Salima,
sal en la piel y fuego en la sangre. De encender tanto la lumbre donde cocinaba
todo el día, de encender las bujías con las que recorría los cañaverales a la
hora del crepúsculo. Para conversar con
los espíritus, decían las malas lenguas, aunque el motivo real se alejaba
del romanticismo con el que lo adornaba el pueblo. Hay que culpar a su padre,
al que le costaba mirar con sus ojos especialmente de noche, el velo de unas
terribles cataratas velaba sus retinas todo el día y empeoraban al anochecer
con la negrura de los campos en los que trabajaba. A don Manuel se le empañaba
la visión todo el día, y así, medio ciego, aquejado a sus años de una grave
artritis, seguía pelando cañas en los campos por un sueldo de esclavo en la
certeza de que nunca vería llegar la mecanización a aquel lugar. Salima era
todo lo que tenía, su más bello amor, ella era su corazón, sus ojos y sus
manos, su hija preciosa, la luz de su vida, la adoraba, y tanto era su celo que
le tenía prohibido trabajar fuera de la casa. Don Manuel era muy consciente del
corrupto mundo en el que vivía, de los hombres y su lujuria, de las mujeres y
su envidia, de la fascinación que podía despertar alguien como Salima, una
belleza con piel de seda negra y ojos hechiceros. No quería que nadie la
lastimara, le importaba poco si tenía que deslomarse en los cañaverales por
unos pocos reales, no quería que su niñita mancillase sus manos y su juventud
en un mal trabajo, marchitando su vida para que otros la explotaran por un poco
de dinero. Pero no tenían dinero. Nunca tendría lo suficiente para viajar a la capital en dónde podrían
operarle de la vista. Y no le importaba, lo hacía por ella, la protegía.
Salima
sólo salía de noche, bujía en mano, cantando iba por los campos para que su
padre la oyera llegar. Con la luna aparecía ella puntual a recogerle, y de la
mano regresaban a su cabañita, a pasar la noche inventando canciones, un juego
que aliviaba la simpleza y la rutina de aquella sencilla vida. Y al día
siguiente lo mismo, y así todos los días, hasta que un día algo cambió
inesperadamente. El fuego, el fuego lo cambió todo…
El
fuego, allá, ante el fuego rastrero de los rastrojos, algo llamó la atención de
la chica, alguien más bien, y una especie de energía, cómo un imán, la empujó a
acercarse más de lo debido para espiar al que producía aquella música. Un grupo
de personas se reunían en torno a las improvisadas hogueras, embargados por el
alegre sonido y las risas. Oyendo puntear la púa del güiro tuvo el deseo de
cantar, a Salima le gustaba cantar, llevaba dentro ese latir suave de la
tierra, ese canto que tuvo que dejar salir, que llenó el aire y el corazón de
quien la oyó. Él la oyó, ese trovador
caribeño la oyó, y la encontró. Se prendió del gesto desconfiado, de aquellas
piernas salvajes que pretendían huir a la carrera, de esos ojos asustados con
los que ella le miraba. Nunca había visto una criatura semejante, le parecía
sacada de una fantasía, algo irreal, poderosamente bello, realmente inocente. Salima
y el desconocido se observaron, hasta que se sintió acorralada por la sonrisa
de aquel hombre y por la luna llena. No intercambiaron más que dos palabras
antes de recordar la bujía y a su padre, pero ya no pudo sacarse al músico de
su cabeza. Y al día siguiente, a la hora del crepúsculo, lo volvió a encontrar
en el camino. “¿Quieres cantar conmigo?”, le dijo, “nunca he oído una voz más
preciosa que la tuya”.
Cantó
para él, se enamoró de él. Su cuerpo fue guitarra entre aquellas manos, flauta
de caña dulce entre aquellos labios, juntos recorrieron todas las notas del
pentagrama. Y siempre el fuego, el fuego de los rastrojos como escenario. Ellos
ya eran llamas en los brazos del otro, llamas creciendo cada vez que se
abrazaban.
