La casa de mi abuelo estaba llena de paneles fotovoltaicos.
Había transformado su humilde hogar para autoabastecerse sin necesidad de otras
fuentes de energía que las naturales, era feliz cuidando sus huertos
ecológicos, siendo un guerrero verde.
-El soldado patata –reía él poniéndose por sombrero las
pobladas ramas de una zanahoria. Y su sonrisa era tan sana cómo lo que comía.
Me gustaba verlo con las manos en la tierra, quitando
piedras, sembrando semillas, cantándole a las flores. A la familia le agradaba
que fuese un abanderado de las energías renovables, presumían de él porque no
había fuente energética más limpia que su propia vitalidad. Bien era cierto que
no aparentaba ni de lejos esos setenta y dos años bien vividos, quizás porque
nunca se estaba quieto, y porque iba a todas partes en bicicleta, recorría
largas distancias a pie, y era un senderista entregado, así que sus piernas
eran resistentes, curtidas e increíblemente fornidas. Yo que tenía casi medio
siglo menos de vida que él no le hubiera ganado en una carrera campo a través.
Mi abuelo era consciente de la baja forma física de sus
hijos y nietos, remediarlo era su principal objetivo, por lo que era frecuente
que nos embarcara en excursiones improvisadas, maratones, sesiones de escalada,
o largas caminatas. Casi siempre alguien se lesionaba, y la familia regresaba
renqueando a la casita del abuelo, todos embarrados, llenos de agujetas y
muertos de frío.
-Que blandengues –se mofaba el abuelo cuando nos encontraba
curándonos las heridas al calor de su chimenea–. Me estáis defraudando –se quejaba estirando los músculos del cuerpo
para que fuésemos conscientes de su poderosa elasticidad.
Los abúlicos rostros de su parentela le empujaba a
hostigarnos para continuar la marcha al día siguiente, o peor aún, para
continuarla enseguida, acampando a la intemperie si fuese necesario. Nosotros
no lo considerábamos necesario, ¡en absoluto!, así que se sucedían las
protestas y quejas, que no servían porque él tenía el poder de convencernos,
usaba la técnica valorativa, de comercial agresivo, que le bastaba para
llevarse el gato al agua. Yo le tenía por un brujo, era capaz de envolvernos en
su niebla y en sus quimeras, y que cayésemos con todo el equipo.
Así que de pronto, volvíamos a estar en medio de la nada,
luchando con el viento silbante, el frío rastrero, la odiosa lluvia y el
cansancio atroz sólo para sentirnos a su nivel. Era su legado, una lección, un
aprendizaje, con todo lo bueno que quería vendernos sobre ser uno con la
naturaleza yo sólo podía pensar en que la noche se abalanzaba sobre nosotros, y
¡maldita sea!, habíamos olvidado las linternas en la casa. No era una gran
cosa, no era una tragedia para el abuelo, y él y yo fuimos los encargados de
buscar un lugar dónde guarecernos. Siempre quería ir abriendo la marcha pero
esa vez quiso ir por detrás, creo que fue su sentido de brujo el que le dijo
que lo hiciera, y fue una suerte, yo no veía nada, el terreno era muy malo,
arcilloso, las piedras sueltas rodaban entre mis zapatos, me sentía torpe
tropezando con ellas, no era consciente de que a pocos metros ya no habría
terreno, fue entonces cuando derrapé y sin esperarlo estaba dando tres vueltas
de campana por el suelo, hasta que dejé de sentir que hubiera suelo. La
gravedad iba a tirar de mí hacía abajo, hacía una caída de la que no podía
calcular el final, yo sólo me sostenía por una mano, el instinto, algo
fortuito. No recuerdo oírme gritar ni oírle gritar, sólo recuerdo el dolor de esos
dedos posados en la afilada roca, mi esfuerzo titánico por llevar la otra mano
a la pared de piedra, y su voz, esa voz que no perdió la calma dándome
instrucciones. La penumbra ya empezaba a reptar por el paisaje, y sólo aquellos
ojos brillaban, vivos, asustados, pero llenos de energía.
-No te rindas –oí que decía el abuelo con una voz que no
parecía la suya, extraña, rasgada por el miedo de verme en el filo.
