jueves, 17 de agosto de 2017

Calma chicha

No me apetece llenarme de arena, raspa, es un incordio, la llevas siempre encima, se cuela por debajo del bañador, se escurre entre los dedos de los pies, se mete en las orejas y entre el pelo, es una lija insoportable que, grosera, me araña siempre que la brisa cambia de dirección. He protestado muchas veces ante mis padres durante el trayecto pero ellos creen que es una inútil exageración, una excusa en la que me parapeto para no admitir que los sucesos acontecidos en una playa similar a esa hace dos años me han dejado alguna grave secuela psicológica. No es verdad, ya casi lo he olvidado, pero son ellos quienes siempre lo traen a mi presente, y a mi memoria, y a mi modo de ver no creo que les parezca una carga incómoda, creo que les sirve como justificación ante el mundo para mi extraña forma de ser. “Si el pobre no hubiera sido testigo de aquel trágico acontecimiento…”. “¿Qué?”, me pregunto yo para terminar la frase, y creo que sé lo que responderían: “Que no estarías como una regadera”.
Nunca he creído que estuviera loco, aunque admito que ese cuaderno lleno de dibujos extraños no es algo que sea muy normal en un chico de doce años. Supongo que ese es el motivo para estar aquí. Aunque imagino que los consejos de Orlando, mi psiquiatra, un hombre empeñado en rescatar a mi joven mente de un próximo naufragio, han tenido algo que ver.
El olor a algas me revuelve las tripas en cuanto pongo un pie en tierra firme. Se trata de una cala pequeña, de arena blanca y satinada. La orilla está copada por bañistas de pieles oscuras, tumbados en sus tumbonas de rayas parecen en conjunto unos torreznos bien hechos a la espera de que los retiren de la sartén, lejos de ese aceite que chirría. Se oyen risas y chapoteos. Arriba vuelan algunas cometas de kitesurf y me quedo un instante fascinado por sus colores. Mis padres me han preparado una nueva jugarreta cuando me presentan a Nico y Andrea, dos niños de mi edad hijos de unos compañeros suyos de trabajo. Quieren que sea un chico alegre y social, normal, pero yo tengo miedo de que se rían de mí, he prometido que no me separaría de mi flotador, sé que resulta infantil y bastante bobo, pero no han podido convencerme de que lo dejara en casa. Sus condiciones pero también las mías, ese era el trato.
La arena se siente bastante blanda bajo la planta de mis pies, pero está demasiado caliente. El viento cesa y el mar parece un plato. Bajo esa quietud puedo distinguir en el agua algunos pequeños bancos de peces irisados, lo que de manera fortuita hace que mi respiración se vuelva superficial e incontrolable.
–¿Te pasa algo? –Me pregunta uno de los niños– Estás sudando mucho…
Y sin avisar tira de mi mano y me lleva hasta donde aguarda su pandilla. Nos presentamos sin demasiado ingenio. “Esta es María, este es Jonathan, ella es Carlota, y esos dos son Daniel y Simón”. Me fijo en sus ojos, en sus pecas, en los dientes torcidos, en las minúsculas motas de conchas y esqueletos de crustáceos que se han adherido a sus talones.
Sus temas de conversación giran en torno a cosas de las que no sé nada: youtubers, haters, trolls, y cosas que no me interesan… Me entero de que María quiere ser maquilladora, y que Simón ya es cocinero, descubro que María vive a cinco calles de mi casa, María descubre que yo vivo en su mismo barrio, y Carlota comenta como sin querer que sabe que me enchufan pastillas antidepresivas porque Andrea se lo ha dicho, al parecer por un descuido de su madre, ella ha leído “Heridas Emocionales”, Jonathan no lo ha leído pero se muestra interesado, y suena falso cuando le propone que se lo preste un día de estos, demasiado simpático. Daniel interviene para decir (presumir y cambiar de tema) que ha estado en el parque de Harry Potter no hace mucho. Le doy vueltas a que podría hacer un esfuerzo y contar algo más pero entonces todos reparan en mi flotador.
Se mofan. Lo ven ridículo, y llegan a ser crueles sin necesidad. Me enfado, mi cara se acalora, mi estomago se contrae. No me gusta lo que hacen, lo que dicen, que lo toqueteen, que hagan bromas, que me miren con esos ojos oblicuos y burlones, ¡no saben nada, no entienden nada! Les arrebato el flotador ansioso. Lo es, es ridículo, y no tengo justificación. En realidad sí… podría contarles todo, y no, no puedo atar a mi lengua.
Les cuento lo tranquilo que estaba el mar aquel día de hace dos años, tan en calma, tan plano, hago una comparación de las olas muertas con ese mismo mar que tenemos delante, hasta les advierto que podría ser el mismo…
“Sabéis, aún lo veo, a ese niño descuartizado sobre la arena, vi la sombra de lo que le atacó, era oscura y alargada, por un momento creí que se trataba de una nube reflejada, pero la sombra emergió del agua, aquella sombra tenía dientes como cuchillos, que se hincaron en aquella carne tierna y blanca, oí gritar al niño, lo vi chapotear, sus ojos asustados me miraron buscando ayuda, su boca se abrió vomitando sangre, oí masticar a la bestia. Era un tiburón de seis metros. Sucedió todo muy rápido, pero yo lo recuerdo como algo interminable, sobre todo nadar de vuelta a la playa aterrorizado, grité tanto, tragué tanta agua. Cuando por fin llegué a la orilla me arrojé sin fuerzas, incapaz de moverme, paralizado. Quieto sobre la arena sentí que algo chocó contra mis pies, desvié los ojos asustado, era un brazo humano, el agua era una sopa llena de pedacitos de carne, tropezones de grasa y huesos, que yo me había tragado en mi frenética carrera hasta la orilla. No sé que fue del niño, sólo sé que los que iban subidos sobre colchonetas y flotadores se deslizaban más rápido sobre el agua, mucho más que los que nadaban a brazo partido, ¡si yo hubiera tenido un flotador de esos, si aquel niño hubiera tenido uno…!”
Sé que empiezo a ser desagradable cuando les hablo de aquel brazo amputado, del muñón arrancado, de los colgajos de piel, del olor de la sangre, del color de esa carne muerta, ¡y quiero que se estremezcan!, me divierte hacer que se asqueen, se lo tienen merecido por meterse con un niño traumatizado. Así que sigo contando cosas, detalles, hasta que todos profieren un grito asqueado y salen corriendo lejos de mí espantados y horrorizados.
–¿Que les has contado? –Mi padre aparece detrás de mí y no se le ve feliz.
–Nada papá –ensayo mi mejor cara de inocente–, les hablaba de mi flotador.
Pero él lo sabe, los dos lo saben, mamá también, que lo que vi aquel día dejó una marca en mi mucho más profunda que el mordisco de un tiburón. 



