A pesar de la tibieza con la que la chimenea matizaba la estancia, la atmosfera se enfrió cuando el inspector Lemoine, escoltado por tres hombres de apariencia y edades diferentes, se colaron en la sala. El súbito silencio hizo que el estrepito del fuego se convirtiera en una letanía extraña, como el tic tac de un reloj, o como una cuenta atrás.
El
coronel Scott y el albacea Belling, quienes habían estado consolando a un demudado
John Mallowan, abandonaron sus butacas movidos como por un resorte. No obstante
el afligido señor Mallowan apenas alzó la cabeza para mirar, como si no
sintiera el más mínimo interés por los acontecimientos. Puede que el shock de
saber que su esposa no sólo lo engañaba con el mayordomo, sino que había
pergeñando todo un montaje para robar las joyas de su apreciada y fallecida
tía, lo tuvieran más ido de lo normal, además el eco de las suplicas y lloros
de su desleal esposa aun resonaban en la mansión.
Brian,
Ada y Jonathan permanecían de pie. El primero mirando a través del ventanal
como el coche patrulla se llevaba a la infeliz Clarissa, con una expresión que
denotaba sonrojo y pena. La parejita de prometidos, se arropaban de manera
impostada frente al fuego, aunque sin ningún cariño real por parte de ella,
distante, ausente en sus pensamientos. Jonathan, evidentemente nervioso por la
presencia policial, soltó a la chica, llevándose sin querer la mano al cuello
de su corbata, más concretamente a su alfiler. Ada observó al inspector con
soberbia, consciente de que aquel personajillo había llegado al fondo de todo,
y en esos ojos verdes despuntó un brillo de maldad, pero una maldad envuelta en
un dolor insoportable.
-Se
preguntaran porque sigo aquí –bramó Lemoine–.
Me temo que tengo que seguir contando historias tristes.
Hubo
un murmullo, que el inspector logró zanjar haciendo un elocuente aspaviento con
los brazos. A su espalda un señor espectral, debido a lo cadavérico de sus
facciones, proporcionó al inspector una carpeta con documentos.
-Les
presentó al doctor Banks, un excelente profesional forense.
El
doctor realizó un saludo con la cabeza, dejando ver una coronilla calva y
plateada por las canas. Lemoine aspiró por la nariz, abriendo la carpeta con
agilidad, mojando de saliva la yema de su pulgar derecho para pasar páginas y
páginas.
-Extenso,
¿verdad? –se dirigió al nutrido grupo–. Verán, tenía mis dudas, una mujer tan
fuerte como Rosalind, a pesar de la edad aunque tal vez no tanta pues sólo
contaba con 62 años cuando murió, sin ninguna enfermedad previa, que en el
transcurrir de un mes acaba feneciendo luego de un misterioso historial de
dolor abdominal, diarrea y vómitos, que ella creía el comienzo de un cáncer de
estomago no diagnosticado, en la idea de que su padre, hace muchos años, había
pasado por la misma enfermedad a la misma edad, algo totalmente fulminante,
¿verdad? Pero a la luz de los nuevos informes del forense me temo que los
arrestos de hoy no han acabado. La señora Rosalind fue asesinada y tenemos
indicios de que su asesino se encuentra en esta sala…
El
murmullo fue esta vez más agudo y nervioso, voces broncas todas ellas, porque
la única mujer del grupo permanecía en completo silencio, a la espera, paciente,
sin dejar escapar ninguna señal de sorpresa.
-Es
terrible, ¿verdad? –El coronel era el
más impresionado, él había amado y odiado a aquella mujer, sentía dentro, en lo
más profundo de su corazón, un poderoso sentimiento de venganza, de
restablecimiento tal vez, pero no le deseaba la muerte, y en verdad, sentía
muchísimo que hubiera fallecido con dolor.
A
pesar de dirigirse al notario éste no atendía razones, en una indignación que
no resultaba coherente, demasiado agitado y sensible.
