EE.UU. y del Reino Unido.
Su álbum más reciente, “Deep Sou”l, fue
lanzado en Noruega en marzo de 2009. Grabado en San José, California, con
músicos locales de blue&Soul, que también contaba con miembros de Little
Charlie y The Nightcats. El productor era Kid Andersen. El álbum fue lanzado
fuera de Noruega durante el año 2010, con el primer lanzamiento, en Benelux, en
abril / mayo de 2010.
En marzo de 2011 participó en el concurso
noruego del Festival de la Canción de Eurovisión 2011 con la canción «Gone with
the wind».
Selección
musical:
Funky way. Someone
you use.What man have done. She will break you heart. Move on up.
Mi tío Paco, de Tacho González, es un
graciosísimo y enternecedor corto que nos sitúa en una playa andaluza en los 70,
para contarnos la historia de un pícaro tío (Antonio Pagudo) y su sobrino, al
que utiliza para ligar. Dirigido por el ex batería de la mítica 091, Mi tío
Paco recibió importantes premios nacionales, como el RTVA al Mejor Corto
Andaluz y fue ganador del VI Festival Internacional Almería en Corto.