Salima
nunca le habló a su padre de aquel hombre, nunca le dijo lo que le hacía retrasarse
a la cita con él, y ella aprendió a improvisar excusas tontas para no levantar
las sospechas de su padre. ¡Cómo se le paralizaba el corazón cuando él le
hablaba de aquellos vagos del cañaveral!: “No me gustan esos caribeños. Sólo
quieren dinero para seguir adelante, están de paso, vienen y cogen ese trabajo
o cualquier otro, el que les ofrezcan, pero no hacen nada bien, porque no es un
trabajo que quieran retener, a mí me dan más tarea de la que alivian, sólo
cantan y beben, creo que es mejor que no te acerques por allí, ya buscaré yo la
manera de llegar a casa por mi cuenta”. Salima protestaba. “No, papá, soy tus
ojos, siempre te he ayudado y no voy a dejar de hacerlo”. Pero su padre era
inflexible.
Ella
no podía escapar como antes. El caribeño la buscó por un tiempo, pero luego, al
perderle la pista se fue olvidando de ella, no hubo mucha pena por su parte,
sólo estaba de paso…
En
secreto se conformaba ella con verlo en sus sueños, feliz como siempre, con su
sonrisa blanca de luna llena. La pena que sufría era tan inmensa que dejó de
cantar. Un pajarito sin voz, la llamaba su padre, ajeno al mal de amores que callaba
a su preciosa hija.
Unas
semanas más tarde, lavando la ropa en un riachuelo en dónde se reunían otras
mujeres del pueblo, Salima oyó que hablaban de aquel músico. Su excitación inicial
por tener por fin alguna noticia se convirtió en profunda pena. “Se fue”,
decían, “huyó nada más enterarse del percal, no quiso hacerse cargo de la chica
ni de lo que va a venir en unos meses”.
Las
mujeres siguieron hablando de aquel caribeño bien plantado, de los estragos que
sus pasiones habían ocasionado, de las muchas conquistas que había dejado
desconsoladas, cuando sin más equipaje que el güiro se le vio coger el transbordador
río arriba hacía lo desconocido. Había cierto encono en las palabras de algunas
de ellas, posiblemente hablara el despecho de otra presa abandonada. “Ese no es
más que un desgraciado, un mentiroso con labia, ¡maldita sea su estampa!”
Salima también lo maldijo secretamente, y las llamas de su corazón se volvieron
volcán rugiente aunque el llanto terminó por apagar su fuego pero no pudo
frenar lo que crecía en su vientre.
Música: Jehro-Salima
4 comentarios:
La historia del típico hombre de paso que seduce y engaña pero contada de forma magistral. Te felicito, Ana, son tus letras las que me gustan, el cómo el relato nace y fluye con ellas.¡Qué bonito el nombre de Salima!
Muchos besos, guapa.
Fuego rastrero de rastrojos... fuegos fatuos, de San Telmo...tu relato me ha recordado esa letra de una canción de Rodrigo:
todo nuestro amor es puro...
es fuego y pasión que no se apagarán...
te amo y te lo juro.
Saludos, Ana y gracias por conmoverme con tus textos.
Borgo.
Ay qué penita me da el mal de amores, pobre Salima. Ojalá que el tunante encuentre la horma de su zapato pero con tacón.
Besitos Bohemia!
Hola Montse, alima es un nombre que me gusta mucho, tengo que darte las gracias por tus palabras en cuanto a mis letras, me ha gustado mucho, gracias por leerme y tu amabilidad.
Un besote
:)
Hola Mique, que bueno lo de la canción, muchas gracias por decir que te conmueven los textos, un placer. Un fuerte abrazo
:)
Hola Lopillas, eso espero yo también, que cada tunante reciba lo mismo que da. Gracias por leerme. Muchos besotes
:)
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