Era ella quien derribaba mi voluntad, ella quien atravesaba mis defensas, quien las aniquilaba con sólo pestañear. Y yo me rendía. Me rendía a la tempestad, a la tormenta de mi boca contra su boca.
Alcé la vista, buscándola, anhelando el perfume de su pelo negro como el azabache. Una risa lejana, cortada, un eco aterrador. Allí estaba. Me miró y la miré. La luna se dibujaba en su pálida retina, pero profunda y maldita. Había algo oscuro y diabólico en sus ojos también en su boca roja, más roja que la sangre. Sonrió y le sonreí.
No quería pero la atracción fue más fuerte que mi voluntad y me acerqué. Y mientras lo hacía ella huyó de mí. Abandonó la butaca donde estaba sentada y sus pies pequeños, descalzos se alejaron hacía la ventana. Y allí se quedó, mirándome con apetito. Las estrellas titilaron cuando me decidí a ser su esclavo e intuí que lo leyó en mi pensamiento porque rió. Y aquella risa, ronca, sardónica, se introdujo por mi nariz hacía mi cerebro y todo se nubló porque me maree. Y mareado no era consciente del espacio ni del tiempo, tampoco de la realidad.
Su boca, recuerdo su boca, y aquellos labios rojos, y las cosquillas que me hacía en la nuca, soplando suavemente sobre mi piel. “¿Quieres ser mío?” Y la espiral. “Vas a serlo” Todo se movía rápidamente y creo que volamos, ella y yo por la habitación, volamos hacía el butacón. Un cruce de miradas, una afirmación. Aún estaba a tiempo, me dije, sintiendo que con aquel ataque de lucidez lo echaría todo a perder, y no quería, no quería perderla a ella, aún sabiendo el precio a pagar no quería perderla a ella.