“Otro
día en la lucha”, pensó, lanzando un bostezo al techo, el mismo techo que había
estado observando horribles minutos sin reunir las fuerzas para salir de su
cama. “Catatónica”, se diagnosticó a sí misma con humor. “Catatónica e
hipóxica, bonita enfermera estoy hecha”.
Manuela
pertenece al colectivo sanitario, uno de los que recibe aplausos cada tarde
pero al mismo tiempo miradas asqueadas por parte de algunos vecinos del bloque.
Su trabajo con enfermos del covid19 la ha convertido en una intocable, en el
miembro de una casta paria, uno de esos que debido a la impureza y
contaminación de su ocupación deben aislarse en la otra orilla, dónde nadie ose
pisar su sombra. Esa hipocresía le repatea, pero no tiene tiempo de enfadarse.
Su agotamiento es más que físico, sus días son largos igual que sus noches, pero
no puede detenerse en tonterías, la gente sigue muriendo.
Manuela
no aplaza la alarma despertador de su teléfono móvil, entre otras cosas porque
siempre se adelanta a la hora. No duerme bien, come con prisas. En el lavabo se
limpia los dientes con un cepillo violeta que le recuerda al de su hija que
vive lejos, con su ex. Sus ojos se nublan por un segundo, pero tiene que centrarse,
es mejor así, piensa, buscando en el armario ropa limpia. Ya no se mira en el
espejo. Antes de salir hacía la parada recuerda el bote de vitaminas, gira, lo
busca de forma autómata, luego engulle dos comprimidos que mastica pesadamente
y se va al hospital.
El
trayecto en bus dura treinta y cinco minutos, nadie se sienta a su lado, no
pueden, pero a dos metros de distancia tampoco hay nadie, es la única usuaria,
y a veces le parece que también lo es del mundo, que no hay nadie más a bordo
del planeta, que esa hilera de edificios llena de ventanas y balcones están igual
de vacíos que esa calle desierta, dónde sólo corren las hojas de los árboles. Y
es en ese momento cuando peor se siente, tratando de vislumbrar alguna señal de
vida en alguna parte, algún resquicio de normalidad, pero no lo hay. Y de
pronto ha llegado al edificio gris, soberbio e imponente, dónde las ventanas sí
que parpadean llenas de lucecitas, no son lucecitas agradables, las acompañan
pitidos y goteos.
Obligatoriamente
tiene que garantizar la salud y seguridad de los usuarios de su planta, también
el de ella misma, así que debe llevar a cabo el protocolo de ponerse el equipo
EPI. Ponérselo no es tan peligroso como quitárselo, de eso es consciente;
polainas, bata, guantes, mascarilla, gorro, gafas... Se siente como una oruga
que nunca llegará a convertirse en mariposa. Le cuesta respirar. Ya está
acostumbrada al gel hidroalcohólico, que cada día se le hace más intenso, más
cargado e industrial. Ese olor se mezcla con el de su propia respiración. Su
aliento aún es fresco tras la mascarilla, ese filtro de cafetera como le dicen
sus colegas que parece un salvaslip sin pegamento, ella por suerte aún no siente
sed ni ganas de comer. Pero las horas se amontonarán, y su boca, su aliento, su
garganta, parecerán un trapo usado.
En
las habitaciones todo es frío, aséptico, los enfermos la miran como a un robot,
así se siente; un ser mecánico, distante, sin nombre ni voz, sin identidad.
Quiere apretarles la mano, sentarse a su lado, quiere sonreírles, aunque no
haya motivo, pero sabe que no lo notarían, pues sólo pueden ver ese trozo de
tela, esa mascarilla que lleva demasiadas horas puesta y que ya le ha robado su
personalidad.
No
lo sabe aún pero van a hablar en las noticias sobre esas mascarillas por
televisión. Ya es tarde cuando, abatida, lee por Twitter que su capacidad de
filtración solo dura tres minutos y medio. Sanidad está ordenando su retirada. Ella
ha llevado casi doce horas eso en la cara, a pesar de la ducha caliente, el
vapor, del jabón resbalando en un ramillete de encaje por su rostro, aún tiene
la marca del elástico en la mejilla, y no puede llorar, está demasiado cansada
para hacerlo.
SEGUIRÁ...
Música:
Boikot-Resistiré
5 comentarios:
Me encanta, con tu permiso lo comparto.
Muy bueno, Ana, como siempre.
Nos pone en la piel de los sanitarios; gran tarea, dado el cruel rechazo que parte de la sociedad está manifestando ante estos luchadores que para mí son héroes.
Muchas gracias por hacernos reflexionar, por todo.
¡Un abrazo fortísimo!
Apasionante tu relato y al mismo tiempo inquietante, porque los que no conocemos el mundo sanitario y estamos oyendo cada día la labor que hacen por la cual les aplaudimos, de verdad, de corazón, seguro que no podemos valorar ni la mitad de lo que padecen. Tu relato da una visión real, tanto que pone la piel de gallina.
Mil besos.
Me pongo mala con lo de las notas que les dejan invitándolos a que se vayan de sus casas para que no contagien al resto de vecinos. Hay algo más horrible? Tratar de manera tan inhumana a quienes nos cuidan mientras se cae el cielo?
Todo mi cariño para estos esenciales, le has hecho un bellisimo homenaje
Besitos gordos para ti
Hola Beni, encantada de que lo compartas.
Saludos
:)
Hola Carol, es muy cruel lo que les están haciendo a algunos sanitarios y trabajadores de supermercados. Es muy duro estar en un hospital, lidiar con la enfermedad, el miedo y la impotencia. Hay que valorarlos y tenerlos muy alto.
Un besote. Gracias por leer.
:)
Hola Montse, gracias por leerme. Tengo familia que trabaja en el servicio de Urgencias de un hospital, y te puedo asegurar que se merecen mas que esos aplausos, se merecen mejores contratos, mejores condiciones, trabajar con buenas medidas y medios. Ojalá se invierta mas en la sanidad.
Un besote
:)
Hola Lopillas, me parece una cobardía tan asquerosa los que hacen eso, esas notas, es que la verdad que hay personas con la empatía perdida, muy egoistas y egocentricos.
Besitos gordos para ti
:)
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