Ya
era una observadora silenciosa mucho antes de serlo por obligación. Debido a la
inesperada pandemia a la población se la obligó a ejercer un confinamiento
forzoso que enclaustró a mucha gente al tamaño de su parcela, pisos estrechos,
casas desoladas, dúplex con jardín, metros cuadrados para salvarse del
invisible pero peligroso virus para el que nadie estaba preparado.
Mirar
a través de su azotea se convirtió en un grato espectáculo para ella. Y esas
personas que apenas conocía empezaron a formar parte de su vida. Esos vecinos
desconocidos que nunca habían tenido nombre fueron llenando sus horas, en el
pasatiempo de mirarles.
Primero
hacía un barrido con los ojos, como pasando lista. Si ella estaba, le gustaba
mirar primero a su vecina más cercana. “Esa flor ha crecido, el tallo está más
alto”, parecía que decía la mujer de los guantes amarillos y el pañuelo rojo en
el pelo que se reclinaba ante sus macetas cómo una jardinera dedicada y meticulosa.
Seguro que lanzaba piropos a sus plantas pues era evidente con cuánto interés y
expectación las admiraba.
Esa
misma expectación se la despertaba a ella los esbeltos dedos de un pianista
virtuoso a dos casas de la suya. Lo único que se veía de él en aquel gran
ventanal con cortinas blancas eran sus rápidos dedos, y ella sabía que era un
chico porque a veces, por encima de las notas, le llegaba su tímido canto. ¡Qué
bonito tocaba!, y a veces con que pena.
En
el patio de la casa de abajo corrían varias gallinas parduscas. Pitas, pitas,
coc, coc, coc. Un cubo de madera lleno de pienso había quedado abandonado a
merced de las revoltosas gallinas como precipitadamente, la causa, seguramente,
tenía que ver con ese humo espeso que salía por una puerta vieja y desgastada, y
por el olor a pan quemado que flotaba en el aire, tanto, que no tardó en ser testigo
de las carreras de la mujer de pelo gris
en el interior de una nublada cocina.
En
la otra parcela un perro ladraba a un mirlo posado en la rama de una higuera
fértil, la ropa tendida deslumbraba, casi transportando un embriagador olor a
limpio.
Cortando
la línea del horizonte estaba ese edificio punteado de ventanas tan borrosas en
la distancia que sólo por la noche parecían cobrar vida, cuando parpadeaban luces
encendidas, naranjas, cálidas, cual guirnalda de luces para una fiesta en una
noche de verano.
En
un balcón colgaban preciosos helechos y un collar de cuentas bailaba y cantaba
con el viento, ¡que peculiar serenata producía con la respiración del mundo!
Alguien
silbaba, pero repetía canciones. Luego de un rato se le oía decir: “¡Guapa,
guapa!” Que ligón era ese loro parlanchín.
En
una azotea próxima unos chicos hacían deporte con unas palas de pádel. Casi al
lado, una señora con rulos limpiaba el cristal de un ventanuco. En el último
piso de la casa de al lado una chica delgada con pelo del color de la miel
dibujaba un corazón en un papel en blanco. En la ventana de abajo otra chica de
aspecto similar tecleaba en una vieja máquina de escribir historias que pretendían
ser cómicas, y sonreía soñadora, poniéndoles nombre a sus protagonistas.
¡Miauuuuuu!
El gato que se había escapado de la casa del patio cruzaba el tejado a la
carrera, desapareciendo entre el follaje de un campo de tréboles del descampado
de atrás.
De
pronto olía a sofrito de cebolla. Y ella, aún subida en su atalaya, recordó sus
pies recorriendo el huerto para rapiñar una ramita de hierbabuena con que alegrar
la sopa de fideos.
Ya
no crecía la hierba en la veredita que llevaba al columpio donde cinco niños
traviesos peleaban, al tiempo que el motor de una moto encerrada en el garaje
parecía un carraspeo.