3 comentarios:

Nortiz dijo...

Sin duda tiene que ser una experiencia tremendamente traumática no sólo por lo que ves que le ha pasado al de al lado, que ya es un mundo, si no por lo que te podía haber pasado y te imaginas, ya que muchas veces es peor cómo nos sentimos por la película que nos montamos en la cabeza que lo que nos ocurre de verdad. Una experiencia para no querer presenciar ni ser protagonista sea como sea. Creo que hace poco que ha salido en el cine una película en la que unas chicas se quedaban encerradas en una jaula dentro del mar con un tiburón dando vueltas por alrededor. No sé si te habrá inspirado para la historia o si habrá sido casualidad.
Un abrazo Ana :)

miquel zueras dijo...

Una buena historia que me ha traído recuerdos de aquel verano del 76 en el que se desató la "Alarma Tiburón" con el estreno de la película de Spielberg. Inolvidable aquella cabeza mutilada que aparece de repente causando un gran susto a Richard Dreyfuss y al público del cine al aire libre de Castelledefels donde vi la película.
Me encanta la ilustración del flotador ¿La has hecho tú?
Saludos!
Borgo.

Ana Bohemia dijo...

Hola Natalia, no me inspiré en esa película, jaja, ni siquiera la había visto hasta que leí tu comentario y busqué, así que la vi anoche y es bastante angustiosa, la verdad. Como dices el trauma queda cuando presencias un accidente, o cuando algo te impresiona, y esa experiencia persigue, acosa los pensamientos, a veces afecta de una manera muy profunda, se queda ahí en la psique, y quería reflejar un poco lo tocado que te puede dejar algo así. Muchas gracias por leerme.
Un abrazo
:D

Hola Miquel, agradecida de que te haya gustado el relato, imposible no asociarlo con tiburón la película de los setenta, una de mis favoritas por su ritmo y narración, y salía un niño con una colchoneta que era amarilla. La ilustración también me encanta, por eso la elegí, pero no es mía.
Un abrazo
:D

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