viernes, 17 de septiembre de 2021

Las victorianas joyas de Rosalind Mallowan 5

 


A pesar de la tibieza con la que la chimenea matizaba la estancia, la atmosfera se enfrió cuando el inspector Lemoine, escoltado por tres hombres de apariencia y edades diferentes, se colaron en la sala. El súbito silencio hizo que el estrepito del fuego se convirtiera en una letanía extraña, como el tic tac de un reloj, o como una cuenta atrás.

El coronel Scott y el albacea Belling, quienes habían estado consolando a un demudado John Mallowan, abandonaron sus butacas movidos como por un resorte. No obstante el afligido señor Mallowan apenas alzó la cabeza para mirar, como si no sintiera el más mínimo interés por los acontecimientos. Puede que el shock de saber que su esposa no sólo lo engañaba con el mayordomo, sino que había pergeñando todo un montaje para robar las joyas de su apreciada y fallecida tía, lo tuvieran más ido de lo normal, además el eco de las suplicas y lloros de su desleal esposa aun resonaban en la mansión.

Brian, Ada y Jonathan permanecían de pie. El primero mirando a través del ventanal como el coche patrulla se llevaba a la infeliz Clarissa, con una expresión que denotaba sonrojo y pena. La parejita de prometidos, se arropaban de manera impostada frente al fuego, aunque sin ningún cariño real por parte de ella, distante, ausente en sus pensamientos. Jonathan, evidentemente nervioso por la presencia policial, soltó a la chica, llevándose sin querer la mano al cuello de su corbata, más concretamente a su alfiler. Ada observó al inspector con soberbia, consciente de que aquel personajillo había llegado al fondo de todo, y en esos ojos verdes despuntó un brillo de maldad, pero una maldad envuelta en un dolor insoportable.

-Se preguntaran porque sigo aquí –bramó Lemoine–.  Me temo que tengo que seguir contando historias tristes.

Hubo un murmullo, que el inspector logró zanjar haciendo un elocuente aspaviento con los brazos. A su espalda un señor espectral, debido a lo cadavérico de sus facciones, proporcionó al inspector una carpeta con documentos.

-Les presentó al doctor Banks, un excelente profesional forense.

El doctor realizó un saludo con la cabeza, dejando ver una coronilla calva y plateada por las canas. Lemoine aspiró por la nariz, abriendo la carpeta con agilidad, mojando de saliva la yema de su pulgar derecho para pasar páginas y páginas.

-Extenso, ¿verdad? –se dirigió al nutrido grupo–. Verán, tenía mis dudas, una mujer tan fuerte como Rosalind, a pesar de la edad aunque tal vez no tanta pues sólo contaba con 62 años cuando murió, sin ninguna enfermedad previa, que en el transcurrir de un mes acaba feneciendo luego de un misterioso historial de dolor abdominal, diarrea y vómitos, que ella creía el comienzo de un cáncer de estomago no diagnosticado, en la idea de que su padre, hace muchos años, había pasado por la misma enfermedad a la misma edad, algo totalmente fulminante, ¿verdad? Pero a la luz de los nuevos informes del forense me temo que los arrestos de hoy no han acabado. La señora Rosalind fue asesinada y tenemos indicios de que su asesino se encuentra en esta sala…

El murmullo fue esta vez más agudo y nervioso, voces broncas todas ellas, porque la única mujer del grupo permanecía en completo silencio, a la espera, paciente, sin dejar escapar ninguna señal de sorpresa.

-Es terrible, ¿verdad?  –El coronel era el más impresionado, él había amado y odiado a aquella mujer, sentía dentro, en lo más profundo de su corazón, un poderoso sentimiento de venganza, de restablecimiento tal vez, pero no le deseaba la muerte, y en verdad, sentía muchísimo que hubiera fallecido con dolor.

A pesar de dirigirse al notario éste no atendía razones, en una indignación que no resultaba coherente, demasiado agitado y sensible.

Arthur Belling soltó entonces un exabrupto: 

-Ajá, ¿así que esto es lo que creen?, ¡nos está insultando a todos! –las venas de su cuello se engrosaban, enrojecían todo su ser, su rostro y sus ojos–;  no puedo tolerar que diga…

Un abochornado John Mallowan abandonó su mutismo, poniéndose en pie para pedir silencio.