Que
curioso se le hacía a ella ver a todos en su parcela, cada uno en su propio
espacio, en ese perfecto escaparate para el observador lejano. Le intrigaban, y
empezó a pensar en sus historias, en los nombres de toda esa gente. Se los
inventó. Les puso sus propios nombres, y bautizó hasta el gato. ¡Que cerca
estaban esas personas, pero que lejos también! A la mujer del pañuelo rojo la
llamó María. María sólo quiere ver el mar, no sabe nadar pero le apetece tocar
las olas con la yema de los dedos y dibujar su nombre en la arena. La mujer de
pelo gris se llama Jimena, se despista
pero no quiere olvidar lo importante, la fecha remarcada con rotulador verde
que se adivina en el calendario de la cocina. El chico del piano se llama
Ernesto, un día dejó un pañuelo olvidado en la casa de su profesora, no sabe
que la hija adolescente de ésta lo encontró y desde entonces lo usa de diadema,
pues le gusta el olor que deja en su pelo. Para él es el recuerdo del último
cumpleaños con su madre, ojalá pueda recuperarlo, es lo que piensa nostálgico,
deslizando los dedos por el teclado del piano. La guirnalda de luces es de la
habitación de Eva, de tres meses. Su madre, Estefanía, está loca porque llegue
la hora de volver a clases, quizá el próximo trimestre, si vuelve la normalidad,
pero no sabe si podrá. El loro se llama Walter, también tiene un sueño, fantasea
con una selva llena de palmeras, pero vive en una jaula. Los chicos que juegan,
David y Raúl, solo piensan en esos momentos normales ahora tan extraordinarios que
han dejado de ser ordinarios, como quedar en la plaza. La señora de rulos, Maribel,
anhela la belleza poética de un atasco con lluvia. Diana, la enamorada, se pasa el día pensando en ese corazón de
papel que no puede latir como el de la persona que anhela abrazando su cuerpo
con necesidad y entusiasmo. Lucía, soñadora, escribe sobre el humor porque le
hace llevadero el sentirse lejos, sola, aislada, se muere por ir al teatro, a
reír, y a oír más risas, sonoras, estridentes, cerca de ella. Con los cinco niños
se lució, quería que todos sus nombres comenzaran por A, y cómo son niños, se
imagina que lo único que desearán será volver al colegio. Tantas son sus
fantasías, que incluso cree que ese motor ronroneante de la moto tiene un
deseo, llegar a la luna, porque necesita kilómetros por delante.
Ella
también se muere por hacer más kilómetros, por saber más de la gente que vive
en esas parcelas, por dejar de espiar, por romper la barrera. Y esa tarde, sin
dudar, se acerca a la tapia que separa su casa de la del vecino, encarama un
pie sobre una piedra, se asoma, y dice, hola…
Música:
Foreigner-Girl on the moon
6 comentarios:
¡Hola Ana!
Me ha gustado tu relato.
Retratas muy bien nuestra realidad, y los personajes tienen mucha vida.
Me ha recordado un poco a "La ventana indiscreta".
Muchos besos, amiga.
Tirar de la imaginación es una tabla de salvación
Yo también echo de menos la moto para ir a la luna :)
Besitos, que estén bien!
¡Qué bonito! Me encanta que sigas publicando, más en estos momentos, y me encanta lo que transmites. Siempre es un placer tenerte a mano para cuando las demás luces se apagan.
Sigue inspirándonos.
Mucha fuerza y un abrazo!
Este es uno de tus relatos que más me han gustado. Estos días de confinamiento también miro distraidamente las casas de los vecinos y sus balcones. Veo sus tiestos, sus mascotas, pisos decorados con estilo y otros muy impersonales, como si vivieran en la consulta de un dentista. También tengo un vecino que cría gallinas en el balcón -infrecuente en la gran ciudad- pero inteligente, pues los huevos se agotan rápido en los supermercados.
Besos, Puri y cuídate mucho.
Borgo.
Precioso tu relato, Ana, transmite parte de los que todos vamos viendo y viviendo estos días.
Espero y deseo que estés bien ¡cuídate!
Mil besos
Hola Carol, pues tiene un poco de la ventana indiscreta, es verdad, sobre todo en la observación, una especie de gran hermano de ventana, jaja. Gracias por leerme. Besos.
:)
Hola Lopillas, la moto tiene el tanque lleno de gasolina, ¿cerá suficiente?, ¡que cerca parece que está la luna en estas noches de cuarentena! Besotes
:)
Hola Deb Pita, ¡cuánto tiempo!, gracias por leerme, y por decir que soy una luz encendida, es poético, aquí resistimos con nuestras letras. Un abrazo
:)
Hola Miquel, que bueno que te haya gustado tanto el relato, tal y como están las cosas tener gallinas es muy útil, jaja. Gracias por leerme. Un anrazo
:)
Hola Montse, gracias por visitar el blog. Estoy bien, espero que tú tambiém. Muchos besos
:)
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