Arthur
Belling soltó entonces un exabrupto:
-Ajá,
¿así que esto es lo que creen?, ¡nos está insultando a todos! –las venas de su
cuello se engrosaban, enrojecían todo su ser, su rostro y sus ojos–; no puedo tolerar que diga…
Un
abochornado John Mallowan abandonó su mutismo, poniéndose en pie para pedir
silencio.
-Cállese
por favor…
Belling
no lo hizo, recordándole que no era un sirviente más al que pudiera humillar.
Brian y Jonathan mediaron, uno con apatía, el otro sofocado por las miradas
acosadoras de los dos hombres con trajes oscuros que aguardaban al lado del
doctor Banks. Era evidente lo que uno de aquellos señores guardaba en el
bolsillo izquierdo de su chaqueta, un impreso doblado de búsqueda y captura
cuyo membrete rezaba en letra de imprenta y muy legible: “Michael Miles”.
Lemoine
los mandó callar, añadiendo:
-Estoy
en la obligación de decirles que todo cuanto digan podrá ser utilizado en su
contra ante un tribunal. Hasta que yo lo autorice ninguno de ustedes puede salir
de esta sala. Debo comunicarles que entre ustedes hay más de un criminal.
Una
enfática pausa precedió a esta sentencia, y mientras los hombres proferían
protestas y refutaciones, teatralmente Lemoine se atusó el bigote sin apartar
sus ojos de Ada.
Ella
le sostuvo la mirada, tan sublime y tan triste, que Lemoine estuvo a punto de
sucumbir ante tanta belleza. Carraspeando para recomponerse, realizó otra
presentación más:
-Aquí
el agente Mathews, un buen taquígrafo.
Éste
decidió encenderse un puro, con los ojos entrecerrados, aspirando la primera
calada miró a la concurrencia, aunque especialmente a la señorita que sintió cómo
el penetrante humo del habano le bajaba hasta el estomago, causándole arcadas.
-Y
por allá tienen al detective Larraby que a su vez trabaja para el juez Marshal,
miembro efectivo de la seguridad del Estado, él está aquí con una orden
requisitoria, ya que a uno de ustedes le espera un simpático juez que ha
deseado dar con su paradero durante cuatro largos años…
No
terminó Lemoine su frase cuando en un movimiento inesperado Jonathan Evans
conocido en su ficha como Michael Miles corrió como pollo sin cabeza hacía la
ventana con la idea de saltar por ella y escapar por el jardín. Apenas había
una distancia de metro y medio hasta un arbusto por lo que la altura no era un
problema. Con la agilidad propia de la juventud Michael escapó, dejando que el
detective Larraby le tomara la revancha al perseguirlo ventanal abajo. Fue una
idea estúpida para Miles aunque también para el detective Larraby. Para el
primero porque Larraby no era el único policía de la casa y pronto lo
detuvieron, y para el detective porque sus hinchados tobillos no resistieron la
caída.
En
la sala el revuelo fue tan mayúsculo como el atronador ruido de la sirena
policial. Brian miró a Ada que no parecía afectada por la huída de su
prometido, ni siquiera se mostró dolida cuando Lemoine explicó quién era
realmente Jonathan Evans. Intuyó Lemoine que el chico se moría por consolarla
pero estaba petrificado, como si ya un velo hubiera caído, y pronto, en un
efecto dominó, terminaran de caer todos.
-Hace
un tiempo que se le busca, es un reconocido estafador de gente adinerada, tiene
predilección por seducir a jovencitas, la mayoría herederas faltas de afecto y
fáciles de manipular.
Ada
no pronunció palabra, firme como nunca.
2 comentarios:
Magnífica la conducción del relato, se puede ver la escena que describes con todo detalle ¡me encanta ese estilo narrativo!
Me ha impresionado la palabra "feneciendo", no la conocía. Nuestro idioma es tan rico que contempla varios sinónimos, los cuales da gusto ver alguno poco usual, gracias.
Muchos besos, Ana.
Hola Montse, jeje, creo que la palabra feneciendo le pegaba mucho al engolado Lemoine, iba con su estilo y por eso la usé.
Me encanta que la descripción y la atmosfera del relato te haya sumergido en la historia, eso creo que es muy importante.
Muchos besos
:)
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