Vi sus manos tratando de alcanzarme, pero yo estaba
demasiado abajo. Para llegar a sus brazos tendría que impulsarme, colocar bien
los pies, sacar mi nervio y escalar, sólo dependía de mí. No lo hubiera logrado
sin el apoyo del abuelo, él me fue dando indicaciones, consejos, no le tembló
la voz y tampoco los brazos cuando finalmente pudo aferrarse a la capucha de mi
chaqueta. Sentí ese tirón como el de un gigante. Y a partir de ese día, el día
en el que me salvó la vida, siempre le vi así, un gigante. Nos besamos y
abrazamos, hicimos nuestro pacto secreto, no le íbamos a contar nada al resto
de la familia. Aquella noche, al raso, empecé a ver el mundo como él lo miraba.
Pasaron las horas, llegó la luz, volvió la lluvia y las protestas de los demás.
Pero él disfrutaba, no había más que ver su sonrisa triunfal, le gustaba la
lluvia, disfrutaba con el perfume del agua entre la vegetación. Estaba feliz
por el vigorizante aire helado de la mañana. No creo que se le pasara por la
cabeza que todos estaban hartos, embarrados, deseosos de volver a la
civilización. Yo no dije nada, quería ser como él.
Fulgores violáceos y anaranjados fueron adornando el
paisaje de vuelta. La actividad se reiniciaba, los pájaros se despertaban, los
mosquitos zumbaban sobre nuestras cabezas, polen viajero revoloteaba sobre las
acacias del camino que llevaba a la casa del abuelo. Fue un alivio cuando el
resto de familiares desayunaron y se fueron marchando con sus ruidosos
vehículos. Yo esperé, esperé a quedarme a solas con él, rechazando el
ofrecimiento de los demás de llevarme cómodamente de regreso a la ciudad.
-Prefiero caminar –dije ante el desconcierto de muchos
ojos.
El abuelo me guiñó un ojo con orgullo. No dijimos más, me
despedí sonriéndole y me puse a andar respirando hondo. Ya había dado muchos
pasos cuando a los lo lejos un generador se puso en marcha con un petardeo, luego
una cortadora de césped roncó poniéndose en marcha, y por encima del ruido, le
oí cantar, cantar y ser feliz.
Música:
I'd Love to Change the World - Ten Years After
4 comentarios:
Magnífico relato, Ana, nos recuerda que a veces son los momentos críticos los que nos abren los ojos a la comprensión. Me gusta mucho la autenticidad que le das siempre a los personajes y lo bonito que lo cuentas.
Mi sincera admiración por tu escritura!
Besitos.
Tu historia me ha hecho recordar a mi padre, él era el deportista de la familia, subía siempre las escaleras corriendo, nunca caminando a sus setenta y bastantes años. De muy joven tenía que haber formado parte del equipo olímpico de atletismo en las Olimpiadas de Barcelona de 1936 (la respuesta a las Olimpiadas de Berlín, cuando el régimen nazi) que no pudieron celebrarse a causa de la guerra civil.
Se me escapó pero me ha gustado mucho tu entrada frutera anterior, con ese tema de los Ten Years After, un grupo que se destacó en el mítico Festival de Woodstock, muy buenos.
Besos, Ana!
Borgo.
Hola Montse, gracias siempre por tus palabras, por entender tan bien el realto y meterte en la piel de los personajes. Es cierto que son los momentos mas complicados los que nos abren otros sentidos y nos proporcionan miras renovadas.
Mucho ánimo en estos momentos de confinamientos. Salud.
Un besote
:)
Hola Miquel, que bueno lo que cuentas de tu padre, siempre he admirado a la gente activa a pesar de los años, que conserva ese espiritu deportista y tira de los demás. Un placer que te recuerde a tu padre. Gracias por leer la entrada frutera, jeje.
Y también mucho ánimo para llevar este confinamiento actual de la mejor manera. Salud.
Un abrazo
:)
¡Qué buen cuento! He andado, escalado, y sentido la lluvia y el miedo junto a tus personajes.
Creo que con eso, ya lo digo todo.
¡Hasta me han entrado ganas de ser como el Abuelo Patata!
Gracias, Ana, por tus maravillosos cuentos.
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