Sus lenguas eran rojas, tan curtidas que
podrían pasar por una lija del siete, quizás esa era la causa de que estos dos completos
desconocidos sintieran autentica fascinación por las cosas muy ácidas tales
como el chile en vinagre o la cebolla cruda bañada en jugo cítrico.
Sus lenguas ásperas y ardientes eran más
eficaces que un indicador de ph, y estaban tan acostumbradas a lo ácido que podrían
pasar por dos yonkis de lo cáustico, lo anhelaban como el respirar, como si
experimentaran cierto paroxismo en respirar fuego.
A pesar de las inapropiadas horas ambos
sabían que no había nada más acre en la ciudad que el polo de fresa con extra
de lima y pimienta negra que vendían en el “24
horas” del centro, el que hacía esquina con la oficina de correos y la
farmacia. Aquella receta refrescante explosionaba en las estimuladas papilas gustativas
como una marejada agitada, algo bastante volcánico y violento. No importaban
las horas si la necesidad llamaba, daba igual si los segundos corrían hacía la entumecida
madrugada, lo mismo daba. Ese capricho, ese pequeño antojo haría entretejer sus
caminos y sus destinos.
Un minuto antes, un minuto después, otra
nevera, otra tienda, otra ciudad, otro sabor… pero no fue así, los dos querían
el único polo de fresa del refrigerador del establecimiento e iban a pelear por
él lo que les parecía muy gracioso porque en el fondo no querían hacerse la
guerra. Y sus manos seguían ahí, casi juntas sobre el tirador del congelador de
doble puerta, tocándose, pegadas, frías, pero extrañamente calientes.
La atracción había sido instantánea,
inmediata, como dos seres que se reconocen el uno en el otro, una conexión
veloz, dos almas que se han estado buscando durante siglos sin encontrarse.
De pronto todo entró en combustión.
Si hubieran tenido más tiempo se habrían
dicho sus nombres. Habrían coqueteado un rato. De primeras sólo para
horrorizarla él se confesaría como un tragón de patas de gallo y cabezas pez. Sin
asquearse por lo oído ella compartiría su hábito de masticar ruidosamente y de
reírse con la boca abierta como un buzón. Bromeando él acabaría confesando su
enfermiza onicofagia, desolado por evocar las largas horas de atracones de uñas
a sus espaldas. Quizá ella intentaría igualar la cosa comentando que disfrutaba
arrancándose los pelos de las cejas con los dedos, de un rápido tirón. Puede
que después hubiesen acabado hablando de eso que perforaba sus cuerpos, del
piercing del ombligo de ella y del aro en el pezón de él, sus pendientes
ocultos. Les brillarían los ojos a los dos por la intimidad. Seguro que luego él
relataría, como siempre recreándose, la anécdota de la oveja espía en la noche
de bodas de su abuelo. Y ella que de niña firmó un papel jurando y perjurando
que jamás se casaría y que nunca besaría a un chico en la boca. Hablarían de
sus profesiones y de las profesiones de sus padres. Afinador de pianos,
vendedor de humo. Y de carrerilla harían números de sus rarezas. Muy posiblemente
acabasen hablando del tiempo, de la política y los cambios. Descubrirían al
unísono que ambos disfrutaban con los atardeceres y que siempre estaban
persiguiendo rayos verdes. Al final seguro que él parlotearía sobre aquella
novia japonesa, aquella que tenía un extraño gusto por lamerle el ojo. Siguiendo
las confesiones ella revelaría su extraña manía de entrar de espaldas en el
ascensor, y él entre risas y exclamaciones contestaría que solía bajar los
escalones de dos en dos y a veces de tres en tres. Si hubieran contado con más
tiempo ella le habría hecho sonreír con ganas al compartir con él el argumento
de su colección, porque su afición era amontonar insultos raros. Como carapapa,
diría él. Y como muerdesquinas, rebatiría ella. Y jugarían un rato a
inventarlos empezando por huelegateras, cansacuerpos, pinchaúvas o descuelganidos.
Estaban destinados a seguir hablando… si hubieran contado con más tiempo.
Si hubieran entrado un segundo antes a lo
mejor ni se habrían cruzado, pero tuvieron que llegar a la vez, tuvieron que
sentir esa atípica necesidad de comer el más ácido de los polos de fresa en esa
fría noche de invierno de un mes de febrero cenizo y lleno de nubes negras. Precisamente
la nube negra llegó, nublándolo todo, con la irrupción de aquellos dos cacos
armados, aquellos maquis excitados que a golpe de pistola asaltaron la caja, perdieron
los nervios ante la torpeza del dependiente, y terminaron descargando una lluvia
de balas contra todo el que estuviera alrededor.
Las balas cumplieron su función,
rebotaron y silbaron y fueron a incrustarse a todas partes. Uno de esos
disparos terminó atravesando el vidrio de las neveras y expositores. Los
cristales explotaron ante el impacto de los proyectiles y volatilizaron las
copas y vasos de helados de las vitrinas, también el polo de fresa que acabó
desparramado sobre los cuerpos inertes de dos desconocidos que no tuvieron su
conversación, ni hablaron de sus gustos, que jamás tuvieron su atardecer con
rayo verde.
Música: Alexi Murdoch-Wait