-Cállese por favor…

Belling no lo hizo, recordándole que no era un sirviente más al que pudiera humillar. Brian y Jonathan mediaron, uno con apatía, el otro sofocado por las miradas acosadoras de los dos hombres con trajes oscuros que aguardaban al lado del doctor Banks. Era evidente lo que uno de aquellos señores guardaba en el bolsillo izquierdo de su chaqueta, un impreso doblado de búsqueda y captura cuyo membrete rezaba en letra de imprenta y muy legible: “Michael Miles”.

Lemoine los mandó callar, añadiendo:

-Estoy en la obligación de decirles que todo cuanto digan podrá ser utilizado en su contra ante un tribunal. Hasta que yo lo autorice ninguno de ustedes puede salir de esta sala. Debo comunicarles que entre ustedes hay más de un criminal.

Una enfática pausa precedió a esta sentencia, y mientras los hombres proferían protestas y refutaciones, teatralmente Lemoine se atusó el bigote sin apartar sus ojos de Ada.  

Ella le sostuvo la mirada, tan sublime y tan triste, que Lemoine estuvo a punto de sucumbir ante tanta belleza. Carraspeando para recomponerse, realizó otra presentación más:

-Aquí el agente Mathews, un buen taquígrafo.

Éste decidió encenderse un puro, con los ojos entrecerrados, aspirando la primera calada miró a la concurrencia, aunque especialmente a la señorita que sintió cómo el penetrante humo del habano le bajaba hasta el estomago, causándole arcadas.

-Y por allá tienen al detective Larraby que a su vez trabaja para el juez Marshal, miembro efectivo de la seguridad del Estado, él está aquí con una orden requisitoria, ya que a uno de ustedes le espera un simpático juez que ha deseado dar con su paradero durante cuatro largos años…

No terminó Lemoine su frase cuando en un movimiento inesperado Jonathan Evans conocido en su ficha como Michael Miles corrió como pollo sin cabeza hacía la ventana con la idea de saltar por ella y escapar por el jardín. Apenas había una distancia de metro y medio hasta un arbusto por lo que la altura no era un problema. Con la agilidad propia de la juventud Michael escapó, dejando que el detective Larraby le tomara la revancha al perseguirlo ventanal abajo. Fue una idea estúpida para Miles aunque también para el detective Larraby. Para el primero porque Larraby no era el único policía de la casa y pronto lo detuvieron, y para el detective porque sus hinchados tobillos no resistieron la caída.

En la sala el revuelo fue tan mayúsculo como el atronador ruido de la sirena policial. Brian miró a Ada que no parecía afectada por la huída de su prometido, ni siquiera se mostró dolida cuando Lemoine explicó quién era realmente Jonathan Evans. Intuyó Lemoine que el chico se moría por consolarla pero estaba petrificado, como si ya un velo hubiera caído, y pronto, en un efecto dominó, terminaran de caer todos.

-Hace un tiempo que se le busca, es un reconocido estafador de gente adinerada, tiene predilección por seducir a jovencitas, la mayoría herederas faltas de afecto y fáciles de manipular.

Ada no pronunció palabra, firme como nunca.

-Si ese tipo que acaba de saltar por ahí es sólo un vulgar ladrón, ¿quién es el asesino de mi tía? –preguntó John Mallowan recomponiendo su figura de cabeza del clan.

CONTINUARÁ...

2 comentarios:

Montse dijo...

Magnífica la conducción del relato, se puede ver la escena que describes con todo detalle ¡me encanta ese estilo narrativo!
Me ha impresionado la palabra "feneciendo", no la conocía. Nuestro idioma es tan rico que contempla varios sinónimos, los cuales da gusto ver alguno poco usual, gracias.
Muchos besos, Ana.

Ana Bohemia dijo...

Hola Montse, jeje, creo que la palabra feneciendo le pegaba mucho al engolado Lemoine, iba con su estilo y por eso la usé.
Me encanta que la descripción y la atmosfera del relato te haya sumergido en la historia, eso creo que es muy importante.
Muchos besos
:)

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